Un millón y medio de personas asistieron a la beatificación de Juan Pablo II. Un millón y medio de historias deudoras de este gran hombre. Un espectáculo indescriptible de fe. El Papa Wojtyla sigue moviendo masas de gente atraída por la fascinación de una personalidad investida y transformada por la fe. «Juan Pablo II es beato por su fe, fuerte y generosa, apostólica», dijo durante la homilía su sucesor, Benedicto XVI. Un Papa alemán que beatifica a un Papa polaco: bastaría este hecho para hacerse una idea de hasta qué punto se trata de un hecho histórico.
Es una fiesta de la fe que sorprende y que impacta. Una ciudad movilizada para acoger la riada humana de peregrinos. Gente procedente de todos los rincones del mundo para participar en la ceremona, que se desplaza hasta Roma por todos los medios posibles. Gente-gente, personas normales que hacen sacrificios impensables, que duermen en los autobuses o en sacos de dormir, al aire libre, apretados, incómodos, que hacen fila durante la noche para acceder a la Plaza de San Pedro a las dos de la madrugada y vivir plenamente la vida de la Iglesia. Un pueblo que sabe a quién seguir. Que participa en la larga celebración bajo el sol en silencio, que canta, se arrodilla en el pavimento, se disgusta si no consigue comulgar, que no provoca incidentes, y que al terminar la ceremonia vuelve a colocarse en fila para rendir homenaje ante el ataúd al Pontífice muerto. En él, cada uno ha venerado a sus propios difuntos en un anticipo de la gloria que espera a todos. El pueblo de la Iglesia ha sido protagonista, más que la multitud de reyes y gobernantes que acudieron a honrar a Juan Pablo II sentados al lado del altar.
El cardenal vicario Vallini, al principio de la misa, enumeraba las cualidades de Karol Wojtyla que le convirtieron en hijo predilecto de la Iglesia, citadas también durante la homilía. El aroma de santidad que desprendía ya cuando estaba vivo ese gigante que cambió el curso de la historia y que orientó la política y la cultura hacia el Señor. La enumeración es larga y detallada, parece imposible que un solo hombre haya escrito, dicho, hecho, viajado, estudiando, tanto. Cada uno de los presentes podía reconocer la parte de sí que lo une a Juan Pablo II. Hasta el estupor de la última frase del purpurado: «El Papa es un signo del gran amor que Dios tiene por su Iglesia y por todos los hombres». El nuevo beato es un signo divino, sin lo divino la excepcionalidad humana no se puede explicar.
Sor Marie Simon-Pierre, la religiosa francesa favorecida por el milagro de Wojtyla pocas semanas después de su desaparición, se postraba en San Pedro delante del Papa, haciéndole entrega de la reliquia del beato. La acompañaba la madre superiora que le sugirió que pidiera la intercesión de Juan Pablo II. La sangre y la carne sanada de los testigos, por la que fe no es espiritualismo sino «lo que hemos visto y tocado».
Benedicto XVI estaba radiante, en ocasiones conmovido. Vivió 23 años al lado de un santo y reveló que siempre lo había venerado casi como si presagiara el destino. Celebró los funerales, fue su sucesor y el domingo imploró su bendición. Nuevamente ha hecho suya la invitación de su predecesor a no tener miedo y abrir de par en par las puertas a Cristo. «Nos enseñó a no tener miedo de llamarse cristianos», ha dicho, «de pertenecer a la Iglesia, de hablar del Evangelio. Nos ayudó a no tener miedo de la verdad, porque la verdad es garantía de la libertad». Y al final se convirtió en «uno con Jesús».
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