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Scola: el Juan Pablo II que yo conocí

Federico Ferraù
02/05/2011 - Publicado en Il Sussidiario

Benedicto XVI ha proclamado beato al Papa Juan Pablo II el día que él mismo quiso dedicar a la Divina Misericordia. «Wojtyla fue para mí el Papa de la libertad y es el santo de la libertad», dice de Juan Pablo II el Patriarca de Venecia, Angelo Scola, en una entrevista a Il Sussidiario. «Una libertad que sin embargo necesita ser continuamente liberada». Algo que sólo la fe en Cristo puede hacer. Una fe, explica Scola, «que se convirtió a lo largo de todo el arco de su existencia en el factor principal de conocimiento de sí mismo, de los demás y de Dios».

Eminencia, ¿qué recuerdo personal conserva de Juan Pablo II?
La primera vez que subí al altar con él, en 1979, me impresionó su modo de celebrar. Juan Pablo II era un Papa “místico”, que vivía una relación de extraordinaria inmediatez con Dios. No debe sorprendernos que la gente invocara desde el día de su muerte su santidad. Bastaba con verlo rezar. Cuando íbamos a comer con él, siempre pasaba antes por la capilla para rezar el Angelus. Todos pensábamos que sería cuestión de treinta segundos, pero a veces tardaba tanto que no éramos capaces de seguir de rodillas en el suelo. El Papa verdaderamente oraba, para él no había tiempo ni espacio en la oración. Era algo que se notaba también en el movimiento de sus labios. En su oración, yo he percibido –o mejor, he visto– un diálogo profundo con Dios, ininterrumpido. Como un respiro, el Santo Padre emitía sonidos como el borboteo de un arroyo que no se detiene nunca. Algo impresionante.

«Tratan de entenderme desde afuera, pero sólo se me puede entender desde dentro», decía Karol Wojtyla. ¿Qué es lo que da unidad, en una de las personalidades más ricas del siglo XX, al hombre, al filósofo, al poeta, al sacerdote, al Papa?
Sin duda, la fe. La fe intensa, en un sentido completo, como un apoyo total en Cristo Jesús que se abre a una concepción integral de todo lo humano. La personalidad, las distintas experiencias de vida de Juan Pablo II, su versatilidad –fue poeta, filósofo y teólogo–, se alimentó desde su más tierna infancia a través de la liturgia, la oración, el apasionado sentido de las relaciones, la apertura siempre curiosa a la realidad, el don total de sí. Esta fe, que respiró ya de sus padres, se convirtió después a lo largo de todo el arco de su existencia en el factor principal de conocimiento de sí mismo, de los demás y de Dios. En él, todo partía verdaderamente de ahí; y después de atravesar toda la realidad, retornaba con más potencia a su corazón.

¿Cómo se acercó usted a la personalidad de Karol Wojtyla y cómo ha profundizado, a lo largo del tiempo, su «encuentro» con el magisterio de Juan Pablo II?
Yo tuve la ocasión de conocer, de pasada, a Karol Wojtyla en el ámbito de la redacción internacional de la revista Communio, pero mi relación con él se fue profundizando después de su elección para el solio pontificio. Mi primer encuentro con él como Papa fue una concelebración con don Giussani y Camisasca en febrero de 1979 en su capilla privada, seguida de un desayuno. Las formas de colaboración siempre estuvieron vinculadas sobre todo a mis clases en el Instituto Juan Pablo II para los Estudios sobre el Matrimonio y la Familia, en calidad de consultor de la Congregación para la Doctrina de la Fe y en cuanto rector de la Pontificia Universidad Lateranense, conocida como la Universidad del Papa. Fue así como pude profundizar en el Magisterio de sus célebres catequesis sobre la relación entre hombre y mujer y sobre el cuerpo humano, en la Mulieris Dignitatem y más en general en las cuestiones del matrimonio y la familia. Esto me llevó a estudiar la obra filosófica y antropológica de Wojtyla (sobre todo Persona y acto), y a compararme con esa obra maestra que es Amor y responsabilidad, así como, en el plano pastoral, con el célebre volumen La renovación en sus fuentes. Mi trabajo sobre el pensamiento de Wojtyla continuó después con las encíclicas trinitarias, con las enseñanzas de carácter moral y social. Fruto de mi deuda con él, que es humana antes que doctrinal, es el volumen Experiencia humana elemental, publicado hace unos años.

Uno de los clichés más difundidos sobre Juan Pablo II es el de «gran comunicador» (exactamente igual que Benedicto XVI sería el teólogo, custodio de la ortodoxia, casi como si Wojtyla no lo fuera). ¿No cree que en la verdad parcial de esa simplificación precipitada se esconde a su vez una operación ideológica?
En la ideología, queramos o no, todos los hombres caen. Por eso es necesario liberarse siempre recurriendo a la autocrítica, igual que conviene liberarse de los inevitables prejuicios. La simplificación mencionada es, precisamente por ser una simplificación, ideológica. Una cosa es la diferencia de personalidades y carismas entre Juan Pablo II y Benedicto XVI, y otra cosa es la profunda unidad y continuidad en el ejercicio del ministerio petrino de ambos papas. Una mirada libre y purificada de ideología no puede no reconocer esta unidad y acoger como un gran don para la Iglesia la originalidad de cada uno de estos pontífices.

En el método y en la enseñanza filosófica y pastoral de Wojtyla, y después en su magisterio, la experiencia ocupa un lugar fundamental. ¿Puede explicar en qué consiste esta centralidad?
Consiste en el hecho de que todo hombre, en cualquier tiempo y lugar, sea cual sea la cultura o religión a la que pertenezca, participa de una «experiencia común» a todos. Wojtyla reflexionó profundamente sobre esta experiencia común. A propósito de esto hay un pasaje decisivo en Persona y acto, en el que se inspiró siempre toda su acción. En él afirma con fuerza que más allá de las grandes diferencias que caracterizan a los hombres y más allá de las visiones filosóficas y culturales opuestas entre sí en el ámbito del pensamiento, existe una experiencia común a todos los hombres sobre la cual se puede fundamentar tanto una práctica de vida buena como una adecuada reflexión sistemática y crítica sobre la experiencia de fe de la comunidad cristiana. Obviamente, la historia del pensamiento demuestra que la categoría de experiencia es muy delicada y se debe tratar con un especial cuidado.

«El Redentor del hombre, Jesucristo, es el centro del cosmos y de la historia». ¿Qué supuso para la Iglesia y para el hombre contemporáneo el anuncio con el que Juan Pablo II abría su primera encíclica en 1979?
Puedo hablar de lo que significó para todo el mundo a partir de la situación italiana de entonces. Salíamos del angustioso 1978, un año vinculado a la tragedia de Moro y a la muerte de Pablo VI. Con la afirmación decisiva «Jesucristo es el centro del cosmos y de la historia», Juan Pablo II daba contenido al extraordinario grito con el que ofreció a la humanidad entera la esperanza el día que comenzó su pontificado: «No tengáis miedo».

Juan Pablo II apostó fuerte por el protagonismo de los fieles laicos, los bautizados, para hacer contemporáneo a Cristo. Además, en 1998 habló de coesencialidad entre los movimientos y las instituciones para la misión de la Iglesia. ¿Qué significó esta indicación para la vida de la Iglesia?
Ciertamente, el Papa, que fue estudiante, obrero, actor, amigo apasionado de los judíos, enérgico e inteligente contestatario tanto al utopismo nazi como marxista, además de extraordinario educador y sacerdote, vivía en sí una plenitud de humanidad. Al encontrarse con él, se percibía inmediatamente que él era verdaderamente y sobre todo un hombre, y esto exaltaba aún más la dimensión sacerdotal de su persona. Un Papa así hacía notar lo decisivo de la vocación y misión de los fieles laicos. Sin embargo, hay que destacar que en la Christifideles laici, el Papa no habla sólo de «laico», sino de «fiel laico». Se trata del cristiano que es llamado, en todos los ámbitos de la existencia humana, a hacer transparente en su rostro la belleza siempre renovadora del encuentro con Cristo.

¿Y respecto a los movimientos?
La cuestión movimiento-instituciones necesitaría mucho espacio para encontrar una respuesta adecuada. Pero se puede decir que la coesencialidad en la Iglesia es ante todo entre los dones institucionales y los dones carismáticos. Los primeros (Eucaristía iluminada por la Palabra de Dios, enseñanza de los apóstoles, comunión) son los que Jesús estableció como fundamento imprescindible para que la Iglesia se mantenga en pie; los segundos expresan la fantasía con la que el Espíritu “persuade” al hombre de todos los tiempos para que se adhiera a la Iglesia como ámbito para una plenitud de vida humana. Obviamente, ambos son dones de gracia. Cualquier contraposición entre dones institucionales y dones carismáticos carece de fundamento.

Juan Pablo II fue un gran devoto de María. ¿Qué le enseña esta devoción a la Iglesia de nuestro tiempo?
Es fuente de benéfica humildad para cualquier cristiano. María es la expresión más potente de la Iglesia Inmaculada y enseña a todos los fieles, hombres y mujeres, que Cristo Esposo es el don inefable para la Iglesia Esposa. Frente a Él todos estamos, por decirlo así, “pasivos”, es decir, en la posición del que, en primer lugar, recibe. Por otro lado, María, paradigma de toda maternidad, es aquella que en cualquier circunstancia, incluso la más desfavorable, nos lleva a Jesús. Es virgen y madre. Por eso, me gusta definir a María como “la mujer”.

La última etapa del pontificado de Juan Pablo II estuvo marcada por una relación con la verdad (y con la guía de la Iglesia) sufriente, en lucha interior, sobre todo a causa de la enfermedad. El gigante que marcó tan profundamente la historia mundial no tuvo miedo de mostrarse en todos sus límites. ¿Qué nos enseña desde este punto de vista el beato Wojtyla, como hombre y como sucesor de Pedro?
En la fase final de su vida, Juan Pablo II encarnó la gran afirmación paulina: “Cuando soy débil, entonces soy fuerte”. “Basta tu gracia”: así lo expresa Pablo en la Segunda Carta a los Corintios. El modo con que Juan Pablo II vivió su sufrimiento exaltó el ministerio petrino porque mostró que el poder de gobierno en la Iglesia –y no sólo en la Iglesia– no está nunca a merced de quien lo posee. Viene siempre y sólo de Dios. Debemos rezar cada día para que los que tienen la responsabilidad del gobierno de la Iglesia puedan vivirla de este modo.

¿En qué sentido es Juan Pablo II un santo contemporáneo? ¿A qué pregunta profunda del hombre de hoy responde su santidad de vida?
Su santidad muestra de una forma luminosa, en mi opinión, su apasionado compromiso por la libertad. Para mí, Wojtyla ha sido el Papa de la libertad y es el santo de la libertad. Una libertad, sin embargo, que continuamente necesita ser liberada. Como dice el Evangelio de Juan, quien sigue a Jesús “será verdaderamente libre”.

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