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La pregunta de Pilato

Francesco Ventorino
11/04/2011

La pregunta «¿Qué es la verdad?», que plantea el pragmático Pilato superficialmente y con cierto escepticismo, «es una cuestión muy seria, en la cual se juega efectivamente el destino de la humanidad» (p. 225). Así, Joseph Ratzinger introduce el tema de la verdad en la segunda parte de su Jesús de Nazaret, cuando relata el proceso de Cristo. Si la verdad, de hecho, no existiera o fuera inaccesible, la política no tendría otra tarea que «tratar de lograr establecer la paz y la justicia con los instrumentos disponibles en el ámbito del poder». ¿Pero qué justicia sería posible entonces?
Resulta evidente la actualidad de la cuestión y de su formulación. Hoy, de hecho, la irredención del mundo está relacionada particularmente con la ilegibilidad de la creación y con la consiguiente irreconocibilidad de la verdad. Incluso la ciencia moderna, que presume de haber descifrado el lenguaje de Dios, según expresión de Francis S. Collins, y de poder aplicar fórmulas matemáticas a la creación a partir del código genético del hombre, nos ha introducido en una especie de verdad funcional del ser humano. «Pero la verdad acerca de sí mismo -sobre quién es, de dónde viene, cuál es el objeto de su existencia, qué es el bien o el mal- no se puede leer desgraciadamente de esta manera» (p. 227).
«¿Qué es la verdad?». Pilato no es el único que deja a un lado esta pregunta como irresoluble, también hoy para la mayoría es una pregunta molesta. «Pero sin la verdad el hombre pierde en definitiva el sentido de su vida para dejar el campo libre a los más fuertes. “Redención”, en el pleno sentido de la palabra, sólo puede consistir en que la verdad sea reconocible».
La verdad, según la fórmula lapidaria de Tomás de Aquino, es Dios mismo ipsa summa et prima veritas (Summa theologiae, I q. 16 a. 5 c). He aquí por qué la verdad en toda su grandeza y pureza nunca se desvela plenamente. «Verdad y opinión errónea, verdad y mentira, están continuamente mezcladas en el mundo de manera casi irreparable» (p. 225-226). El hombre se acerca a la verdad en la medida en que se conforma a la realidad y a la propia razón, en las que de algún modo se refleja la razón creadora de Dios. Pero la verdad en su plenitud, al ser Dios mismo, «llega a ser reconocible si Dios es reconocible. Él se da a conocer en Jesucristo. En Cristo, ha entrado en el mundo y, con ello, ha plantado el criterio de la verdad en medio de la historia» (p. 227).
El reconocimiento de la verdad coincide, por tanto, con el reconocimiento de Cristo vivo y presente en la historia, es decir, Cristo Resucitado. Pero este reconocimiento no es pleno y desde las primeras apariciones del Señor a los discípulos está sujeto a lo que Ratzinger llama la «dialéctica del reconocer y no reconocer». Dialéctica que se corresponde, por lo demás, con la modalidad con que Cristo aparece. «Jesús llega a través de las puertas cerradas, y de improviso se muestra en medio de ellos. Y, del mismo modo, desaparece de repente, como al final del encuentro en Emaús» (p. 309).
Precisamente en esta experiencia de indisponibilidad de su presencia está la prueba de un acontecimiento real, irreductible a una invención por parte de los discípulos. Permanece para todos la pregunta: «¿Por qué no les has demostrado con vigor irrefutable que tú eres el Viviente, el Señor de la vida y de la muerte? ¿Por qué te has manifestado sólo a un pequeño grupo de discípulos, de cuyo testimonio tenemos ahora que fiarnos?» (p. 320). Pero «es propio del misterio de Dios actuar de manera discreta». El Resucitado quiere llegar a toda la humanidad «solamente mediante la fe de los suyos, a los que se manifiesta»; «llama con suavidad a las puertas de nuestro corazón y, si le abrimos, nos hace lentamente capaces de “ver”» (p. 321).
Hay que admitir que, hoy más que nunca, el reconocimiento de la verdad, sin querer negar el camino de la razón natural, está vinculado a la credibilidad del testimonio de los cristianos (¡qué responsabilidad!) y a la libertad con que cada uno se dispone a acogerla. Dios, de hecho, no quiere «arrollar con el poder exterior, sino dar la libertad, ofrecer y suscitar amor». «Ver» siempre tiene que ver con amar.

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