El bautismo, tras el encuentro con un sacerdote, y el descubrimiento de lo que «quiere decir ser amados». Emmanuele Silanos, misionero de la Fraternidad de San Carlos en Taiwán, narra la historia de A-Long ahora que ha encontrado «su verdadera casa»
Me llamo A-Long y soy de Taiwán. A mi padre nunca le he visto. Se fue de casa cuando yo era pequeño. En Taiwán sucede a menudo que el padre se vaya, así que la madre se suele casar de nuevo. Yo he vivido siempre con mi padrastro y mis hermanos. Pero me pegaba; a ellos también, pero a mí más, sólo paraba cuando empezaba a sangrar.
Me llamo A-Long. Es un nombre importante. Significa “dragón” y el dragón en Taiwán quiere decir fuerza, éxito. De pequeño, veía los dragones cuando iba al templo con mi abuela. Ella me llevaba de la mano a participar en ritos en los que presentábamos nuestros respetos a nuestros antepasados y pedíamos el favor de los dioses. En Taiwán hay muchos templos. Allá donde mires, te encuentras uno, pero a mí nunca me han gustado. Y tampoco los dragones. Con la boca abierta, con sus lenguas de fuego, con esos ojos tan grandes que parecen también de fuego. Nunca entendí nuestra religión. Vas al templo a rezar, ofreces incienso y fruta a los dioses, y luego vuelves a casa y te llenan de golpes. ¿Pero qué religión es ésa? Recuerdo cuando veía en la televisión las películas americanas. Su religión era distina. Sus templos eran más sobrios, había menos colorido y menos ruido, no había dragones. Pero en casa los padres abrazaban a sus hijos, no les pegaban. Y se decían cosas como “te quiero”, “siempre estaré contigo”... En mi casa nunca oía palabras de ese tipo. Los padres que querían a sus hijos sólo salían en las películas. Yo había tenido dos padres: uno se marchó y el otro me pegaba.
Me llamo A-Long. Trabajo, y me gusta trabajar, aunque a veces hay mucha presión. Pero en esos casos me desahogo jugando al béisbol. Tengo un buen brazo y soy alto, mucho más que el resto de mis amigos y compañeros. Quizá sea por eso que en el trabajo me respetan. Pero tengo un compañero que es especial. Se llama Hu. Es negro, y eso no es fácil en Taiwán. Se les considera personas de segunda clase, en las que no se puede confiar. Pero él no es así. Trabaja duro y los demás le respetan, le envidian e incluso le tienen un poco de miedo. Es amigo mío. Un día me dijo que era católico: «Voy a la iglesia, ¿por qué no te vienes?». Nunca había conocido a un católico, pensaba que sólo existían en América, pensaba que sólo existían en las películas.
«Me llamo A-Long». Así me presenté al sacerdote amigo de Hu. Es italiano (no todos los extranjeros son americanos...) y se llama Paolo Costa. Vive en una casa cercana a la iglesia, situada en medio de un mercado tradicional chino. Vive con él otro sacerdote, también italiano. Ambos rondan la treintena, como yo, y a su alrededor hay mucha gente, taiwaneses como yo e inmigrantes como Hu. No hay dragones, ni ofrendas de incienso y fruta. Pero hay muchos niños que abrazan a sus madres y a sus padres. Allí vi gente que se quería; y no era una película, era real. Volví a casa y le dije a Lin Luen, mi mujer: quiero que mis hijos crezcan en un lugar así, quiero que mis hijos sepan qué significa ser amados.
Me llamo A-Long. Hace cuatro años fui bautizado. Mi nombre de bautismo es Hilario. El padre Paolo me dijo que significa “feliz, contento”. Y es verdad. Estoy contento porque por fin he encontrado mi verdadera casa. El primer regalo que me hizo el Señor fue mi hija Yu-Xuan. Ahora tiene casi tres años y le gusta cantar y bailar. En la iglesia canta a voces, es muy simpática... No ha cumplido tres años pero ya canta el Padre Nuestro. Porque también ella, como yo, tiene dos padres. Pero ella sabe que los suyos la quieren: uno aquí y otro “en los Cielos”.
Me llamaba A-Long, que quiere decir “dragón”. Pero ahora me llamo Hilario, que quiere decir “feliz”.
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