El arzobispo metropolita Paolo Pezzi describe el “deseo vivo” de un pueblo después de setenta años de opresión. Habla de una unidad que él pide para sí, y de la tarea de los cristianos: “no resistir, sino renacer”
Cincuenta años. Es el tiempo que tuvo esperar una mujer hasta que sucedió aquel encuentro lleno de esperanza y salvación, que le llegó como una liberación. Era una mujer con el rostro marcado por la edad y la fatiga, en busca de un sacerdote al que pudiera plantear una tímida petición: “Perdone, ¿me puede confesar? Hace cincuenta años que no veo a un sacerdote”. El sentido de una misión, contenido en los ojos de una mujer que, en un pueblo perdido en el norte de Siberia, pudo por fin reconciliarse con Dios después de muchos años.
La experiencia de monseñor Paolo Pezzi, arzobispo metropolita de la Archidiócesis de la Madre de Dios en Moscú, tiene lugar también en estos lugares, pequeñas comunidades que han construido su vida sobre las cenizas de los gulag. Hombres y mujeres que, al no poder regresar ya a sus cuidades de origen, han resistido al régimen comunista. “Lo que se me pedía era partir, y yo era consciente de que, aceptando aquella invitación, asumía una tarea que consistía en servir a un pueblo y a una realidad que ya existía”. Monseñor Pezzi habla a corazón abierto ante el atento público del Teatro Social Luino (Italia) en un encuentro titulado “Buscar la unidad, defender la libertad. Los desafíos de los cristianos al inicio del tercer milenio”.
Cuando llegó, Pezzi no sabía mucho de Rusia, una nación sumida en un proceso de grandes transformaciones tras la caída del muro de Berlín. Así empezó su misión en un pueblo que, después de setenta años, ardía en deseos de verdad, justicia y belleza, y así lo testimoniaba. “En mis encuentros con los jóvenes participaban católicos, ortodoxos y también ateos. Me hacían preguntas sobre la vida, sobre la fe, sobre Jesucristo, y ése era el signo tangible de que su deseo seguía vivo. Entendí que el sentido de la palabra misión pasaba por profundizar en ese encuentro, en ese acontecimiento que me hizo descubrir mi propia vocación y que me permite mostrar a los demás la belleza y la verdad que yo he encontrado, y de la que hago experiencia todos los días”. Incluso en un contexto en el que es habitual discutir sobre la unidad de los cristianos. “Lo primero que aprendí es que es el hombre mismo el que no está unido. Debo mendigar esta unidad sobre todo para mí, siendo consciente de que sólo me la puede dar Aquél que sabe dar un sentido a todos los fragmentos que forman mi vida. Luego, la unidad entre los hermanos se da en el Bautismo, el sacramento que me convierte en miembro de un único cuerpo, como escribe San Pablo”.
Un cuerpo, la Iglesia, que más que por los ataques que vienen de fuera, está “fuertemente minado desde su interior” por el cansancio y el conformismo, como se lee en las palabras de la famosa Carta a los cristianos de Occidente que el teólogo checho Josef Zverìna envió a dos amigos para que la llevaran hasta el otro lado del Telón de Acero: “El peligro más grande es la falta de conciencia de lo que uno es y de las propias tradiciones”, afirmaba Pezzi. “No son ni las persecuciones ni las pruebas las que atentan contra la Iglesia, sino el formalismo y el conformismo de quien no mira la realidad que sucede, sino que se preocupa sencillamente por que el mecanismo funcione. La tarea de los cristianos no es tanto resistir, sino renacer”. Una invitación tan verdadera no se puede dejar pasar.
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