El 1 de enero, tres familias salimos de Milán para pasar una semana de vacaciones en Marruecos. Desde Marrakech, a bordo de un autobús, viajamos hacia el sur, atravesamos la barrera del Atlántico norte y nos adentramos en el desierto, hasta la frontera con Argelia.
Durante el trayecto de vuelta, en dirección noreste hacia Fez, hicimos parada en Midelt, una ciudad moderna que está fuera de los circuitos turísticos, a 1.500 metros de altitud. Al leer una de las guías que llevábamos, nos enteramos de que en esa ciudad vivían algunas monjas franciscanas que enseñaban a bordar a las mujeres del lugar. Nos pareció algo muy especial, dado que en Marruecos, un país 100% musulmán, hay poquísimas iglesias y sólo en las grandes ciudades.
La noche del 5 de enero, llenos de esperanza, nos pusimos a buscar el monasterio de Kasbah Meryem. Después de algunas anécdotas, lo encontramos. Las puertas estaban cerradas, pero una voz nos dijo por el intercomunicador que a la mañana siguiente se celebraría una Misa. ¡Nunca habríamos imaginado que en un lugar tan perdido como aquél podríamos celebrar la Epifanía! Así que a la mañana siguiente, temprano, estábamos cruzando las puertas del convento y entrábamos en una pequeña capilla donde, en compañía de seis monjas francesas, asistiríamos a la Misa, celebrada por tres monjes benedictinos.
A la salida, todas las hermanas se quedaron a saludarnos e inmediatamente nos encontramos rodeados de miradas llenas de afecto a interés. Hablamos sobre todo con Monique, una hermana franciscana que lleva 53 años en Marruecos. Mientras respondía a todas nuestras preguntas, nos contaba apasionada su vida misionera, que se reparte entre la asistencia a niños, la supervisión de algunas escuelas y la atención y acompañamiento a mujeres de la zona. Hablaba conmovida por su propia vida, desde su primer sí al salir de su país con destino a Marruecos, su tarea, su ayuda, apoyo y sobre todo su estima por esas mujeres. “Con ellas no hablamos nunca de religión”, nos dijo. “Sin embargo, estas mujeres hacen conmigo una gran labor de evangelización. Estando con ellas, mi fe se hace más fuerte”. Nos impresionaron mucho estas hermanas, que no pueden dejar de hablar a la gente de aquello a lo que dedican toda su vida y que confían totalmente a Dios el resultado de su trabajo.
Luego Monique nos dio una noticia inesperada. El más anciano de los tres monjes benedictinos que habían celebrado la Misa era el padre Jean Pierre, uno de los dos monjes que sobrevivieron al secuestro y asesinato en 1996 de los monjes del convento de Tibhirine, en Argelia. Una historia que conocíamos bien porque habíamos visto la película De dioses y hombres. Sor Monique hizo llamar al padre Jean Pierre, nos lo presentó y luego nos dejó con él en la puerta del monasterio. Un pequeño y anciano monje, de ojos azules y serenos que parece que ven a lo lejos, y que nos recibió con una sonrisa.
Nos confirmó la fidelidad histórica del film. La violencia empezó realmente con el brutal asesinato, a manos de los terroristas, de trabajadores de fe cristiana, aunque algunos de ellos se salvaron gracias a la protección de compañeros suyos musulmanes. También era verdad que las preocupaciones y las tensiones fortalecieron los vínculos de unidad entre los monjes. Nos contó detalles de aquella noche, cuando un grupo de terroristas secuestró a sus hermanos y le preguntamos cuál era, para él, el fruto del sacrificio de sus amigos. “Sólo Dios conoce el fruto del sacrificio, nosotros no lo sabemos”. Fue su respuesta inmediata, con convicción y serenidad. “Pero el hecho de que un director de cine ateo se haya interesado por nuestra historia y haya realizado una película que se está viendo en el mundo entero”, añadió, “es ya una respuesta del Espíritu Santo”.
Le preguntamos entonces por qué, después de aquellos hechos tan dramáticos, no regresó a Francia. Y nos respondió citando un episodio que también describe la película: cuando los hermanos preguntan al alcalde si, para garantizar la seguridad de la gente del pueblo, no sería mejor que ellos se marcharan, y él les responde: “Somos como pájaros sobre una rama. Si la rama se va, ¿dónde podremos posarnos?”. “Por eso me quedé”, nos dijo. Por la gente, para que tenga un lugar en el que posarse. Igual que las mujeres de sor Monique, todas ellas musulmanas, que acuden al taller de bordados y que con su sonrisa silenciosa muestran el orgullo y la gratitud por la belleza de lo que están aprendiendo: embellecer las telas y mirarse con afecto.
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