Cinco años después de su elección, la CEI (Conferencia Episcopal Italiana) invita a toda la Iglesia a rezar por Benedicto XVI, que prosigue con la misión de su predecesor, Juan Pablo II. Pero, ¿cuál es el vínculo profundo que les une? Hemos pedido a monseñor Lorenzo Albacete, columnista, ensayista y responsable eclesiástico de CL en EEUU, y al profesor David Schindler, rector y decano del Instituto Juan Pablo II para el Matrimonio y la Familia, que identifiquen los principales elementos de continuidad entre ambos pontificados. Por ejemplo, el modo tan peculiar de concebir la fe: como una pasión por Cristo y por la persona humana.
¿Qué pensáis de la continuidad entre aquel gran Papa y su sucesor?
Albacete: Creo que la mayoría de la gente no ha prestado mucha atención a la cuestión de la continuidad. La guía autorizada de Juan Pablo II y su contribución a la vida de la Iglesia, la forma que ha dado a ésta, ¿debe considerarse agotada, encontrándonos hoy con algo nuevo? A mí personalmente me ha asombrado la continuidad. Es verdad que los estilos son diferentes, pero la continuidad es impresionante. Quizá algunos no la ven porque no perciben la novedad de Cristo. La Iglesia se ha esforzado en evitar la contraposición.
Schindler: Coincido en que la continuidad es profunda. En primer lugar, como todos los grandes hombres de Iglesia, ambos testimonian el Evangelio y la unidad del Evangelio. Podemos reconocer su unidad en el hecho de que Benedicto XVI insiste repetidamente en que hoy el problema fundamental es el olvido de Dios. A la hora de afrontar cualquier problema cultural o eclesial lo primero es recuperar la memoria de Dios. Juan Pablo II dice algo parecido en Cruzando el umbral de la esperanza: el siglo XXI será religioso o no será. Creo que, en el fondo, aquí reside la unidad entre ambos: en la recuperación del sentido religioso y de la memoria de Dios como se nos ha revelado concretamente en Jesucristo.
¿Cuál es su mirada sobre el mundo? ¿Qué pretenden cuando intentan ofrecer un concepto adecuado de laicidad?
Schindler: Algo que me ha impresionado de veras en la insistencia de Benedicto XVI sobre la laicidad -por ejemplo, cuando se reunió con los líderes franceses- es su insistencia en la necesidad de recuperar una comprensión adecuada de la laicidad. Laicidad en nuestra cultura significa guardar silencio respecto a Dios, mientras que el punto central de Benedicto XVI es la recuperación de un concepto de laicidad en cuyo centro está la búsqueda de Dios, el deseo de Dios. En el bellísimo discurso pronunciado en el Colegio de los Bernardinos subrayó el papel esencial de San Benito y del monacato en la formación de Europa, y mostró cómo la búsqueda de Dios, que se encuentra en la raíz del monacato, es esencial para toda cultura auténticamente humana. Así, en el corazón de la laicidad está el deseo de Dios, un deseo inquieto, que no encuentra pleno cumplimiento si no es en el encuentro con Dios, en la forma en que Él se ha revelado históricamente, es decir, en Jesucristo.
Albacete: Exacto. No habría laicidad si no existiese el Dios de Jesucristo. Lo que se nos vende como laicidad, la separación de Dios o de la dimensión espiritual, no es de hecho laicidad. Una verdadera laicidad es posible sólo gracias al Dios de Jesucristo.
¿Por qué?
Albacete: Porque es Él quien ofrece unidos en sí mismo lo divino y lo humano, tal como lo definió el Concilio de Calcedonia del año 451. Creo que ésta es una de las cosas más importantes del discurso en el Colegio de los Bernardinos: sin Cristo no hay laicidad.
¿Por qué la insistencia de Benedicto XVI en el monacato y en que no constituye una reducción de la Iglesia a una forma de vida espiritual fuera del mundo?
Schindler: Para mí la clave es que cada día, en su realidad más profunda, en todos los aspectos, es dies Domini. Cada día es el Día del Señor. La naturaleza del hombre es litúrgica.
Albacete: Recordemos cómo lo expresó Benedicto XVI en aquella ocasión: el primer fruto de esta búsqueda es la construcción de una biblioteca.
Schindler: ¡Y a trabajar!
Albacete: Y a trabajar, exactamente. Ora et labora.
Schindler: Y en eso reside la dignidad de lo humilde. En este contexto el trabajo manual tiene una gran dignidad. En cierto sentido sólo un cristiano puede vivir seriamente el trabajo manual. Dicho de otro modo, la Encarnación es el cielo y la tierra que se unen. El sentido de nuestro trabajo en la tierra es realizar el cielo, aunque no sea posible hacerlo del todo en esta vida. En Jesús, el cielo ha venido a la tierra para que la tierra pueda llegar al cielo. En Jesús nosotros participamos ya ahora de la unidad entre cielo y tierra. Por eso, sólo en el cristianismo, sólo dentro de la revelación de Cristo, es posible que a cada tiempo, lugar y espacio se les reconozca la dignidad que les es propia. Nuestra concepción actual del trabajo es tan limitada que se entiende simplemente como un instrumento para adquirir otra cosa. En parte es verdad, pero el trabajo es una actividad que participa de la creatividad misma de Dios, de la acción del Dios encarnado.
La concepción moderna del trabajo se basa en la separación entre la vida como tal y lo que uno hace en el trabajo. ¿Qué novedad introducen Juan Pablo II y Benedicto XVI al hablar de la unidad entre la vida y la acción del hombre?
Albacete: Todas las divisiones de este tipo no son sino manifestaciones de una división que está en el origen. Revelan la pérdida de la experiencia del Dios cristiano. Son formas distintas de expresar este dualismo.
Schindler: Creo que se trata de una cuestión importantísima. Lo que permite unir el concepto de vocación y el trabajo es el reconocimiento de que la libertad se realiza sólo cuando afirma un “para siempre”. La verdadera libertad se orienta hacia un amor que asume la forma de una promesa cuyo cumplimiento sólo es posible en una relación real de Dios con el mundo, que se manifiesta en la persona de Cristo. En el fondo se trata sencillamente de reconocer que el significado de la libertad consiste en decir “para siempre” a Dios, liberados por Jesucristo hasta llegar a comprender la relación concreta de Dios con todas las cosas y al servicio de todas las cosas.
Tanto Juan Pablo II como Benedicto XVI han puesto el acento en la libertad del hombre y han intentado defenderla. En casi todas sus encíclicas Juan Pablo II citó Gaudium et spes, nº 22: Cristo revela a Dios al hombre y revela al hombre a sí mismo. El cristianismo para Benedicto XVI revela (sin eliminarlo) el misterio de la persona humana: toda persona es relación con el Misterio, y es libre en la medida en que reconoce esta dependencia y vive para otro. Este concepto de libertad, ¿no es un desafío al mundo contemporáneo que identifica la libertad como “creatividad”, “autonomía” e “igualdad”?
Albacete: No hay nada malo, en principio, en todas estas acepciones... pero la libertad no puede ser creativa sin Cristo. Porque sin Él todo decae, todo pasa, y la muerte no es vencida. Los imperios van y vienen, y se pierde la memoria de los grandes acontecimientos y de las grandes obras.
Schindler: Ratzinger tiene una forma maravillosa de exponer las cosas. Cuando habla del sacramento dice que consiste en dar algo que uno no posee. Me parece que la clave de todo obrar humano consiste en que es pre-sacramental. En otras palabras, yo no soy nunca el origen primero y absoluto de lo que transmito. Si hablamos en términos de paternidad y filiación: nosotros queremos ser creativos, estar en el origen, queremos ser padres de nuestras acciones, y en cierto sentido es así. Pero en cuanto criaturas sólo podemos ser padres verdaderamente dentro de una relación de filiación. En un nivel más profundo, nosotros hemos recibido la capacidad, la energía que transmitimos, aunque participemos de ella plenamente. Tenemos autonomía, pero es la autonomía propia de un don que hemos recibido y del que participamos. Ratzinger habla del sacramento exactamente en estos términos, términos bellísimos: yo participo de una fuerza, pero no soy su propietario. Participo de una fuerza en cuanto receptor.
Los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI constituyen una gran "irradiación de paternidad" y una defensa de la profundidad del misterio de la paternidad. ¿Qué se ha perdido en la actual crisis de paternidad?
Albacete: En mi opinión no es casualidad, ni un simple dato cultural, que el nombre del Dios cristiano sea “Padre”. Cada gesto y cada palabra de Dios lo ponen de manifiesto, y el mismo Jesús llama a Dios “Padre”. Lo cual significa que la primera forma en que se manifiesta la pérdida de nuestra orientación natural que en cuanto hombres tenemos hacia el Infinito es justamente la pérdida del significado de la paternidad. Participar de la vida de Dios es participar de la vida del Padre, ser como “la sombra del Padre”, como se ha escrito sobre San José. La incapacidad para comprender hasta qué punto San José encarna esto demuestra la fractura que se ha producido.
Una de las mayores contribuciones de Juan Pablo II fueron sus catequesis de los miércoles, en las que presentó una visión del amor humano en una interesante clave nupcial. ¿Cuáles son los elementos más innovadores en esta enseñanza?
Albacete: Quisiera referirme aquí de nuevo a la pérdida del sentido del sacramento, ya que el matrimonio es el sacramento primordial. Si no se hubiera cometido el pecado original no habría sacramentos, salvo el matrimonio. El matrimonio revela la intención de Dios al crear de la nada. No es sólo paternidad, porque la paternidad es inseparable de la maternidad y de la relación nupcial. Todo esto, sin embargo, se ha perdido. Juan Pablo II ofrece una grandísima ayuda para recuperar la unidad entre estos elementos que definen el amor humano. Sin esta unidad el amor humano es como un edificio que se derrumba, es un 11-S. Resiste durante un tiempo, luego se incendia y uno cree que se trata de tener el fuego controlado, pero de repente el edificio se te cae encima.
Schindler: Estoy de acuerdo. Quisiera añadir sólo una cosa: me parece que lo que ambos Papas quieren destacar es que hay algo que define al hombre como destino de paternidad, que define a la mujer como destino de maternidad, que define al niño; algo que desvela una característica esencial de la naturaleza del amor humano. En nuestra cultura tendemos a pensar que existen agentes humanos, en abstracto, que luego da la circunstancia de que son hombre o mujer. Pero si perdemos los caracteres distintivos del hombre, perdemos una característica esencial del amor. Si perdemos los caracteres distintivos de la mujer, perdemos un rasgo esencial del significado del amor. Y si pensamos en los niños como en pequeños adultos que nacerán de ambos, perdemos algo esencial respecto del significado del amor humano. En este sentido, creo que hay una belleza especial en el hecho de que Dios se haya revelado a Sí mismo en Cristo con la forma de un niño. No es una simple circunstancia temporal: Jesús es el Hijo del Padre por toda la eternidad. Por eso la filiación, el ser niño, no es una condición que estemos llamados a superar.
Albacete: Hasta que no lleguéis a ser una sola cosa, no caminaréis hacia vuestro destino.
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