Toca de nuevo tocar. Y los tambores se alinean con su plam-plam poniendo esa su música a un texto conocido: la tregua del desenfado, con chirigota picarona y pasodoble, que a veces termina en desmadre y frivolidad. No me molesta el jolgorio carnavalesco como tampoco cualquier expresión popular de un sano divertimento. El problema viene cuando se había pedido al festejo una alegría que no sabe ni puede dar. Tanto más cuanto el frívolo desmadrarse pone aún en mayor evidencia que el tingladete llevaba bien escrita una fugaz fecha de caducidad. Entonces viene el desinfle que toca a rebato, dejando a la gente tirada en la cuneta del hastío y con la botella vacía por el chantaje, mientras nos humilla la resaca de una borrachera que no alcanzó a beber ni una gota de felicidad. Es el drama de Don Carnal que termina con esta guisa en el cortejo del entierro de su sardina.
Claro que, los cristianos no estamos del lado de Doña Cuaresma, señora estrecha de ideas y ancha de lutos, que tan sólo goza con la persecución censuradora de lo prohibido y con la represión puritana de lo legítimo. Si el símbolo de esta señora doña es la tristeza de velo y llanto, no coincide con el mensaje cristiano de la verdadera cuaresma que la Iglesia predica y propone. Tanto es así, que incluso podríamos decir con el mejor ánimo de provocar eso de: ¡viva la alegría, viva la cuaresma cristiana!, porque no somos gente mustia, taciturna y clientes de la depresión. No nos asusta el contento, sino más bien lo poco que nos dura cuando este no es verdadero. No nos interesa una alegría de plexiglas, que caduca en el momento en el que ensayas su prestada sonrisa y que no acompaña la vida en su largo recorrido sino tan sólo un rato en un viaje de cercanías.
Este año se nos propone un mensaje comprometido por parte del Santo Padre. El Papa ha querido que ahondemos esta cuaresma en un tema profundamente evangélico: la justicia. Si la conversión es cambiar la mirada del corazón, se nos propone precisamente este cambio de perspectiva: entender el sentido de la justicia.
Recuerda Benedicto XVI que «muchas de las ideologías modernas tienen, si nos fijamos bien, este presupuesto: dado que la injusticia viene "de fuera", para que reine la justicia es suficiente con eliminar las causas exteriores que impiden su puesta en práctica. Esta manera de pensar -advierte Jesús- es ingenua y miope. La injusticia, fruto del mal, no tiene raíces exclusivamente externas; tiene su origen en el corazón humano, donde se encuentra el germen de una misteriosa convivencia con el mal».
Pero la justicia que nos salva y la que nos convoca a imitarla es la que se ha manifestado en Jesús. «Frente a la justicia de la Cruz, el hombre se puede rebelar, porque pone de manifiesto que el hombre no es un ser autárquico, sino que necesita de Otro para ser plenamente él mismo. Convertirse a Cristo, creer en el Evangelio, significa precisamente esto: salir de la ilusión de la autosuficiencia para descubrir y aceptar la propia indigencia, indigencia de los demás y de Dios, exigencia de su perdón y de su amistad». Todo un camino, que debidamente recorrido nos permitirá entrar de modo nuevo en la alegría de la pascua, la alegría que dura y nadie nos podrá arrebatar.
El Señor os bendiga y os guarde.
Infocatólica 17/02/10
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