El termómetro marcaba treinta grados bajo cero y una copiosa nevada tendía un manto blanco sobre la ciudad de Xiwanzi, en la provincia de Hebei. Era 6 de enero, solemnidad de la Epifanía, y miles de católicos iban llegando pese a los controles policiales hasta la destartalada catedral. Hasta 5.000, según las agencias, participaron en el funeral por Leon Yao Liang, obispo coadjutor de la diócesis. Su vida y su muerte son una parábola de la preciosa y dramática historia de la Iglesia en China durante los últimos cincuenta años
L'Osservatore Romano ha honrado la figura de Monseñor Yao con unas significativas palabras del Libro de la Sabiduría: "las almas de los justos están en las manos de Dios, ningún tormento los tocará". Parece irónico si pensamos que Leon Yao ha pasado más de treinta años en los campos de concentración de los mandarines comunistas. Su pecado estaba bien a la vista: la fidelidad inquebrantable al Sucesor de Pedro y su resistencia a someterse a los dictados del poder totalitario. Sólo en 1984, con los vientos de la tímida apertura, logró caminar de nuevo libremente, y en 2002 fue consagrado obispo en la clandestinidad. "Este hombre no aprende", debieron pensar sus guardianes, y en consecuencia lo encerraron de nuevo treinta meses. Pero una vez más no consiguieron doblegarle y volvió junto a su pueblo.
Dicen las crónicas que cada domingo se reunían más de un millar de fieles para seguir la celebración de la Misa que el anciano Yao presidía con increíble devoción, sólo comparable a su recia mansedumbre. El régimen que lo persiguió con saña, sin conseguir doblegarle ni amargarle, le privó incluso en la hora final del reconocimiento de su condición episcopal, prohibiendo que se le denominase obispo Yao y eliminando las insignias episcopales del féretro. Ésta es la gente con la que comerciamos y a la que recibimos con alfombra roja en Occidente, y sin embargo él jamás los odió.
Me pregunto si todo esto nos dice algo a nosotros, europeos cultos y ajetreados, de la oficina al talk-shaw de cada noche. Me pregunto incluso si nos lo dice a nosotros, católicos de vieja estirpe a los que tanto cuesta moverse en el ambiente arisco del laicismo rampante de nuestros días. "La gente insensata pensaba que morían" nos desafía de nuevo el Libro sagrado. No porque su cuerpo repose en el pequeño cementerio sacerdotal de Xiwanzi (qué nombre tan hermoso) sino porque a nuestro parecer ha sido derrotado.
No sé si Benedicto XVI tenía en mente la larga marcha de su hermano chino cuando pronunciaba su homilía en San Pedro, el mismo día en que Leon Yao bajaba a su sepultura. El caso es que sus palabras sirven para abrir en canal nuestra indiferencia o nuestro sabor a derrota. Hablando de Jesús que nace en Belén (o sea de nuestra fe) y de sus primeras vicisitudes (o sea de la historia de la Iglesia), el Papa afirma que "es la Verdad que se irradia en el mundo, a pesar de que Herodes parece siempre ser más fuerte, y que ese Niño parezca que puede relegado entre aquellos que no tienen importancia, o incluso pisoteado" (como nos parece a nosotros la vida de Leon Yao). "Pero solamente en ese Niño, continúa el Papa, se manifiesta la fuerza de Dios, que reúne a los hombres de todos los tiempos, para que bajo su señorío recorran el camino del amor, que transfigura al mundo".
La vida entera de este buen pastor nos habla del método de Cristo y de su extraña manera de vencer al mundo. Parece que su nombre caerá en el abismo de silencio de quienes no tienen importancia; parece que su honor y su obra han sido pisoteados por la fuerza bruta de un régimen despótico, mientras los gobiernos del mundo y la gran prensa extienden una cortina de culpable silencio. Pero si miramos con más atención veremos la historia que él con su fidelidad ha tejido, el pueblo que ha reunido en nombre de Dios, la cosecha que de su sacrificio ha brotado. La maquinaria metódica y cruel del totalitarismo no ha podido oscurecer la luz de la verdad que su vida ha irradiado, la humanidad que ha forjado fuera de sus esquemas. Marcha en paz, obispo Yao, buen pastor.
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