Cuando los amigos del Meeting me propusieron este encuentro, me vinieron a la mente decenas de personas que habrían podido hacerlo mejor que yo. Pero la vida es esencialmente la respuesta que damos a una invitación, a alguien que nos llama. El hecho de no tener títulos particulares para decir ciertas cosas (un escritor no tiene títulos, podría ser también un criminal) me recuerda que todo aquello que un hombre puede decir de interesante es algo que a su vez ha aprendido. Hay quien se exhibe a sí mismo y quien cuenta aquello que ha aprendido, y estas últimas son, generalmente, las personas más interesantes. Y se aprende de quien a su vez ha aprendido y sigue aprendiendo. Por eso quisiera dedicar lo que voy a decir a la persona que más me enseña esta verdad sencilla y al mismo tiempo difícil, como todo lo que es sencillo. Es uno de los fundadores de Cometa, pero es también un gran artista, Erasmo Figini: las palabras que voy a decir son una manera de darle las gracias de todo corazón.
Volviendo a nosotros: en el montón de pensamientos que en seguida me han asaltado, nada más comunicarme Marco Aluigi esta propuesta tan inesperada, una imagen se abrió paso: la de María acogiendo en su regazo el cuerpo del Hijo muerto. Para ella Jesús era el hijo que había amamantado, amado, atendido, criado, aquel que más que nadie le había hecho sobresaltar el corazón. Y al mismo tiempo era el Hijo del Altísimo, el mismo Dios. Para ella las dos cosas eran una sola. Y ahora estaba muerto, inerte entre sus brazos. ¿Qué podía significar para María, en aquel instante, “tú eres un bien para mí”? Este es el abismo que se abre para quien quiera afrontar este tema sin retórica: un abismo en el que es fácil caer si una gracia inimaginable, imposible, no ha ocurrido, si yo mismo no hubiera tenido y no viviera la experiencia de alguien que me dice –aquí, ahora– “tú eres un bien para mí”.
1. Ayudémonos a pensar
Comienzo con tres breves observaciones preliminares. Primera observación. El dato cultural más impresionante de estos años es la casi total incapacidad de Europa y de Occidente en general para hacer frente con un juicio lúcido (nosotros, hijos de la Ilustración) a todas las tragedias que la están atravesando, de los estragos causados por el terrorismo a esos otros, inmensos, que se consuman todos los días en nuestros mares, por una inesperada fragilidad económica que produce masas cada vez más grandes de pobres, hasta la persecución de las que en muchas partes del mundo es objeto la fe cristiana.
Es urgente que nos ayudemos a recuperar una posición culturalmente adulta en el mundo en que vivimos, una posición que comprenda lo más posible todos los factores en juego, desde el terrorismo hasta la inmigración, de la crisis a los odios ideológicos. Aun entre nosotros, es muy difícil encontrar personas capaces de afrontar el problema en su conjunto: pero esta es precisamente la urgencia. Tenemos que ayudarnos a construir una mirada hacia el hombre que mantenga unidas las cosas; en fin, debemos ayudarnos a pensar, porque pensar quiere decir esto: tratar de afrontar todos los términos de una cuestión compleja.
Segunda observación. El humanismo occidental se está colapsando, y sin embargo nuestra pregunta sobre el futuro sigue –también frente a los atentados terroristas– gravitando en un horizonte asfixiante: ¿qué será de nosotros?, ¿de nuestra sociedad?, ¿de nuestra bella civilización?, ¿de las hermosas calles de nuestra ciudad?, ¿de nuestra riqueza?, ¿de nuestro mercado?
El primer dato, al menos para mí, es que frente a un tú de proporciones nunca vistas, nosotros los europeos seguimos dirigiendo la mirada y el pensamiento a nosotros mismos, es decir, tratamos de salvar nuestras políticas, nuestros proyectos, y nos cuesta imaginar nuevos proyectos, más bien a menudo rechazamos su principio, a menudo nos negamos a imaginar un nuevo proyecto. Pero mientras tanto el pánico crece. De ahí mi pregunta: ¿cómo podemos recuperar, aquí, ahora, un pensamiento sano, no enfermo, capaz de pensar en los demás sin precipitarse en el moralismo o en la paranoia?
Tercera observación. Hace algunos años Máximo Cacciari, cuando era alcalde de Venecia, en una entrevista muy simpática dijo, medio en broma medio en serio, que el principal problema de los alcaldes son los ciudadanos: con sus quejas tontas, con su incapacidad para levantar la nariz más allá del pequeño problema que les embota el cerebro, los ciudadanos obstaculizan muy a menudo la acción decidida de un buen administrador. Y concluía que, sin ciudadanos, las ciudades se administrarían mucho mejor.
Al decir estas cosas Cacciari citaba indirectamente a Hannah Arendt, que en su obra maestra Los orígenes del totalitarismo, que recoge la trágica experiencia de un siglo de horror, establecía una diferencia fundamental entre las antiguas tiranías y los totalitarismos actuales. En las primeras el hombre es aplastado, reducido a esclavo, humillado; en las segundas el hombre es, simplemente, inútil. Se podría sustituir -es aquello que imaginaba Giovanni Testori en su Post-Hamlet- por un robot, se podría sustituir su sangre por una linfa sintética. La historia militar cuenta que, con el tiempo, el porcentaje de las víctimas civiles en las guerras ha aumentado exponencialmente hasta convertirse en la casi totalidad. El hombre, entendido como hombre individual, como este hombre aquí, cuenta cada día menos.
2. Un encuentro personal
Entramos ahora en el centro de nuestras reflexiones. Recientemente ha fallecido la anciana madre de un querido amigo. Uno de los últimos días esta mujer, dirigiéndose al hijo, dijo: “Cuando me encuentre delante del Señor, ¿qué le voy a decir?”. Mi amigo se conmovió mucho por estas palabras, porque evidentemente su mamá, que era una mujer de gran fe, tenía la convicción de que el encuentro con Dios es un encuentro personal: el encuentro con otro, con uno que me dice “tú” y al cual digo “tú”. En efecto, el hombre comienza a contar algo ante sus propios ojos sólo si encuentra a alguien que le dice “tú”. He aquí un primer paso.
Trataré, como pueda, de detallar todo esto haciendo mi trabajo. Mi materia no son las ideas o los grandes modelos sino la vida tal como se me presenta.
El “tú” también puede ser feo.
Por ejemplo, hay un modo de hablar que detesto, y es: ¿pero nosotros no nos hablábamos de tú? Me sucede a menudo escucharlo de personas con las cuales jamás he intercambiado una palabra en mi vida. Es una frase que cierra. Si dices no, es imposible, dado que jamás nos hemos hablado, resultas un maleducado. Sin embargo la alternativa a ser maleducado es, más que una mentira (pero por supuesto, ¡cómo no!), la entrada en una zona de pseudo-confianza en la cual yo estoy completamente en poder del otro. Es el otro quien me admite en su zona de confianza: yo puedo confiar en él (mientras él normalmente no lo hace con nosotros). Es una especie de ejercicio de fuerza del cual salimos neutralizados. Mi interlocutor se sienta en el centro de su zona de confianza, donde su posición no es igual que la mía. Este desequilibrio se llama poder en el sentido negativo de la palabra. El poder implica un mundo de relaciones desequilibradas, por eso es difícil de manejar: yo sé, poseo, conozco todo de ti, puedo alcanzarte en cualquier instante, mientras tú no sabes nada de mí y no me puedes alcanzar ni tocar.
El “tú” puede tener una función de reducción.
Cuando, por ejemplo, decimos “tú” a algo que no funciona, que no va como quisiéramos o que estamos intentando hacerlo funcionar como quisiéramos. Cuando no logramos enhebrar una aguja, cuando una cerradura no funciona, cuando el coche no arranca: ¿pero quieres funcionar de una vez, pues? ¿Quieres salir de ahí? Si le digo a una gallina ven aquí es porque sabe que quiero torcerle el cuello y entonces se esconde. Por el contrario, si las cosas funcionan como nosotros queremos no hay muchas razones para hablar de tú: ellos son sólo medios, instrumentos, una prolongación de nuestro cuerpo, una función de nuestro proyecto, y no tienen ninguna necesidad de recibir de nosotros el estatuto de seres. No tienen consistencia fuera de nosotros, de nuestro proyecto. Su consistencia somos nosotros mismos. Decimos tú a la gallina que huye, no a la que está parada.
En fin, la existencia del otro parece manifestarse (al menos eso parece) como una oposición, una enemistad, algo que estoy obligado a tener en cuenta en contra de mi voluntad. El otro es un enemigo. Atravesar este aspecto, en mi opinión, es inevitable tarde o temprano. Incluso con Dios es así: de Moisés a Jonás, de San Agustín a Miguel Ángel, hasta el admirable Innombrable de Manzoni, que este año ha venido a encontrarnos aquí en Rímini.
El “tú” es precisamente otra cosa.
El pasado mes de febrero mi mujer, después de una operación en el pie, no podía caminar. Yo empujaba su silla de ruedas, de esas rígidas con las cuatro ruedas pequeñas. Pues este simple gesto me ha hecho conocer aspectos del suelo de mi casa y de la acera de mi casa que jamás habría imaginado. Cada mínimo desnivel, de los que normalmente no me doy cuenta, se trasformaba en un obstáculo, en un problema que resolver: desde el felpudo de casa a un ligero bache en el andén. Si no afrontaba el problema, si lo ignoraba, la silla (con mi mujer) comenzaba a irse por su cuenta.
Experiencias muy simples, como ésta, nos enseñan una cosa mucho más impactante de lo que pensamos: es decir, que la realidad que nos rodea, o mejor cada parte de realidad que nos rodea, obedece a un proyecto que no nos pertenece: el andén no está hecho para mi silla de ruedas, y el desnivel que encuentro pertenece a esa pequeña parte del andén que me concierne en ese momento. Pero lo que encuentro no es sólo esa pequeña parte: gracias a esa pequeña parte, a ese pequeño desnivel, yo aprendo que el otro -como tal- obedece a una regla que no es mía.
La existencia del mundo es una presencia inexorable, una especie de tarea que los artistas representan a menudo como un precipicio, un remolino, un grito, una amenaza, como en el Grito de Munch, o los últimos angustiosos cuadros de Van Gogh o de Francis Bacon, o incluso como una belleza luminosa igualmente misteriosa y a su modo inquietante, como ciertas pinturas de Henri Matisse, o de Piero de la Francesca, o de David Hockney. El “tú” no nos deja en nuestro sitio, nos obliga a movernos: también por eso su presencia es algo que, la mayoría de las veces, admitimos a regañadientes.
Pero oír que nos digan “tú” es la fuente de la alegría, del gozo.
Pero he aquí algo extraño: esa acogida del otro, que nos moviliza contra nuestra voluntad, nos llena de alegría y de estupor cada vez que otro se dirige así a nosotros. Si yo fuera el suelo, el andén donde empujo la silla de ruedas, qué contento estaría sintiéndote que dices no maldito andén, sino el terreno está hecho así, ¡por eso tenemos que hacer algo! Qué satisfacción cada vez que alguien, antes de considerarnos como un obstáculo a eliminar o como algo que reducir a su diseño, ¡nos reconoce por lo que somos! Qué satisfacción cada vez que nos sentimos llamados por nuestro nombre, a lo mejor por alguien que creíamos que no se acordaba ni siquiera de nosotros. Entonces sí, nos sentimos abrazados.
Más allá de sus giros políticos (temática del bien común, etc.) “Tú eres un bien para mí” es la fórmula del abrazo, es la traducción en palabras de un abrazo.
Quizá sí se acuerda de mí, decimos para nosotros, y en cambio aquel viene a nosotros con los brazos abiertos y dice nuestro nombre. No pretende resolver nuestros problemas, no nos extorsiona un “tú” de dominio puro, sino que acepta y reconoce que nosotros somos algo original, algo bello porque es irreducible a cualquier otra cosa. Quien se comporta así, nos ayuda a amarnos, a aceptarnos, a conocernos.
El escritor David Foster Wallace, conocido por muchos jóvenes también aquí presentes, y quizá también por alguno menos joven, pone en esta ternura hacia uno mismo la tarea suprema de la vida humana.
3. “Para mí”
Ahora trato de dar otro pequeño paso. En Hamlet de Shakespeare un personaje invitado a Elsinor rompe a llorar mientras recita el lamento de Hécuba en la muerte de Príamo. No aguanta, es un texto muy doloroso. Y Hamlet, que está escuchando, queda atónito viéndolo llorar, y se pregunta: ¿Quién es Hécuba para él o él para Hécuba?
Es esto. ¿Qué significa para mí? En la escuela en que colaboro, la Oliver Twist de Como, hay programada una hora con un nombre bellísimo: “todo es para mí”. Durante esa hora, se invita a alumnos y profesores a mantener limpios los locales, a reparar lo que está roto por descuido, distracción o por agentes externos, etc. Hay sin embargo un riesgo, que es el que limita “todo es para mí” a una idea utilitarista: un aula limpia es mejor que un aula sucia, una mesa de trabajo ordenada es mejor que una mesa desordenada, etc.
Si es así, “para mí” y “por mi interés” resultan sinónimos.
En cambio “todo es para mí”, si lo queremos traducir con otra frase, es más bien sinónimo de “nada me pertenece”. Antes hemos dicho que la realidad obedece a leyes que no he establecido yo, hasta la enemistad, hasta el odio. Ahora tenemos que añadir que este ser no-mío es para mí. Yo arreglo el pupitre, limpio el suelo, porque el pupitre y el suelo me han sido dados, así como me ha sido dada la lección de matemáticas, así como me ha sido dado el compañero, así como me ha sido dada –donada– toda la realidad, incluida mi propia vida (no me detengo en las consecuencias incluso civiles de lo que estoy diciendo).
El suelo por limpiar, el pupitre por reparar son signos de una cierta relación con la realidad, que la razón reconoce por naturaleza, aunque luego tiene que esforzarse por superar puro el instinto, que no coincide con la naturaleza. ¿Recuerdan a Jesús? «Cuando ven una nube salir de poniente, ustedes enseguida dicen: “Va a llover”; y así ocurre. Cuando sienten soplar el siroco, dicen: “Hará calor”; y así es. Hipócritas, el aspecto de la tierra y del cielo saben reconocerlo; ¿cómo es que no saben reconocer los signos del tiempo presente?». Como diciendo: reconocer las señales es natural, sin embargo ustedes sólo conocen los signos si esto les da un beneficio.
Pero yo no reparo el pupitre para poderlo romper de nuevo, lo reparo porque me ha sido dado, y si me ha sido dado no puedo reparar el pupitre y al mismo tiempo tratar a mi compañero como si fuera un perro: esto es ser hipócritas, no es cuestión de incoherencia (que siempre hay, faltaría más) sino de concepción de uno mismo. Pedro, después de haber negado a Jesús, llora amargamente, mientras Judas, después de haberlo vendido, se ahorca. No es que un pecado sea más grave que el otro, es distinta la relación con la realidad. Estoy convencido de que también Judas amaba a Jesús. El problema es ¿quién es éste? ¿Quién es éste que amo? Puedo amar a un profeta, un maestro, puedo amar a un hermano que de repente enloquece... Tú eres un bien para mí. Toda la civilización depende de la estima que tenemos, momento a momento, hacia ese “tú”.
4. Una posición dramática
Este es el significado de la civilización cristiana y laica que hemos construido durante siglos, desde Abrahán y desde la fundación de la polis griega hasta hoy: una civilización que no sólo ha generado a Giotto y Leonardo sino que nos hace ceder el asiento en el autobús a una persona anciana o a una mujer embarazada, que nos lleva a no considerar enemigo al profesor de nuestro hijo sólo porque le ha puesto una nota negativa, etc.
Todo esto implica sin embargo un drama que no se puede evitar. Entre tú y yo hay un espacio dramático, a veces trágico, donde la libertad se pone en juego de nuevo. Entre tú y yo hay algo que no eres tú y no soy yo, una especie de Tercero, otra cosa en el sentido material del término, porque la libertad no se ejerce en la nada, y no es ni siquiera un ejercicio de posesión (siempre justificado) del otro.
Es el punto al que me interesa llegar. El fin alegre, si existe, no va jamás con prisas. Hay un espacio de silencio entre tú y yo, un espacio donde se conserva la soledad de cada criatura, a pesar de la retórica que se hace a veces sobre el tema de la comunicación: y se conserva como relación con algo que es más que el simple cuerpo que tengo delante de mí, y que podría también negar, decir: no existe. También las redes sociales a menudo no son más que mudos testigos de nuestra soledad. No son distintas, quiero decir, del resto de la realidad. Entonces la cuestión es: ¿cómo te conviertes “tú” realmente en un “tú” irreducible? Esto no va por sí solo, no es obvio.
Una de las experiencias más duras pero también más luminosas de mi vida ha sido la compañía que yo y otros hemos hecho a nuestro amigo más querido, durante la larga enfermedad que le llevó a la muerte en 2011. En el tiempo que pasó en el hospital, íbamos a visitarlo todos los días y estábamos con él gran parte de la jornada. Se hablaba pero no de todo, e incluso las cosas de las cuales hablábamos, o los textos que leíamos juntos, aparecían en su verdad: una ayuda, una sugerencia, pero no algo que pudiera responder realmente al grito silencioso de aquellos ojos. No porque aquellas cosas no fueran verdades, sino porque la verdad exige siempre un salto del yo (lo que va por sí solo es la banalidad del mal, es el diablo) y él se encontraba delante del salto más grande que hay – y el salto le tocaba a él y sólo a él, no a nosotros o a las palabras que leíamos. En aquellos momentos estaba claro que la respuesta a aquel grito silencioso no estaba en nuestras palabras, y ni siquiera en nuestras pobres personas, sino en un encuentro con alguien que no éramos nosotros. Nuestra tarea era decir sí a aquel encuentro, decir sí junto con él, que decía sí, y lo ha dicho hasta el último instante.
Entre tú y yo hay un silencio, un silencio denso y duro, duro de aceptar y duro de aprender, pero en este silencio está la raíz del bien: yo no soy la respuesta a tus preguntas, tú no eres la respuesta a las mías. Nada nos puede bastar, decía Foster Wallace. Por eso yo no puedo ejercer un poder sobre ti, ni tú sobre mí. Esta es la primera cosa que aprendemos mirando a los ojos de alguien que está a punto de morir.
5. Amad a vuestros enemigos
He aquí por qué hace poco hablaba de la realidad, del “tú” como algo que puede asumir el rostro de un enemigo.
Hay expresiones de Jesús que los curas comentan de mala gana, como poner la otra mejilla y amar a los enemigos. Casi nadie, incluso entre los bautizados, cree en estas frases. La primera se trata como una especie de boutade: en 60 años de vida sólo la he oído citar en frases como “yo no soy uno de los que ponen la otra mejilla” (como si alguna vez hubieran visto uno), o bien “¿pero tú que eres cristiano no tendrías que poner la otra mejilla?”. El destino de la otra frase es aún peor, porque no se puede tratar como una broma. ¿Amar a nuestros enemigos? Imagínate: Dios me cuide de los enemigos, que de los amigos me cuido yo; como diciendo: “Dios –si realmente quiere– que se ocupe de los extraordinarios, que en lo ordinario pienso yo solo, sin ninguna necesidad de Dios”. Quién es el enemigo: por retomar lo dicho, el enemigo es uno que sigue reglas distintas de las mías, tan distintas que puede incluso quererme muerto sin que yo sepa siquiera por qué, así como yo puedo quererlo muerto a él. El enemigo es la realidad que se obstina en ser distinta, a veces incompatible con las ideas más bonitas que nos vienen a la mente. Enemigo es, por supuesto, quien siembra muerte en nuestras ciudades, o en las suyas. Pero enemigo es también quien te rechaza un proyecto estupendo en el que habías trabajado semanas sólo porque no lo entiende. Enemigo es aquel que declara feo un libro mío sin siquiera haberlo abierto. Enemigo es quien nos bloquea el paso para favorecer a un amigo suyo que sabemos que es incapaz.
Enemigo es, por último, uno de los que nosotros, a nuestra vez, somos enemigos.
El enemigo, como la rutina, no se puede eliminar de la vida: prueben, no lo lograrán, o si lo logran se sentirán al final vacíos y tontos, o bien serán demasiado malos para darse cuenta de este vacío.
Por eso amar a los enemigos significa, en mi opinión:
a) “amad vuestra vida incluso a pesar de quien os la quiera quitar”,
b) “amad también la vida de vuestros enemigos, amad lo que en ellos es vida”,
c) “no dejen de amar lo más bello que han recibido, defendiéndolo también de esa parte de ustedes mismos que no lo comprende”: una petición para afrontar una posición de enemistad que es ante todo nuestra.
6. Una belleza inmerecida
El “tú”, lo hemos dicho, es un drama, decir “tú” es la experiencia dramática más elemental que existe. Para decir “tú” hace falta ganar algo, derribar un muro. También nuestro amigo más querido puede asumir el rostro del enemigo. La cuestión no se puede resolver, y la razón es simple: porque “tú” antes que nada somos nosotros mismos.
Somos a menudo los peores enemigos de nosotros mismos, por eso David Foster Wallace dice que haría falta “tratarnos a nosotros mismos como tratamos a un buen amigo, un amigo valioso. O nuestro niño que amamos más que la vida misma”.
Una vez, en 1979, yo y aquel que llegaría a ser mi mejor amigo (he tenido al menos cuatro grandes amigos) hicimos un viaje: dos semanas en París. Yo estudiaba en la Católica, él en la Estatal. Nos conocíamos hacía poco, pero nos caíamos simpáticos. Pero la noche del segundo día ¡bum!, se desata entre nosotros una disputa furibunda como sólo dos universitarios pueden hacer: hablando de filosofía. Él con su existencialismo de la Universidad Estatal, yo con mi neotomismo de la Universidad Católica; por poco no llegamos a las manos. Y el billete de regreso estaba reservado para dentro de doce días. Doce días de infierno, pensé para mí - algo que también debió haber pensado él. Durante dos días no hablamos. He aquí qué era el enemigo para mí en aquel momento: no Hitler, no los comunistas o los fascistas, sino mi amigo. El pensamiento que me ayudó entonces es el mismo de hoy: tenía que combatir mi enemistad, esperando que también él hiciera igual. Yo soy el enemigo, me dije.
¿Qué me ayudó? Sobre todo una cosa: el recuerdo de lo que había recibido, del privilegio que me había sido concedido, o mejor, regalado. Estaba en París con un amigo para pasar unas vacaciones inesperadas. Iba a misa a St. Germain-des-Prés, paseaba por el Sena entre los libreros, subía las escaleras hacia Montmartre. La belleza me rebasaba. Había conocido una promesa de felicidad que me había sido donada sin tener mérito alguno. Me di cuenta entonces por primera vez, porque a los veintitrés años no era fácil pensar que Otro había tenido piedad de mi nada, y que ésta y no otra era la fuente de la alegría. Era joven, simpático, brillante, tocaba la guitarra, no me consideraba ciertamente un don nadie, más bien me consideraba "atractivo". Pero aquel día algo cambió. ¿Quién me había donado todo esto? Jesucristo era su nombre. Jesucristo me había enseñado que venimos al mundo para ser felices. Esta era la vida. Una belleza inmerecida.
Entendámonos. Es justo que haya un tiempo sin preocupaciones, y es terriblemente injusto cuando no existe (me refiero a la muestra sobre los migrantes: ¡cuántos de ellos tienen trece, quince, dieciocho años!). Pero quien ha recibido un don debe, tarde o temprano, preguntarse quién se lo ha enviado, o si no nos quedamos siendo niños, mientras Italia, Europa y el mundo tienen una gran necesidad de personas adultas.
Luego vinieron los años del esfuerzo, luego los del dolor, uno de nosotros enfermó, se nos pidió separarnos de las personas más importantes de nuestra vida, y fue como perder una mano o un brazo. Fue como ver mi sangre correr para terminar en la cuneta. Me pregunté muchas veces si mi destino no se reduciría a nada. Hubo más de un adiós, no sólo de los piadosos sino también de los malvados, violentos. Pero la conciencia del don, que nos había sorprendido en los años de felicidad y de ligereza, ya no se fue: más bien adquirió una conciencia que antes no tenía. Siempre ha habido alguien que nos ha ayudado a no olvidar, porque un gran don es también como un marco de fuego: ya no te lo quitas ni del alma ni del cuerpo. Lo puedes negar, por supuesto, pero a costa de la más descarada de las mentiras, y de un dolor como el que nos cuentan las lágrimas amargas de Pedro después del canto del gallo.
En otras palabras: tú eres un bien para mí porque eres gratis, porque eres un don.
7. Lo más bello que hemos recibido
Los cambios que están ocurriendo ante nuestros ojos, bajo forma de masacres a menudo incomprensibles y por el empuje de una migración humana de proporciones nunca vistas antes en toda la historia, tienen necesidad de nosotros, de nuestra decisión, tienen necesidad de una posición culturalmente interesante y absolutamente personal.
Es aterrador que, frente a hechos como estos, nuestra respuesta a la pregunta de qué es un hombre -una pregunta que en la historia se han planteado todos, y que ahora ya casi nadie se plantea- resulte incierta y temerosa, y que muchas soluciones consideradas a la vanguardia no sean más que una reedición soft de principios enunciados ya en tiempos de Hitler y de Goebbels, es decir, la distinción entre el hombre considerado como “fin” y el hombre considerado como “medio”: una cosa horrible que el mercado global ha transformado de horror en obviedad, como testimonian muchas prácticas hoy ampliamente aprobadas como la fecundación heteróloga o la llamada maternidad subrogada, también llamada vientre de alquiler (esto no quita que un hijo nacido de esta manera no pueda convertirse en un santo, y que no puedan llegar a serlo dos padres gays que han adoptado esta solución. Aquí se está hablando del pecado, no del pecador - si no, ¿quién se salvaría?).
Un escritor sabe que los principios y las leyes que valen para las pequeñas cosas valdrán también para las grandes, y viceversa. El escritor no cuida los detalles después de haber hecho el diseño general: parte de los detalles para hacer ese diseño, quizá porque es en la imprevisibilidad de los detalles, más que en los grandes proyectos, donde el diseño empieza a revelarse.
No hace muchos días un querido amigo, periodista bien organizado, con un óptimo puesto de trabajo que le gusta y le da satisfacción, me anuncia que cambiará completamente de vida. Algunos hechos ocurridos, debidos a algunos de sus artículos, le han llevado a partir hacia un país lejano y muy distinto de Italia, en una situación y para realizar un trabajo que no sabe si le gustará. Yo estaba a punto de llamarle loco cuando de pronto me invadió el estupor: aquella manera suya de decir “sí” a circunstancias imprevisibles era un “sí” a la ley que regula el universo, a la naturaleza profunda de las cosas creadas, que no es nuestro proyecto, nuestro sistema, nuestro sentirnos más o menos satisfechos. Y entendí que aquel modo de hacer era el más humano, el más ordenado también para mí, que yo tenía que aprender que aun para mí siempre es verdad, en cada instante, la razón por la que mi amigo (y no saben cuánto, desde un cierto punto de vista, lo lamenté) se irá de Milán. Nada es obvio, todo es dado, ésta es la ley, este es el orden, no un sentimiento: y a mí me corresponde sacar consecuencias. Así he entendido mejor cuál es la cosa más bella que un hombre pueda recibir en don: la comunión; no “ser amigos”, no “estar siempre de acuerdo” sino ser testimonio unos para los otros, en la fragilidad extrema de nuestra vida, la presencia de una trama más grande, más profunda, más gratuita de las cosas, en la cual solo se nos exige decir sí. Como decía mi amigo: en aquel lejano país ha empezado a existir algo que ni yo ni ningún otro podía imaginar, ninguno de nosotros la ha producido, ni podía producirla.
Lo bello de esta posición es que vale en cualquier caso, no sólo si debo partir hacia Burundi o para Venezuela, sino también (como en mi caso) si tengo que escribir una novela, para decidir qué historia contar y cómo contarla. Cuanto más aprendo una posición como ésta, menos sufro el escándalo de todo lo que es diferente, incluido el horror que nos ha acompañado -se puede decir diariamente- en estos meses. Si un amigo te testimonia qué significa adherirse a un don, a la realidad como don, tú aprendes a leer el don hasta en presencia del enemigo: amad a vuestros enemigos.
8. Para terminar
La respuesta cultural frente a cambios como el que, nos guste o no, está ocurriendo - y fuentes ciertas dicen que nos encontramos aún al inicio - y que cambiará definitivamente nuestro modo de vivir, y el aspecto de nuestras ciudades, y las biografías de nuestros hijos, debe apoyarse (no podría ser de otra manera) en el modo en que yo miro a mi mujer, la casa, al compañero de trabajo. Hay que recuperar la idea de hombre sobre la que se ha fundado nuestra historia, cuando en la polis un hombre empezó a importar no por ser hijo o sobrino de Fulano o de Zutano o porque pensara de cierta manera sino simplemente porque era un hombre: todas las limitaciones de las diversas mentalidades en las que se han producido estos hechos no han podido eliminar su alcance. La vida, nuestra vida, mi vida. Hemos empleado siglos, milenios, para construir una forma de vida buena, y buena para todos. Levantarse por la mañana, abrir la ventana, preparar el café, ir al trabajo, encontrar otras caras como la nuestra, ojos dentro los cuales hay esperanzas, preocupaciones, cansancio, afectos, dolores, expectativas, y luego decidir qué prepararemos para la cena, hacer una caminata por un parque, ir a ver a un amigo que se está muriendo, hacer frente a un hijo que ya no quiere ir a clase, sentir el sonido de nuestros pasos en la arena, respirar el aire frío y limpio de enero, partir hacia una tierra lejana y desconocida, decidir la disposición de las plantas en la sala, colgar un cuadro, visitar una exposición, ver el partido con un amigo, aceptar de manera humana la noticia de que pronto moriremos.
Podrán quitarnos todas estas cosas, pero para que esto suceda tendremos que tenerlas aún con nosotros, no haberlas desechado. A menudo pienso en el hecho de que somos nosotros los primeros en echar al garete esta vida buena, en nombre de algo que nos parece instintivamente más satisfactorio, cuando solo estamos rechazando la fatiga y la responsabilidad que implica una vida buena. Ciertamente, como dice Eliot, la sangre correrá nuevamente sobre las escaleras del Templo, pero para que esto suceda se necesita primero construir el Templo.
El rostro de nuestro mundo está destinado a cambiar profundamente. Pero al que venga a ocupar nuestro lugar tendremos que poder decirle: quien nos ha precedido trabajó durante siglos y siglos para hacerme comprender que el valor de tu vida non está en mis manos, porque ni siquiera el mío está en mis manos. Aunque me mates ahora, no lo olvides. Todo es gratis, cada uno de nosotros es un don: por eso tú eres un bien para mí. Espero que tú también un día lo puedas repetir, o si no tú, al menos tus hijos, o los hijos de tus hijos.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón