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No hay que tener miedo

Sadunaite Nijole
13/12/2016 - En el Centro Cultural de Milán, el testimonio de una protagonista de la resistencia católica durante los años más duros del régimen lituano.

¿Cómo reconozco la misericordia de Dios en mi vida? El Señor ha estado misericordioso no solo conmigo, sino con todos. El Señor me dio unos padres muy buenos, que siempre me enseñaron a amarle a Él y al prójimo. Su ejemplo fue para mí la mejor lección sobre cómo amar al prójimo que es pobre, que tiene hambre. Se nos dice que con las palabras se puede enseñar, pero solo el ejemplo puede atraer. Ellos, compartiendo su vida conmigo, me dejaron precisamente este ejemplo. El mayor don del Señor ha sido la fe de mis padres que, como tantos intelectuales de la época, eran creyentes y por eso fueron incluidos en las listas de deportación.

Pero fueron precisamente los pobres y hambrientos a los que cuidaban quienes les avisaron de que aquella noche a las tres nos arrestarían para deportarnos, y que por tanto debíamos huir. Entonces mi padre dejó su trabajo y nos trasladamos a otra zona de Lituania, a casi doscientos kilómetros de distancia. Lituania es pequeña, y nos fuimos a vivir a un lugar totalmente distinto. Mi padre buscó empleo como agrónomo y todos los domingos iba a misa, cuando a los demás nos daba miedo hacerlo.

Durante diez años los lituanos combatieron abiertamente contra el régimen. Los años 1945 a 1947 fueron realmente los años del terror para el país, murieron unos 23.000 jóvenes partisanos. Sus cadáveres eran expuestos en las plazas de los pueblos, los agentes soviéticos querían ver cómo reaccionaba la gente al pasar por allí. Porque si alguien mostraba compasión por aquellos cuerpos, era convocado inmediatamente a un careo y podía llegar a ser deportado. Los peores enemigos eran aquellos que amaban a Dios y a su pueblo, de modo que durante diez años las familias y amigos de estos jóvenes partisanos también fueron deportados.

Transcurridos esos diez años de gran terror, comenzó un periodo digamos de silencio. Tanto los nazis como los soviéticos veían en la religión a su peor enemigo, concretamente en la fe católica. Por actos de “propaganda religiosa”, como por ejemplo darle a alguien una Biblia, había condenas de dos años de cárcel. Se cerraron todos los seminarios y monasterios. Solo un seminario quedó abierto, en Kaunas, para mostrar al mundo que existía libertad de credo, de pensamiento, y que si cerraban las iglesias era solo porque la gente no iba. Y si nadie iba a la iglesia, ya no hacía falta.

En aquel periodo uno de cada tres sacerdotes era detenido. Todos los obispos, excepto uno, fueron arrestados. Para entrar en el seminario había que pasar un proceso de selección que realizaba la KGB, escogiendo a los jóvenes más débiles para convencerlos de que debían colaborar con ellos. (…) Entraban cinco seminaristas al año, mientras los sacerdotes que volvían a Lituania después de su deportación morían porqué venían con graves problemas de salud. Morían unos veinte o treinta al año, y pronto empezaron a faltar sacerdotes. Entonces, el Señor nos hizo pensar en fundar un seminario clandestino, donde venían a estudiar los mejores, los más valientes, que luego eran ordenados sacerdotes clandestinamente por los obispos e iban a los pueblos más pequeños, donde había en cambio párrocos valerosos que les permitían trabajar.

Por aquella época había dos obispos, pero ellos también fueron arrestados, así que ya no podían ejercer su ministerio. Sin embargo, había también muchos nuevos sacerdotes clandestinos, por lo que uno de los agentes del KGB se acercó a uno de estos obispos diciéndole que los nuevos sacerdotes no habían ido al seminario, por lo que tenían que dejar de trabajar, a lo que este obispo respondió: «No sé muy bien cómo comportarme respecto a este seminario clandestino porque, mira por dónde, Juan Pablo II también fue a un seminario clandestino en Polonia y eso no le ha impedido desarrollar su humilde servicio como Papa». Entonces los agentes del KGB le dejaron en paz, pero después de aquella conversación empezó a aumentar el número de jóvenes que entraron en el seminario.

Cada cosa que hicimos tuvo su fruto, así que no hay que tener miedo a luchar contra la injusticia. En 1972 se nos ocurrió la idea de empezar a publicar la Crónica de la Iglesia católica en Lituania, para documentar las mentiras del ateísmo, que decían que todos éramos iguales, que todos teníamos los mismos derechos, mientras de hecho éramos perseguidos, incluso alguno perdía su trabajo por ir a la iglesia o ser bautizado. Había mucha represión e intimidación para alejarnos de la fe. Y como éramos perseguidos, sabíamos que después de publicar dos o tres números de la revista, nos detendrían y todo se acabaría. Sin embargo, decidimos hacerlo igualmente. Crónica contaba los hechos tal cual. Por ejemplo, contamos que en una escuela había pasado tal cosa, indicando el nombre y apellidos de las personas implicadas, así como las fechas; o que en una parroquia había pasado otra cosa; no escribíamos comentarios, solo los hechos que hablaban ya por sí mismos.

Aquí la misericordia de Dios entró en acción de verdad, porque esta revista llegó a publicarse cada dos meses durante 18 años, y llegó incluso más allá de las fronteras de la Unión Soviética, a Europa, América, también se transmitió por radio, por ejemplo en Radio Vaticana. En resumen, nuestro trabajo dio frutos. Lo más importante era que la verdad sobre lo que estaba pasando en Lituania se supiera también en el exterior. Mientras normalmente solo podían salir fuera las personas que daban informaciones falsa sobre la libertad religiosa, afirmando cosas como: «Claro que podemos ir a la iglesia, pero es que ya no lo necesitamos».

Ciertamente, cada lucha requiere sus propias víctimas, y así nos pasó también a nosotros. El KGB constituyó una red de informadores para detener a todos los redactores de Crónica. Su principal método era intentar asustar a la gente para alejarla. El arresto era la primera forma, luego estaba también la deportación. Además, se simularon accidentes de tráfico para eliminar a ciertas personas, hubo bandas de matones que mataron a otros. Algo que nos daba muchísimo miedo era que nos encerraran en hospitales psiquiátricos, donde intentaban «curarnos» de nuestra fe.

Hay un episodio que me parece un gran ejemplo de cómo el Señor acude en ayuda de los más débiles. Tenían previsto arrestar al jefe de redacción del Crónica, que por aquel entonces era el padre Tamkevicius, actualmente obispo lituano. Entonces era párroco en un pueblo pequeño y los agentes detuvieron a unas chicas de 14-16 años que frecuentaban la iglesia, y las llevaron una por una a comisaría para obligarlas a firmar un documento que decía que el párroco les daba informaciones antisoviéticas. Pero las chicas no lo firmaron, así que los agentes intentaron asustarlas. «Podemos meteros durante quince años en una prisión llena de ratas hambrientas y cuando las ratas lleguen a saborear vuestros huesos aprenderéis a firmar». Pero las chicas no firmaron, y eso que estaban allí solas, sin sus padres, sin sus profesores. Los adultos teníamos miedo a la prisión, a las torturas, pero ellas se negaron decididas a firmar aquellos papeles.

(…) Hoy que Lituania es libre desde hace 26 años y que es una república democrática, hay un diálogo con exagentes del KGB. Les hemos pedido que admitan que se usaron métodos ilegales, pero ellos niegan haber empleados drogas, sustancias radioactivas, torturas. Niegan todo esto y afirman haber actuado según la ley de entonces. Hasta los nazis actuaban en función de leyes en vigor, pero luego fueron condenados, hubo procesos para ello. Yo no quiero que estas personas vayan ahora a la cárcel, solo quiero que admitan la verdad sobre lo que nos hicieron.
Pido una cosa: que todos los que estamos aquí esta noche recemos un Ave María por las personas que no reconocen el mal que han hecho, porque sin la penitencia la puerta del paraíso permanecerá cerrada para ellos.

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