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No tolerar, sino conocer

Giovanni Paccosi
11/10/2016
El cardenal Nicolás de Cusa.
El cardenal Nicolás de Cusa.

Estamos en el año 1453. Los ejércitos otomanos atacan Constantinopla con una violencia inaudita contra las personas y tesoros culturales del pasado, y amenazan con conquistar la península italiana hasta conquistar Roma.

Toda Europa se ve sacudida y en todas partes se llama a las cruzadas contra los turcos de Mehmet II. El futuro papa Enea, Silvio Piccolomini, escribe al filósofo y cardenal alemán Nicolás de Cusa, y le pide que exhorte a Europa a las cruzadas contra el imperio otomano con estas palabras, donde muestra su fineza de humanista: «Ahora Homero, Píndaro, Menandro, y todos los poetas más célebres, van pues a padecer una segunda muerte. Ahora los filósofos griegos van a perecer enteramente».

El Cusano era una de las grandes personalidades europeas, profundamente consciente de todas las vicisitudes culturales, religiosas y políticas del continente. Su extraordinaria visión filosófica advertía la urgencia de mostrar la verdad de la experiencia cristiana como respuesta a las nuevas instancias, que ponían en el centro al sujeto humano, en un mundo cuyas fronteras coincidían cada vez menos con la «cristiandad» de los siglos previos. Su respuesta adquiere así otra perspectiva, y en vez de llamar a las cruzadas escribe De pace fidei (La paz de la fe).

En esta obra se imagina un gran concilio celeste donde todas las expresiones religiosas conocidas del Cusano dialogan con Cristo, acompañado y representado por Pedro y Pablo. En este diálogo se hace evidente que, aunque la Iglesia sea la presencia de Cristo en la historia, ni siquiera ella puede sentirse dueña de una Verdad divina que trasciende sus propios límites, y que esta también es buscada y conocida (de forma incompleta pero real) por otras experiencias religiosas. En todo el libro emerge la conciencia de que los hombres de la Iglesia ni siquiera podrían entender la preferencia de la que son objeto sin un diálogo atento y abierto con los hombres de las demás religiones.

El diálogo entre los que conocen la Verdad (cristianos) y todos los demás caminos no es un choque, sino una confrontación, con la conciencia de que la Verdad, revelada en Cristo definitivamente, no se puede poseer del todo, como una propiedad con la que uno puede hacer lo que quiera. El conocimiento de otras perspectivas, por tanto, no va ligada aquí a una tolerancia genérica, que la modernidad entiende como poner entre paréntesis la cuestión de la verdad.

Conocer al otro implica una apertura necesaria para ir más al fondo del abismo de Dios. «Si bien no se debe confundir la verdad con sus formulaciones, no se puede separar de la multiplicidad de sus expresiones, que no son meros accidentes sino encarnaciones de la verdad que revelan su naturaleza sobreabundante y desvelan su inagotable riqueza».

La razón que hace indispensable el diálogo y la confrontación pacífica es por tanto el hecho de que la identidad se enriquece en la confrontación con la alteridad. «Conocer es conocerse –añade el Cusano– y todo conocimiento, toda profundización de la vedad, es al mismo tiempo conocer y profundizar en la verdad de uno mismo».

Hay que destacar la conexión de estas reflexiones con la insistencia moderna y contemporánea sobre el sujeto. El sujeto, la mens, está en el centro del conocer, pero el Cusano salvaguarda la alteridad de la verdad que se manifiesta en todas las cosas y que se revela como una fuente inagotable de conocimiento de la verdad del propio sujeto que conoce. Para Nicolás de Cusa, las divisiones y guerras nunca nacen de la verdadera religión, que lleva dentro la conciencia de la trascendencia divina, sino de la reducción de la mens a medida, de la absolutización de un punto de vista particular.

La imagen que el Cusano utiliza a propósito de esta tentación casi inevitable es la de un retrato que, se ponga donde se ponga el observador, siempre da la impresión de estar mirando solo a ese observador. La multitud de observadores podría decir que solo mira a cada uno de ellos y sería cierto, pero también sería falso no aceptar la perspectiva de los demás. Se trata por tanto de un error de perspectiva: el hombre se siente el centro de todo, cuando en realidad el centro es Dios. Al creerse depositario de la revelación completa, percibe las demás perspectivas como objeciones a la verdad y no como posibilidades de enriquecer la propia perspectiva. «Todo espíritu intelectual ve en ti, oh Dios, algo que, si no fuera revelado a los demás, no te reconocerían. Los espíritus llenos de amor se revelan mutuamente sus secretos. Gracias a ello, el conocimiento del amado se acrecienta y se enciende el deseo de él y la dulzura de la alegría» (Nicolás de Cusa, La visión de Dios).

Por tanto, no se trata solo de un diálogo «político» orientado a la mera eliminación de conflictos. Como vemos, para el Cusano conocer el camino del otro permite a toda religión y cultura ser más ella misma. El cardenal alemán no niega la unicidad de la revelación en Cristo sino que muestra cómo Cristo no es «algo» que se pueda poseer, sino solo acoger. En Cristo se realiza la verdadera y única coincidentia oppositorum, porque en él signo y significado, máximo absoluto y máximo concreto, coinciden.

Podemos entender el alcance singular de esta perspectiva en la cultura de su tiempo, más aún propuesta por un hombre que no estaba en los márgenes de la Iglesia católica, pues llegó a ser vicario del Papa para la diócesis de Roma. El humanismo comenzaba así de una forma profundamente religiosa. Por tanto, el título, La paz de Dios, hay que entenderlo no como un deseo (“que haya paz entre los credos”) sino como un genitivo de posesión: “La paz que nace de la fe”. Del diálogo entre los credos nace la paz, porque se trata de un encuentro real, lleno de interés y amor por el otro justamente porque es otro, irreducible por tanto a un tolerancia entendida de manera ilustrada.

Finalmente Nicolás de Cusa, presentando su obra a su amigo Juan de Segovia, arzobispo de Cesarea, el 28 de diciembre de 1453, dice: «Si procedemos según la doctrina de Cristo, no nos engañaremos y su Espíritu hablará a través de nuestra boca, y ningún adversario de Cristo podrá resistirle, pero si decidimos atacar mediante una invasión armada, debemos temer, usando la espada, perecer a causa de la espada misma. Por tanto, solo la defensa carece de peligro para el cristiano». Ante la violencia inaudita de la conquista de Constantinopla, la defensa de la verdad, para el de Cusa, no podía más que valerse de la belleza desarmada de la verdad misma.

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