Hay muchos aspectos del itinerario terrenal del monje trapense estadounidense Thomas Merton que, a cien años de su nacimiento –en 2015 el Papa Francisco selló oficialmente el centenario con una referencia a Merton en el discurso que pronunció ante el Congreso de los Estados Unidos– y poco menos de cincuenta de su temprana muerte en 1968 debido a un trágico accidente en Bangkok, todavía merecen ser profundizados. La vida del monje-poeta puede definirse como poliédrica. Se convirtió al catolicismo tras un itinerario personal y familiar tan lleno de alternativas que no deja de apasionar y provocar discusiones tanto entre partidarios como detractores. Solo para confirmar la complejidad del personaje vale la pena señalar que el periódico conservador estadounidense First Things ofreció a sus lectores en 1997 un retrato de Merton –donde no faltan acentos críticos a una personalidad evidentemente imposible de encasillar en un esquema rígido– que identifica cinco perfiles: el Merton contemplativo, que se desprende por ejemplo del relato autobiográfico de su conversión y de su ingreso en un monasterio trapense (The Seven Storey Mountain, 1947); el Merton escritor y periodista de opinión, cuya producción, entre libros y artículos para periódicos, suma más de 3.500 páginas, configurándose como una verdadera “vocación paralela”; el Merton bohemién, amante de los excesos antes de su conversión pero que asimismo conservó después una actitud anticonformista tanto en el ámbito cultural como eclesial; el Merton activista social, comprometido con las batallas pacifistas de los años cincuenta y sesenta y con el movimiento por los derechos civiles; y por último, el Merton hombre, que en cierta forma abarca y resume todas las almas del personaje, convirtiéndolo –siempre según First Things– en «uno de los grandes maestros espirituales del siglo XX», cuya grandeza consiste en «haber afrontado en primera persona todos los principales desafíos culturales y sociales de su época permaneciendo esencialmente fiel a su inspiración católica».
Un episodio de su itinerario espiritual despertó en los últimos años creciente interés: el viaje a Cuba que Thomas Merton realizó en 1940 a los 25 años, año y medio después de su ingreso oficial en la Iglesia católica (fue bautizado en la parroquia neoyorkina de Corpus Christi). En 2010, por ejemplo, cuando se cumplieron setenta años de su estadía en Cuba, no faltaron viajes en forma de peregrinación como el organizado por la Thomas Merton Society of Canada, que durante quince días siguió los pasos del poeta converso a lo largo de 2.000 kilómetros de ida y vuelta entre La Habana, Matanzas, Camagüey y Santiago.
El mismo Merton afirma en sus Diarios (1939-1968) y en el ya mencionado The Seven Storey Mountain que en su momento aquel viaje fue para él una verdadera peregrinación. En base a esas fuentes, un reciente artículo de Jesús Lozada Guevara, que publicó la revista cubana Espacio Laical (cercana al cardenal Jaime Ortega y Alamino) y reprodujeron otros medios locales como Habana Radio, trató de reconstruir el recorrido de Merton. Llegó a «la isla brillante» –habiéndola preferido a México como destino– para descansar después de una operación de apendicitis, y sobre todo para poner su deseo de ser sacerdote católico en manos de la patrona de Cuba, Nuestra Señora de la Caridad del Cobre (o “Cachita”, como familiarmente la llaman los cubanos).
La realidad cubana, vista a través de los ojos del joven neófito «en plena luna de miel espiritual», aparece transfigurada. Salvo algunas referencias aisladas, la pobreza y las desigualdades sociales del país (que en 1940 todavía era de hecho una colonia estadounidense) no se reflejan significativamente en el relato de Merton. Por el contrario, en el trato humano de los cubanos, acostumbrados a compartir lo poco que tienen sin pretender nada a cambio, descubre un reflejo del «modelo de la vida eterna y una analogía del reino de los cielos». En su sencillez, el catolicismo cubano resulta para el joven converso el contexto ideal para tocar con sus manos «los frutos sensibles y naturales que desbordan de la vida sacramental», favorecido además por el uso del español, lengua que a Merton le parece especialmente apropiada para la oración y el diálogo personal con Dios.
El recorrido que describe en sus memorias pasa por todos los lugares de devoción cubanos en las diversas ciudades, como la pequeña iglesia de La Soledad en Camagüey, hasta llegar al Santuario Nacional del Cobre (que Pablo VI convirtió en basílica en 1977), donde Merton prorrumpe en una invocación a la Virgen, implorando su intercesión para que Cristo escuche su deseo de ser sacerdote y prometiéndole recordarla en su primera misa: «¡Ahí estás, Caridad del Cobre! Es a ti a quien he venido a ver; tú pedirás a Cristo que me haga su sacerdote y yo te daré mi corazón, Señora; si quieres alcanzarme este sacerdocio, yo te recordaré en mi primera misa de tal modo que la misa será para ti y ofrecida a través de tus manos, en gratitud a la Santa Trinidad, que se ha servido de tu amor para ganarme esta gran gracia».
Por una extraña ironía del destino, sin embargo, el encuentro con la Virgen del Cobre –cuya imagen venerada en el santuario del mismo nombre cerca de Santiago fue encontrada (según la tradición) por tres indígenas entre 1612 y 1613 en el mar de la Bahía de Nipe– termina siendo una desilusión para el joven Merton por culpa de una mujer que insistentemente intenta venderle objetos religiosos, impidiéndole concentrarse en la oración delante de la Virgen como hubiera deseado. Cuando volvió a La Habana, visiblemente desilusionado, Merton asistió un día a misa en la iglesia de San Francisco. Y precisamente aquí, en el último lugar que hubiera esperado, se produce el evento determinante de todo su viaje: un grupo de niños recita el Credo. Merton lo interpreta como una poderosa y gozosa afirmación de la fe católica y enciende una chispa que le permite al futuro monje comprender la profundidad del Misterio que, en la consagración, se está celebrando ante sus ojos. El conocimiento inmediato y cierto de «el cielo aquí, delante de mí» que en ese preciso instante –por gracia– se produce en Thomas Merton, es un punto sin retorno, que acompañó al monje-poeta durante toda su vida y le hizo descubrir, con una buena dosis de «divina ironía» (por usar la expresión de Jesús Lozada Guevara), que antes de que él buscara a Dios, Dios lo estaba buscando a él.
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