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Una historia de amistad, el signo fascinante de la misericordia

Padre Mauro-Giuseppe Lepori OCist

Cuando el año pasado visité en el Meeting de Rímini la exposición “Movidos por una mirada”, la Providencia quiso que pudiese hacerlo junto a los protagonistas de la historia de amistad y de belleza que relata la exposición, y también junto a algunos amigos míos. Por ello fue un momento de particular emoción. Fue como si en el transcurso de una hora volviera a acontecer esa misma sorpresa que me aferró hace cuarenta años, y que resulta sorprendente precisamente porque es capaz de sorprenderme siempre de nuevo, como el primer día.
Que esta sorpresa sea siempre posible es, de algún modo, la garantía de que existe algo en la vida que vence la vejez, que vence ese sentimiento de que la vida, con el paso del tiempo, vaya inexorablemente hacia la muerte. Y el hecho de que la sorpresa se renueve conforme pasa el tiempo, la hace más cierta, más segura y más pacífica. La primera vez que experimenté esta sorpresa, mi reacción instintiva fue el temor a perderla, que acabase para siempre, que me fuese arrebatada. En el fondo, dudaba de su gratuidad, de que fuese un don que no depende de mí, que no merezco, sino pura gracia, don de Otro, manifestación de Otro que me quiere bien, con misericordia.

La sorpresa del año pasado en el Meeting me marcó sobre todo en cuanto que evidenciaba dos factores y su conexión sustancial: la amistad y la belleza.

La belleza de la paloma
Intuyo que la amistad es la ligazón entre el amor y la belleza, esto es, que la amistad es la experiencia de un amor contemplado, mirado. La amistad es el espacio en que el amor se experimenta en su belleza, en su esplendor.

¿Por qué el Espíritu Santo se presenta bajo forma de paloma? Si prestamos atención, el Espíritu Santo se manifiesta así sólo cuando se revela como el Amor entre el Padre y el Hijo, en el momento del bautismo de Jesús. Por tanto, el Espíritu se manifiesta bajo forma de paloma cuando se revela por lo que es, por lo que Él es en esencia. Cuando se manifiesta como fuego o viento, es más para manifestar lo que Él hace, por el efecto que provoca en nosotros, en la Iglesia, en el mundo. Pero como paloma aparece en la gratuidad de lo que es: puro Amor y comunión entre el Padre y el Hijo.
¿Por qué la paloma? Pues bien, la paloma en la Biblia es el símbolo de la belleza de la persona amada, de la belleza de una relación de amor. Basta pensar en el Cantar de los Cantares donde el esposo canta la belleza de su amada llamándola paloma: “¡Levántate, amada mía, hermosa mía, y vente! Paloma mía, en las oquedades de la roca, en el escondrijo escarpado, déjame ver tu figura, déjame escuchar tu voz: es muy dulce tu voz y fascinante tu figura.” (CC 2,13-14). “¡Ábreme, hermana mía, amada mía, mi paloma sin tacha!” (CC 5,2).

La paloma es, por tanto, el símbolo de una belleza amada, de la belleza de la persona predilecta, que es un misterio nunca totalmente desvelado, que se desea cada vez más sin nunca poderlo agotar. Belleza de la paloma que está escondida en las grietas de las rocas, que se desvela sólo si se revela, si se da gratuitamente al deseo del amante.

Pero en el Cantar de los Cantares, la belleza de la paloma se manifiesta sobre todo en los ojos, en la mirada. Por tres veces, el Cantar vuelve sobre este tema. Dos veces, el amado define así los ojos de la amada: “¡Qué bella eres, amada mía, qué bella eres! ¡Palomas son tus ojos!” (CC 1,15). “¡Qué bella eres, amada mía, qué bella eres! ¡Palomas son tus ojos tras el velo!” (CC 4,1).
Y en una ocasión la amada define en los mismos términos los ojos del amado: “Sus ojos, cual palomas a la vera de las aguas” (CC 5,12).

Los ojos, en el fondo, son la belleza de la belleza de una persona. La mirada es la verdadera belleza del ser humano. Una belleza que no es para sí misma, que no se repliega en sí misma, introvertida, auto-referencial. No son halcones los ojos del amigo sino palomas que transmiten suavidad, dulzura, gratuidad.

Pues bien, Dios ha elegido este símbolo, y lo ha expresado así, en un cantar amoroso, para manifestar la naturaleza del misterio del Espíritu Santo como amor de predilección entre el Padre y el Hijo. Es como si la Trinidad nos revelase que el Espíritu Santo es la belleza de la mirada entre el Padre y el Hijo.
En efecto, la paloma del Espíritu aparece cuando el Padre expresa públicamente su contemplación amorosa del Hijo encarnado: “Y sucedió que, cuando todo el pueblo era bautizado, también Jesús fue bautizado; y, mientras oraba, se abrieron los cielos,
bajó el Espíritu Santo sobre él con apariencia corporal semejante a una paloma y vino una voz del cielo: «Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco»” (Lc 3,21-22).

La mirada complacida con la que el Padre mira al Hijo, también en la forma humana que ha asumido, es la belleza del Espíritu en acto, podríamos decir que es la paloma en vuelo, la belleza contemplada en otro, vista en sus ojos, en la mirada del otro, contemplada en la contemplación del otro, porque Jesús, en ese momento “mientras oraba”, tenía la mirada de su corazón vuelta al Padre.

Por tanto, la paloma revela que la belleza en Dios, la belleza que viene de Dios, acontece siempre en una relación de amor, de amistad, y acontece como mirada complacida hacia el otro.
También creando a Adán y a Eva, Dios ha posado esta mirada sobre el cumplimiento de su creación: “Vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno” (Gén 1,31). Sabemos que en hebreo, “bueno” y “bello” son la misma palabra. Dios ve que la criatura humana es algo muy bueno y muy bello. La belleza nace de la mirada de Dios, es la mirada de Dios. Belleza de quien mira con amor a la persona amada, y de ella admira la mirada. No la mira como un objeto, sino como una mirada, como persona capaz de relación y contemplación, capaz de alegrarse y tener satisfacción en otro.

En el salmo 67, por otra parte uno de los más caóticos del Salterio, hay un versículo bellísimo que alude a unas palomas en vuelo vistas a contraluz: “Las palomas batieron sus alas de plata, el oro destellaba en sus plumas” (Sal 67,14). Imaginémonos, ¡una paloma en vuelo con alas de plata y destellos de oro! ¡Qué belleza! Y esta belleza son los “ojos como palomas” del amado y de la amada en el Cantar. Toda esta belleza se revela en la paloma del Espíritu que hace visible la mirada de complacencia entre el Padre y el Hijo.

La creatividad de la Paloma
Ahora, esta paloma es el mismo Espíritu de Dios que aleteaba sobre las aguas en el origen del mundo. Son los primerísimos versículos de la Sagrada Escritura, del Génesis: “Al principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra estaba informe y vacía; la tiniebla cubría la superficie del abismo, mientras el espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas” (Gén 1, 1-2).
Es como si al origen de la creación, la paloma del Espíritu, esto es, la belleza de la mirada de Dios, hubiese paseado por el espacio aún vacío, hubiese acariciado la materia informe, el abismo oscuro del mundo aún no creado, la nada abismal que es el mundo sin Dios, para poderlo modelar, para poder expresar con la materia la belleza del mundo como reflejo de la belleza de Dios. Dios, creando todas las cosas, ha impreso en la materia informe el sigilo de su propia mirada. No es solamente tras haberlas creado que Dios ve que las criaturas son buenas. Las criaturas son buenas y bellas ya en el pensamiento de Dios, ya en el instante eterno en que el Padre y el Hijo, mirándose con complacencia a través del Espíritu, han concebido el proyecto de reflejar su belleza en otros seres, sobre todo en otras personas. Si las criaturas no hubiesen sido miradas como cosas buenas en el pensamiento eterno de Dios, no las habría creado. Como muy bien expresa el libro de la Sabiduría: “Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que hiciste; pues, odiaras algo, no lo habrías creado” (Sab. 11,24).
Dios pensó en las criaturas con el mismo amor, la misma bondad y ternura, con la misma admiración con la que el Padre mira al Hijo y el Hijo al Padre. Y esta “mirada” es la paloma que aletea sobre las aguas, son los ojos del Esposo, cual paloma a la vera de las aguas (cfr. CC 5,12).

Todo gran artista, escultor, arquitecto, es grande si acoge el don, el carisma de mirar la materia informe, informe como las aguas del tenebroso abismo primigenio, con los ojos de la paloma, como Cristo ha venido a mirar el mundo, a mirar las aguas del Jordán, y también a todo hombre y mujer que ha encontrado en su ministerio público, esa materia informe que es el hombre pecador, el hombre perdido, el hombre que no sabe por dónde ir, los publicanos y las prostitutas, o los sepulcros blanqueados de los fariseos. La mirada de la paloma es la misericordia, una misericordia que parte de la mirada de Dios, de la mirada del Creador, la mirada de Dios sobre la más perfecta imagen de la paloma del Espíritu Santo que es la Virgen María: “Ha mirado la humildad de su sierva” (Lc. 1,48).

Sí, como cuando el escultor acaricia en silencio con su mirada el bloque todavía informe de mármol, antes de comenzar a darle forma. O como el arquitecto acaricia con su mirada el terreno donde se alzará la catedral, y los materiales que se emplearán. Es allí donde la persona acoge el carisma de la Paloma creadora, y por tanto creativa, que aletea sobre las aguas.

El nacimiento de un carisma
Por eso, para aproximarnos a los contenidos de la exposición y de nuestro encuentro – aunque creo que no podemos acercarnos a nada sin contemplar en primer lugar la profundidad de lo que experimentamos – el descubrimiento más conmovedor que los amigos de Barcelona me han brindado es saber que a la edad de 17 años, junto con otros jóvenes amigos, Antoni Gaudí visitó las ruinas del monasterio cisterciense de Poblet, hoy totalmente restaurado y reconstruido, y floreciente. En aquella visita con sus amigos sintió todo el desconsuelo ante semejantes ruinas, pero sobre todo un deseo ardiente e impetuoso de devolver la vida a esas piedras, tanto que enseguida comenzaron a restaurar algunas piezas. Luego hicieron proyectos y planes de restauración que no llevaron a cabo ellos. Sin embargo, esa fue la chispa que encendió en Gaudí el carisma de la arquitectura que expresó en su vida tanto en el esplendor que conocemos como en la santidad de su persona. Mirad, en esto yo veo la mirada del joven Gaudí aletear como el Espíritu Santo o, mejor, junto al Espíritu Santo, sobre la materia informe, sobre las ruinas de Poblet, y a partir de ese momento su mirada se tornó la de la paloma: de este modo toda la belleza que ha proyectado sobre la materia es la de la Paloma divina que manifiesta al mundo el amor de la Trinidad.

Creo que los grandes carismas creativos – creativos en el arte, pero también y sobre todo en la caridad, en la misericordia – se encienden cuando un hombre llega a compartir la soledad de la paloma que vuela sobre las aguas del diluvio – sobre las ruinas – con la esperanza de poder encarnar su belleza en el magma del mundo, en la humanidad. Algo así como cuando el profeta Ezequiel, en el valle de los huesos secos, se pregunta desconsolado cómo podrán recobrar vida. Y Dios le dice que debe profetizar sobre los huesos e invocar al Espíritu Santo para que Él mismo los haga revivir (cfr. Ez 37 1-10).

El profeta es aquel que consiente, como la Virgen María, que acepta unirse a la paloma del Espíritu de Cristo, para que el Espíritu mismo pueda devolver la vida y la belleza al mundo, como en el origen de la creación. Y el origen vuelve a acontecer, por esto nos asombra. Del mismo modo tuvo que sorprenderse Adán cuando Dios le abrió los ojos y toda la belleza del universo estaba ya preparada para él, para su admiración. Porque Dios se alegra de nuestro asombro, como nos alegramos nosotros frente al asombro del niño. ¡No hay nada más bello que el asombro de un niño! Os confieso que la Sagrada Familia de Gaudí es uno de los lugares del mundo que más provoca en mí el asombro inocente que permanece en el fondo de nuestro corazón, que quizás sea el verdadero núcleo inalienable de la imagen de Dios en nosotros.

Pero saber que el carisma de Gaudí floreció en Poblet, me explica asimismo la familiaridad de su arquitectura con la belleza cisterciense en la que me muevo y vivo desde hace 32 años, sobre todo en los 26 que pasé en la Abadía de Hauterive, en su iglesia y claustro, románicos y góticos. No es posible sorprenderse todos los días, todas las horas, y durante décadas, de un claustro, de su luz, de sus formas sin verse obligado a reconocer que esto puede ser sólo porque quien ha ideado y realizado esos espacios estaba habitado por un don de Dios y lo ha expresado. No es posible admirar la abadía de Morimondo, o la Sagrada Familia, sin reconocer la intervención del Espíritu Santo a través de uno o más profetas.

También Sandro Rondena – y la exposición lo expresa muy bien –, con los amigos que han trabajado con él, vivió esa misma experiencia, la misma de Gaudí en Poblet. También Sandro miró un día a la abadía de Morimondo abandonada y vio la paloma que se cernía sobre los escombros y quería reflejar de nuevo su belleza en este lugar.

Cuando se restaura, en particular edificios como esta abadía, creo que es necesario tratar de sintonizar la propia mirada con la que originalmente ha creado un lugar, un templo, una morada, una obra de arte que el tiempo y la historia han deteriorado. Es necesario hallar la paloma escondida en las oquedades de la roca, para que vuelva a mostrar su figura, su belleza original, que es siempre reflejo y esplendor de la belleza de la Paloma divina del Espíritu de Dios, del amor, de la mirada entre el Padre y el Hijo.

El milagro de una amistad cotidiana
Pero no puedo concluir sin subrayar un aspecto, en absoluto secundario, de la historia que la exposición nos hace recorrer, el de la amistad como historia. Gaudí hubiera querido restaurar Poblet con sus dos amigos. No pudo hacerlo porque sus dos amigos tomaron otros caminos, y así Gaudí se encontró sólo con su sueño. Pero luego encontró otras amistades que le permitieron llevar a cabo en otro lugar y multiplicada por cien la intuición recibida y acogida. Para Sandro Rondena la amistad ha sido fundamental para dar sentido a su vida, a su trabajo, a su enfermedad y a su muerte, como muchísimos testimonian.

Lo que querría subrayar es que la amistad no es algo opcional para permitir al Espíritu Santo encarnar la belleza de Dios en el mundo de los hombres. ¿Qué hizo Jesús tras recibir el bautismo cuando apareció el Espíritu en forma de paloma? Empezó a crear una compañía de amigos, inició una historia de amistad. Con Juan y Andrés, Pedro y Santiago, Felipe, Natanael… Y después Marta, María, Lázaro… Ciertamente, comenzó también a predicar, a hacer milagros, a recorrer los caminos, a visitar ciudades y aldeas. Pero si no captásemos que, en medio de todo esto, Jesús cultivó de manera especial la amistad con sus discípulos, no veríamos la unidad y la consistencia de tanto predicar, obrar y peregrinar.

Hace unos meses, mientras me encontraba un tanto aislado, en un país lejano y en una cultura extraña, en la Misa me tocó un pasaje del primer capítulo del evangelio de Marcos, cuando Jesús cura a la suegra de Pedro. Por primera vez, me llamó la atención un detalle al que nunca había dado importancia porque lo leía como una frase de paso. Sin embargo, en el Evangelio nada es secundario. Marcos escribe: “Y enseguida, al salir ellos de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre…” (Mc 1,29-30).
Lo que me ha llamado la atención es: “en compañía de Santiago y Juan”. En este ir a cenar a la casa de sus amigos Simón y Andrés, llevando con él a sus amigos Santiago y Juan, aflora la primera difusión de la verdadera y profunda belleza de la paloma del Espíritu: la comunión de Dios que se comunica a los hombres. La belleza fundamental es compartir la amistad de Cristo. Una amistad que se construye y difunde a través de una simple cena juntos después de una jornada de fatigoso ministerio, charlando de unas cosas y otras, y comentando juntos los acontecimientos del día, compartiendo las experiencias vividas. Una amistad que abraza todo lo que viven los amigos, sobre todo sus preocupaciones, sus enfados, sobre todo los enfermos de la casa, la suegra con fiebre, porque si no compartimos aquello que nos hace sufrir o angustia el corazón, no compartimos el corazón.

La amistad es el arte en el que cada uno de nosotros es llamado a ser un gran intérprete; es el carisma profético de comunión que la Paloma de Dios quiere compartir con todos. No es necesario saber crear magníficos templos o saber restaurar antiguos monumentos para expresar este carisma esencial. Pero ¡cómo no estar agradecidos a quienes construyen templos o restauran antiguas abadías para testimoniarnos que también esto lo han hecho y lo hacen con el fin de compartir y expresar la amistad de Cristo!

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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