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La Iglesia y la esclavitud de los negros

Tomás Alfaro Drake
23/02/2016 - Artículo publicado en la revista Análisis y Actualidad (febrero 2016)

La esclavitud es algo espantoso que ha existido siempre en todas las culturas y civilizaciones desde que en el hombre entró el desorden moral por el pecado original, para los que tenemos fe, o desde que apareció la especie humana para quienes no la tienen. Solo en el siglo XVI empezó a cuestionarse en Occidente, hasta llegar a su prohibición total en la cultura occidental en 1896. Estas líneas pretenden ser una pequeña reflexión de este proceso y del papel que los teólogos católicos tuvieron en él. Mi preocupación por el tema arranca de la lectura del libro “Por qué fracasan los países” de James A. Robinson y Daron Acemoglu del que escribí una reseña que decía:

“A finales del siglo XVIII, precisamente en Inglaterra –y muy pronto también en Estados Unidos–, se inició un fuerte movimiento antiesclavista, del que fueron pioneros principalmente los cuáqueros y personajes señeros como el anglicano Thomas Clarkson (1760-1846), el evangélico William Wilberforce (1759-1833) y el cuáquero William Allen (1770-1843). Cierto que en España y en la América Española se alzaron, un siglo antes, voces que clamaban con gran indignación contra esta esclavitud. Estas voces provenían de los teólogos Dominicos, Franciscanos y otros miembros de la Escuela de Salamanca”.

En nota a pie de página citaba algunos de los teólogos de esta escuela y hacía referencia a un libro publicado por EUNSA con el título La Iglesia y la esclavitud de los negros, escrito por José Andrés-Gallego y Jesús María García Añoveros. Ambos son, entre otras cosas, investigadores del CSIC. Cuando escribí lo anterior tan sólo había leído una breve reseña del este libro hecha por uno de ellos (José Andrés-Gallego). Posteriormente leí el libro y esa lectura dio pie a estas líneas en las que resumo lo que creo que es lo más importante del mismo, sin poder ni querer evitar que se entremezclen con él ideas de mi cosecha. Eso sí, como siempre hago, procuro poner en cursiva aquellas cosas que sean mías, para que el lector sepa qué peso dar a cada cosa.

La esclavitud en la antigua Grecia
Aristóteles, en varios capítulos del libro I de su obra Política, justifica la esclavitud basándose en la idea de que había personas que eran esclavos por naturaleza, mientras que otros eran amos, también por naturaleza. El que quiera ver algunas frases entresacadas de esos capítulos, las puede ver al final de estas páginas. Para Aristóteles, los bárbaros tenían la naturaleza de esclavos mientras que los griegos tenían, por naturaleza la de señores. Por eso entiende que en una guerra entre griegos, no se puede esclavizar a los prisioneros y que, en cambio, sí es lícito esclavizar a los prisioneros bárbaros. Pero no viceversa. Si un griego es hecho prisionero en una guerra contra bárbaros, jamás podrá será esclavo, aunque le traten como tal, precisamente por su condición de griego. El que quiera ir a las fuentes y ver la obra completa, encontrará un link debajo de los textos seleccionados. Sin embargo, en su propia obra, deja ver, porque los refuta, que había otros pensadores griegos que aceptando la esclavitud, no pensaban que fuese algo inherente a la naturaleza de algunos hombres, sino que era el resultado de unas leyes humanas que asignaban la condición de esclavos a unos hombres en beneficio de otros. Así queda patente cuando dice:

“Otros, por el contrario, pretenden que el poder del señor es contra naturaleza; que la ley es la que hace a los hombres libres y esclavos, no reconociendo la naturaleza ninguna diferencia entre ellos y que, por último, la esclavitud es inicua, puesto que es obra de la violencia” (Ibid Libro I capítulo 2).

Entre los que creían que la condición de esclavo era algo adquirido, no propio de la naturaleza de algunos hombres, había distintas causas por las que se consideraba que, la justificasen o no, se podía caer en la condición legal de esclavo. Una de ellas, era de ser hecho cautivo en una guerra o la de haber cometido un delito penado con la esclavitud o la de quien libremente, por necesidad, se había vendido a sí mismo o a un hijo suyo como esclavo. En la Grecia clásica apenas había esclavos negros, por la sencilla razón de que el contacto con estos pueblos era escasísimo. La mayoría de los esclavos eran bárbaros, de distintos orígenes, con los que los griegos habían entrado en guerra o en relaciones comerciales. Posteriormente, con los romanos, ya empezó a haber más esclavos negros pero, aún entonces eran minoría.

Cuando Jesucristo vive en la Palestina del siglo I, la esclavitud era algo totalmente aceptado y a nadie se le ocurría negar su licitud. En el Evangelio no se puede encontrar una sola palabra sobre la esclavitud. Es cierto que Jesús habla, principalmente en sus parábolas, de siervos, pero no necesariamente se deduce que hablase de siervos como esclavos, sino como de aquél que sirve. Ya sin hablar en parábolas afirma que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y no parece que se presente a sí mismo como esclavo. Por otro lado, cuando habla de trabajadores del campo, habla siempre de jornaleros, no de esclavos. Pero en ninguno de los cuatro Evangelios hay ni una palabra de condena ni de aprobación de la esclavitud. En cambio, está impregnado por todas partes de un código ético en el que el fuerte debe apoyar y cuidar al débil, con el mismo amor con el que le profesaban a él mismo.

En el Nuevo Testamento, en cambio, sí que se habla de esclavitud. En ningún momento san Pablo hace una condena a la esclavitud. Pero lo que sí hace, de forma categórica, es alinearse entre los que afirman que la condición de esclavo no es parte de la naturaleza inferior de unos hombres frente a otros y que, si en algún momento se había creído así, eso había terminado con Jesucristo.

“Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu” (1Corintios. 12, 13).
“Donde no hay griego y judío; circuncisión e incircuncisión; bárbaro, escita, esclavo, libre, sino que Cristo es todo y en todos”. (Colosenses. 3, 11).

Esto puede ser visto como algo insuficiente con los ojos del siglo XXI, pero era totalmente revolucionario en aquella época. Más aún, san Pablo, sin condenar la esclavitud, indica a los cristianos a los que se dirige que, yendo más allá de la ley, deberían liberar a sus esclavos. No puede decirse más claro en la carta a Filemón:
Filemón era un cristiano rico, posiblemente un ciudadano romano de Colosas, a los que Pablo había dirigido la carta del párrafo anterior, convertido por la predicación de Pablo, que mantenía una iglesia doméstica en su casa y que poseía esclavos. Uno de ellos, Onésimo, se escapa de su amo y se va a ver a Pablo. Pablo se lo reenvía a Filemón junto con una carta. No debía ser un esclavo dócil pues Pablo dice: “Si en otro tiempo te fue inútil, ahora se ha vuelto útil para ti y para mí; ahí te lo envío. Es como si te enviase mi propio corazón”. Con una delicadeza extraordinaria no le obliga a que lo libere, sino que le dice lo que le gustaría que hiciese:
“Por ello, aunque tengo plena libertad en Cristo para ordenarte lo que debes hacer, prefiero pedírtelo apelando al amor. […] Te lo devuelvo, a éste, mi propio corazón. Yo querría retenerle conmigo, para que me sirviera en tu lugar, en estas cadenas por el Evangelio; mas, sin consultarte, no he querido hacer nada, para que esta buena acción tuya no fuera forzada sino voluntaria. Pues tal vez fue alejado de ti por algún tiempo, precisamente para que lo recuperaras para siempre, y no como esclavo, sino como algo mejor que un esclavo, como un hermano querido, que, siéndolo mucho para mí, ¡cuánto más lo será para ti, no sólo como amo, sino también en el Señor! Si pues me tienes como amigo, acógelo como me acogerías a mí. Si en algo te perjudicó o tiene alguna deuda contigo, ponlo a mi cuenta. Yo, Pablo –de mi puño y letra lo firmo– te lo pagaré, por no decirte que eres tú mismo en persona quien estás en deuda conmigo. A ver, pues, hermano, si me sirve de algo que seas creyente y confortas mi corazón en Cristo. Te escribo confiando en tu docilidad y con la certeza de que harás más de lo que te pido”. (Filemón 1, 12-16).
Y parece que Filemón debió hacer caso a Pablo, porque la tradición afirma que Onésimo fue quien recopiló, guardó y legó a la posteridad las cartas de san Pablo.

Ahora bien, en África, desde tiempos inmemoriales, los caciques de cada tribu se dedicaban a hacer la guerra a los demás para conseguir esclavos. Al ser tribus relativamente pequeñas, había innumerables guerras entre ellos que generaban, por tanto, muchos esclavos, que no salían del áfrica negra. Pero ya en la época romana, empezó el tráfico transahariano para llevarlos a la costa norte de África. De ahí que en Roma hubiese esclavos negros. Tras la caída del Imperio romano y, más tarde, con el advenimiento del Islam, la abundante cantera de esclavos del África subsahariana empezó a surtir a los países del Magreb, el Oriente Medio y a Arabia, principalmente para las plantaciones de caña de azúcar. El comercio transahariano era llevado a cabo por mercaderes árabes. Tras las cruzadas, en el siglo XIII, comerciantes venecianos y genoveses llevaron la plantación de caña de azúcar a Chipre. De allí salto pronto a Creta, Sicilia, la costa mediterránea de España, el Algarve y, de allí al África Occidental, dominada por los portugueses. Con la extensión de la plantación de caña, se expandía también la esclavitud negra, siempre nutrida por el fácil suministro del núcleo del continente africano, si bien parece que la mano de obra de esclavos negros era minoritaria. La caída de Constantinopla en poder de los turcos cerró casi por completo el grifo de esclavos obtenidos en las guerras con pueblos eslavos y asiáticos, quedando la esclavitud reducida casi exclusivamente a los negros. Pero no había todavía un componente racista en esta esclavitud. Era simplemente, que la única cantera era el África negra. Hasta bien entrado el siglo XV la esclavitud negra pasaba, por tanto desapercibida.

No fue hasta 1454 cuando el Papa Nicolás V extendió la bula Romanus Pontifex en la que se refería a la esclavitud. Y no lo hizo para condenarla, sino para dar libertad plena al rey de Portugal, que tenía posesiones en el África occidental, para hacer esclavos negros. La razón: muchos de ellos se convertirían a la fe católica y salvarían su alma. A menudo se oye decir que no se aceptaba que los negros fuesen seres humanos y que esa era la causa de que se permitiese su esclavitud. No, nunca se les negó la condición de seres humanos con alma. Fue la salvación de su alma la que movió a Nicolás V a dar plenos poderes al rey de Portugal para esclavizar negros. Y eso convirtió a los Portugueses en el país europeo monopolista en la compra de los esclavos que venían del interior, traídos por otros negros. Bula papal lamentable que sería contestada por muchos teólogos católicos de la escuela de Salamanca, como veremos después. Pero conviene decir dos cosas. Primera, que una bula papal no es magisterio infalible del Papa. Segunda que hay que ser muy cautos a la hora de juzgar algo del siglo XV con la mentalidad del XXI. En esa fecha, 1454, todavía no se había descubierto América y el tráfico de esclavos ni era tan intenso ni su situación era tan terrible como la que llegó a ser. Cuando se produjo el descubrimiento, conquista y colonización de América, el Papa Paulo III condenó y prohibió explícitamente, en 1537, la esclavización de los indios. Ciertamente, si bien los indios nunca tuvieron la condición de esclavos, en el sentido de ser una mercancía que podía comprarse y venderse, sí que fueron sometidos a un durísimo sistema de encomiendas que era algo parecido, en versión más dura, de la servidumbre de la gleba, que ya no existía en Europa.

Pero ya en 1511 se hizo evidente que los indios no tenían la fortaleza física suficiente para soportar los durísimos trabajos a que eran sometidos. Entonces empezó realmente la importación de negros, más fuertes físicamente, a las Américas portuguesas y españolas. Esta importación contaba con la aprobación y el aplauso de determinados sacerdotes como Fray Bartolomé de Las Casas (siendo todavía sacerdote secular), eximio defensor de los indios que, al principio la consideraba como buena porque salvaba vidas de indios. Ya veremos que pronto cambió su opinión.

En 1537, el mismo Papa Paulo III, en un breve dirigido al Arzobispo de Toledo, prohibió todo tipo de esclavitud en las indias. Decía que no podían someterse a esclavitud “Occidentales ac Meridionales indos et alter gentes”. Este “alter gentes” pasó desapercibido y la trata de negros continuó.

Había tres premisas generalmente aceptadas y sancionadas por leyes civiles por las que una persona, no europea ni india, o sea, negros, a pesar del “alter gentes”, podían ser hechos esclavos lícitamente. La primera era el haber sido hecho prisionero en una guerra justa. Francisco de Vitoria en su relectio sobre el derecho a la guerra de 1538 había establecido las causas que podían hacer que una guerra se considerase lícita. La segunda era que en su tierra de origen hubiese sido sometido a esclavitud por un delito penado con la esclavitud. Se consideraba que estos delitos deberían ser muy graves, tanto que pudiesen ser penados con la muerte y que, por tanto, la esclavitud era algo así como la conmutación de la pena de muerte por cadena perpetua. La tercera era que la persona se hubiese vendido a sí misma o a algún hijo suyo como esclavo por necesidad extrema. Que estas causas fuesen consideradas como aceptables es algo que hoy día estremece, pero entonces eran una restricción importante frente al acto arbitrario, normal en el África negra entre las tribus, de hacer esclavo a alguien por el mero hecho de pretender obtener un beneficio con ello. Sin embargo, cuando fray Bernardino de Vique preguntó a Vitoria sobre cómo se podía saber si la guerra en la que había sido apresado un negro en el corazón de África era justa o no, Francisco de Vitoria respondió que no era necesario averiguar semejante extremo, especialmente, si la esclavitud era fruto del cambio de la ejecución del prisionero.

Lo que viene a continuación, aunque procure hacer el relato lo más cronológico y lineal posible, no puede ser tal, puesto que muchos teólogos, desde distintos argumentos, bajo distintas circunstancias, daban opiniones a menudo parcialmente contradictorias. Más que un hilo conductor debe pensarse en un embudo que va concentrando, de una manera un tanto caótica, hilos que se entrecruzan, a lo largo de varios siglos, hacia una postura claramente abolicionista. Muchos de los que llamo teólogos eran confesores que procuraban responder a las inquietudes de quienes se confesaban con ellos con vistas a su preocupación de la salvación de sus almas, pero ni uno sólo tenía el más mínimo poder para anular prácticas permitidas por las coronas de Portugal y España y, mucho menos, sobre los ingleses que llevaban esclavos a América del Norte.

En 1552 Bartolomé de Las Casas, a la sazón ya dominico, en su obra “Historia de las Indias” (no confundir con su “Breve historia de la destrucción de las Indias), que no llegó a publicarse, se desdecía rotundamente de su anterior postura frente a la esclavitud de los negros, expresando con la misma contundencia con que defendía a los indios que su apresamiento en el corazón de África no respondía a ningún tipo de guerra justa, sino al simple saqueo de unos negros sobre otros en busca de la riqueza del tráfico de esclavos, porque “de cien mil no se cree ser diez hechos legítimamente esclavos”. Más aún, afirmaba que la codicia de los portugueses y la demanda que estos hacían de esclavos, acrecentaban las razzias de saqueo de las tribus negras.

En 1560 el dominico Alfonso de Montúfar, arzobispo de México escribió una atrevida carta a Felipe II en la que le exponía el agravio comparativo entre indios y negros. En ella expresaba al monarca los argumentos de Las Casas y le ponía entre la espada y la pared diciéndole que a muchos en México les repugna la conciencia ese tráfico y que para tranquilizarles la conciencia, una de dos, o les dice que todo está bien y entonces será él quien lleve el asunto en la conciencia o que ordene que cese la trata de esclavos negros, lo que “placerá a Nuestro Señor”. Y que no le hable de que es bueno hacerlos esclavos para atraerlos al Evangelio, porque la manera de atraerlos al mismo es ir a predicárselo allí, a África, sin hacerlos esclavos. Supongo que para decirle esto a Felipe II en 1560 había que tenerlos bien puestos. No sé cuál fue la respuesta a esta carta, ni si la hubo pero, evidentemente, la esclavitud no se prohibió.

En términos muy parecidos se expresaba el dominico fray Tomás de Mercado, en 1569 desde Sevilla, a donde solían llevar los portugueses los esclavos que les pedía España. No ponía en duda la licitud de la esclavitud si se daban los tres casos antes citados, pero como creía que no se daban casi nunca expresaba su convicción de que, tanto los traficantes portugueses como los españoles que se los adquirían, estaban en pecado mortal. Era la máxima amenaza que podía hacer.

Todavía con mayor contundencia se expresaba, en 1573, don Bartolomé Frías de Albornoz, un laico, profesor de Iustitia (Catedrático de lo que hoy sería Derecho Civil) en la Universidad de México. Frías de Albornoz fue el único –hasta que llegasen los abolicionistas ingleses a finales del XVIII– que negó, de principio y tajantemente, las tres causas que se mantenía que hacían justa la esclavitud. Cargado de ironía acusadora afirma en su aserto: “También esto debe ser bueno, porque lo hace quien nos debe dar ejemplo”.

En 1583, fray Francisco García, sin llegar a negar las causas de licitud de la esclavitud, denuncia serias dudas de que estas circunstancias se den y avisa de que los compradores finales, en caso de duda, tienen la obligación, si quieren actuar de buena fe, de cerciorarse de que las causas de su esclavitud son las justas. Si lo hubiese comprado sin la diligencia debida y después se enterase de la ilicitud, tendía obligación de restituirle la libertad. Se introducía de esta manera el asunto del tercer comprador. El primero era el portugués que había comprado al esclavo a otros negros, el segundo era el español (o portugués o inglés) que se lo comprase a éste para llevarlo a las Américas y el tercero era el propietario de tierras americanas que lo compraba, ya en América, para su uso. Sin embargo, García concluía que, si investigado el caso por el tercer comprador no había constancia explícita de que hubiese sido mal obtenido, era lícito comprarlo. Es decir, hacía recaer el peso de la prueba sobre la demostración de su ilicitud. Por tanto, de hecho, era una puerta abierta al tercer comprador, porque era muy difícil, por no decir imposible que encontrase ninguna prueba de que había sido hecho esclavo ilegalmente. Es decir, presumía que el esclavo lo era lícitamente.

Entre los jesuitas se produjo una disputa sobre si les era lícito o no tener esclavos. El que hacia 1558 era Provincial de Brasil, el P. Manuel da Nóbrega, pensaba que sí era lícito, puesto que sin ellos, y dada la extrema dureza de la vida en las misiones de Brasil, no podrían dedicarse a la labor pastoral. En una carta enviada en 1558 el Provincial pide dos docenas de esclavos negros. Pero el siguiente Provincial, a partir de 1560, el P. Luis de Grâ, no era partidario de tener esclavos, no por el convencimiento de que no fuese lícito tenerlos, sino por el voto de pobreza que le hizo renunciar no sólo a los esclavos, sino a otras muchas haciendas. Nóbrega escribió al P. Diego Laínez, a la sazón General de los Jesuitas, quien le dio la razón, pero avisando que tenían que cerciorarse de que lo eran a título justo, ya que había oído que algunos se hacían esclavos injustamente. Algunos jesuitas del Brasil fueron obligados a volver a Europa porque se mostraron indignados con esto, ya que no aceptaban la esclavitud de los negros bajo ningún concepto. La disputa se alargó hasta 1590 en que el entonces General, Claudio Aquaviva determinó que era preferible vivir de la limosna a tener esclavos y prohibió totalmente su posesión a los jesuitas. Pero en la provincia de Brasil desoyeron esta orden y siguieron manteniendo esclavos con los argumentos de fray Francisco García expuestos más arriba. En 1593, el jesuita P. Molina, en su libro “de iustitia e iure” daba también su opinión. Una opinión que no aportaba mucho de nuevo en el debate general. La postura, dentro del debate general, del P. Molina venía a decir, siguiendo la opinión de Las Casas, pero tras indagar cuidadosamente, que en la mayoría de los casos la adquisición de los esclavos por los portugueses no cumplía las condiciones de licitud. Por lo tanto, si los traficantes no sabían a ciencia cierta su procedencia, no podían comprarlos, bajo pecado mortal y peligro de condenación de su alma si lo hacían, y toda adquisición debía ser consentida por las autoridades regias de las colonias portuguesas, así como por los obispos de Cabo Verde y Santo Tomé. Recomendaba que sería bueno que estos obispos mandasen misioneros al interior de África para cristianar allí a los negros. Si los traficantes aseguraban que la esclavización de los negros en el interior de África había sido hecha lícitamente y las autoridades civiles y religiosas así lo acreditaban, los compradores siguientes estaban exonerados de responsabilidad. En caso de duda razonable por parte de esas autoridades, los esclavos deberían ser inmediatamente liberados. Pero Molina era consciente de que ni las autoridades civiles ni religiosas de esas colonias se tomaban la más mínima molestia de saber si lo que decían los traficantes era verdad, sino que, en la mayoría de los casos lo aceptaban sin más comprobaciones. Tuvo el valor de amonestarlos duramente por ello, pero poco más podía hacer, por lo que el tráfico continuó. En 1610 se formó la llamada mesa de conciencia formada por las autoridades locales, que dictaminó la licitud del comercio de esclavos.

No obstante, otro jesuita, el P. Tomás Sánchez siguió sancionando la culpabilidad de los primeros mercaderes y extendió a los segundos compradores, los españoles, ingleses, holandeses etc. que los llevaban al Nuevo Mundo, la obligación de tener la certidumbre de que la causa de la esclavitud era lícita. Inútil. Ningún segundo comprador hacía ninguna averiguación. Se limitaban a comprar la “mercancía” haciendo caso omiso de las advertencias de los teólogos/confesores, a pesar de que, a medida que estos investigaban se hacía más y más evidente, y así lo hacían constar una y otra vez distintos de ellos, que en ningún caso la obtención de esclavos era lícita. Todo era un montaje de codicia y pillaje, pero ni se negaron las causas lícitas ni se obligó a los terceros compradores, los que los recibían en América, a ninguna responsabilidad particular. En 1647, el jesuita P. Alonso de Sandoval, reconocía tristemente que los jesuitas seguían comprando esclavos, admitiendo que estaban comprando esclavos que no debían serlo.

La doctrina de Molina y Sandoval prevaleció, sin una sola voz en contra, hasta 1681. En ese año, los capuchinos fray Francisco José de Jaca y fray Epifanio de Moirans, sin conocerse entre ellos, publicaron sendos libros en los que, con una audacia admirable, daban un salto adelante en el tema de la esclavitud. No negaron la licitud de las famosas tres causas tantas veces mencionadas –ya vimos que únicamente don Bartolomé Frías de Albornoz, en 1573, se atrevió a negar la licitud de esas causas hasta que comenzó el movimiento abolicionista inglés a fines del siglo XVIII, es decir, doscientos años más tarde–. Pero la contundencia casi incendiaria de su denuncia en la que no se reconocía que en ningún caso y bajo ningún concepto se podía admitir que esas causas se diesen y la altura a la que hicieron llegar sus voces les hacen figuras señeras en este proceso. Respecto a la ignorancia que pudieran tener los compradores de esclavos, ya fuesen traficantes y segundos o terceros compradores, sobre el incumplimiento de esas causas, decía Jaca: “La ignorancia que les puede competer no es otra que la de Judas vendedor y los judíos compradores de Cristo Jesús”. Pero no sólo a compradores y vendedores ponía Jaca en la picota teológica, sino también al rey: “… si el Rey, jueces, gobernadores, etc., tales cosas permitieran, en lugar de ser conservadores de las repúblicas, fueran los mayores tiranos de ellas. Y entonces, no sólo los agresores de tales iniquidades fueran reos de pena civil y teológica […], pero también dichos reyes, jueces, gobernadores, etc.”. Esto era acusación gravísima puesto que en la doctrina política de la época era aceptado que quien no gobernaba de acuerdo con la justicia y la moral podía ser considerado un tirano y era lícito su derrocamiento. Tampoco las autoridades eclesiásticas, que tenían esclavos, salían indemnes de la pluma de Jaca: “… los que raciocinan diciendo que los señores obispos y religiosos (bien podría decir clérigos y pocas religiosas) sin tropiezo ni escrúpulos por tales [esclavos] los tienen y compran, etc., y así, de alguna manera puedan ser absolutamente esclavos […] respondo con conclusión irónica. Luego, ¿de la autoridad pontificia y sacerdotal que tuvieron Anás, Caifás y los sacerdotes, escribas y fariseos, se justificará la venta que hizo Judas de Cristo y la compra que hicieron ellos para después en su Divina Majestad ejecutaron?” Moirans corroboraba todavía más duramente: “Los reyes y príncipes cristianos que tienen autoridad sobre los Consejos Reales, el Comercio sevillano, la Sociedad parisiense, el Comercio de los ingleses, el de los portugueses principalmente y el de los holandeses, todos los comerciantes, los que transportaban, compraban y vendían esclavos, todos los señores que los poseían eran dignos de muerte por cooperar a las rapiñas y robos de negros en África y a su venta”. Ambos argüían que todos los que tenían esclavos tenían la obligación, no sólo de liberarlos, sino de pagarles los salarios atrasados y de indemnizarles por daños causados. Por otro lado expresaban el derecho de los esclavos a huir si no eran liberados. Moirans acababa con una terrible profecía apocalíptica que, a pesar de su longitud, no me resisto a citar aquí:

“Debido a la injusticia inferida a los negros trasladados de sus tierras y transportados a las Indias, huirán de sus territorios los príncipes cristianos y los perderán, y los obispos y los clérigos también emigrarán de esas tierras y atravesarán los mares huyendo; y los cristianos serán hechos cautivos y esclavos. […] … tanto los príncipes eclesiásticos, es decir, la Iglesia romana, como los príncipes cristianos temporales, serán expulsados de sus territorios, de sus Reinos, de sus dominios; porque trasladaron a los etíopes negros y a los africanos de sus tierras a América, haciéndolos siervos contra todo derecho. Por lo que los mandantes y los que obedecen quedarán privados de sus posesiones; ahora bien, los príncipes eclesiásticos y los doctores que consientan (en estos atropellos), los que se callen, los que no se resistan (a esta manera de actuar) navegarán a América huyendo de la futura persecución (desatada contra ellos) en todo el orbe, una persecución como no han visto jamás los cristianos desde que se fundó la Iglesia de Cristo…”. Más aún, tanto Jaca como Moirans, se negaban a dar la absolución a quienes tenían esclavos si no los manumitían o no les indemnizaban, por entender que no tenían propósito de la enmienda de un pecado mortal.

Ambos capuchinos, que habían acabado en Cuba por distintos caminos y en distintos conventos, fueron tratados con enorme severidad por las autoridades, tanto civiles como religiosas. El gobernador de Cuba ejerció las debidas presiones para que ambos fueran echados de sus respectivos conventos y el Vicario General de la diócesis los procesara. Fue entonces cuando se reunieron. Pero fueron ambos detenidos, suspendidos a divinis, procesados y excomulgados. Sin embargo, como ambos pertenecían a Congregación Propaganda Fide, la excomunión no fue válida. Pero Jaca respondió, sin cortarse un pelo, excomulgando al provisor eclesiástico de la diócesis. Fueron encarcelados en sendos castillos y en 1682, devueltos a Europa en donde, tras muchos vaivenes fueron liberados pero sin autorización de predicar ni de volver a América. Pero el ruido llegó al rey, a la sazón Carlos II que estaba preocupado por los esclavos y que promulgó, en 1683, una cédula en la que se exigía que los esclavos fuesen, en lo tocante a la fe, adoctrinados en ella y en lo temporal que pudieran denunciar a sus amos por malos tratos. Esta cédula alentó a los muchos magistrados que veían con malos ojos el maltrato al que los esclavos eran sometidos. Dos años más tarde, en 1685, Carlos II pidió al Consejo de Indias que le contestase a tres preguntas: 1ª Si era conveniente que hubiera esclavos negros en América; 2ª Si había habido alguna junta de teólogos para dictaminar sobre el asunto y; 3º si había autores que hubiesen escrito sobre el tema. El Consejo respondió de forma torticera, afirmativamente a la primera pregunta, negativamente a la segunda y afirmativamente a la tercera, pero citando sólo aquellos autores favorables a la esclavitud y guardando un silencio sepulcral sobre los que eran desfavorables. Además, engañaron al rey diciéndole que todos los esclavos que se adquirían en África pasaban por una revisión para ver si habían sido sometidos a esclavitud. Afirmaban que sin ellos no cabía mantener aquellas repúblicas de las Indias y que los esclavos eran bien tratados. Y el rey Carlos II, aceptó el dictamen.

Pero Jaca y Moirans no se dejaron amilanar por ello. Llevaron el caso a Roma, ante la Congregación Propaganda Fide, proponiendo un documento con once puntos en defensa de sus tesis. Casi al mismo tiempo llegó a la misma Congregación otro durísimo documento del sacerdote afrobrasileño Lourenço da Silva de Mendoza que afirmaba ser descendiente de los reyes del Congo y Angola y que se titulaba a sí mismo Procurador de todos los mulatos de Portugal, Castilla y Brasil. Denunciaba el horrible maltrato que se daba a los negros que, a menudo, les empujaba al suicidio y pedía la excomunión para todo aquél que tomase parte en el proceso y que esa excomunión únicamente la pudiese levantar el Papa. El 6 de Marzo de 1684, el asunto de Silva de Mendoza se llevó a la asamblea general de la Congregación. En su resolución se decidió escribir a los nuncios de Madrid y Lisboa expresando la amargura del Papa por las crueldades a que se sometía a esos cristianos (los esclavos bautizados, que eran prácticamente todos) y por el hecho de que siendo tales, fuesen sometidos a esclavitud. Se pedía a los reyes de ambos países que prohibiesen, bajo severas penas, dichas crueldades. El 12 de Marzo de 1685 se trataron, en la asamblea de ese año de dicha congregación el asunto de Jaca y Moirans. En este caso, la Congregación decidió que no tenía competencia para definir cuestiones doctrinales, sino que esto dependía del Santo Oficio, al que se tramitó la petición de los dos capuchinos, a la que se remitió su petición. Esa remisión de una a otra Congregación se perdió en el silencio de la Curia. Pero el que la sigue, la consigue y la tenacidad de los frailes españoles se vio reforzada por una nueva petición a Propaganda Fide de Mendoza que también se derivó al Santo Oficio y, esta vez, sí que llegó a su destino y el 20 de Marzo de 1686, el Santo Oficio se pronunció favorable a las tesis de tres de los once puntos de sus tesis y se lo envió a Propaganda Fide. Los puntos aprobados decían que no era lícito hacer esclavos entre los negros por medio de dolo, tampoco lo era comprarlos y venderlos y que para retener a alguien como esclavo era moralmente imprescindible comprobar la justicia de su cautividad. Sin esta comprobación era moralmente obligado manumitirlos e indemnizarlos. Es decir, hacía recaer el peso de la prueba sobre los terceros compradores. Dado que esa comprobación era imposible, este punto obligaba moralmente a esa manumisión e indemnización.

El secretario de Propaganda Fide, que había sido el impulsor de ambos asuntos en Roma, escribió inmediatamente a los obispos de Angola, Cádiz, Sevilla, Málaga y Valencia, así como a los nuncios en España y Portugal para que actuaran sobre los misioneros y sacerdotes de sus demarcaciones. Pero los obispos, sacerdotes y misioneros de ambos países, no dependían de Propaganda Fide, sino del Regio Patronato de Portugal y España, por lo que el decreto del Santo Oficio no tuvo el efecto deseado. Entonces, llegó a España la dinastía borbónica con Felipe V. Una de las primeras cosas que hizo este rey en 1701, fue conceder el monopolio del tráfico negrero en sus territorios a la Real Compañía Francesa de la Guinea, en la que tenía intereses nada menos que el Rey Sol de Francia, Luis XIV. Punto final.

A partir de este momento, se establece un plúmbeo silencio y cesa todo debate teológico. Tan sólo aparecen opúsculos recomendando, con más o menos fuerza, el buen trato a los esclavos. No es hasta finales de ese siglo cuando reaparece en Inglaterra un fuerte movimiento abolicionista que culmina con la prohibición del tráfico de esclavos en 1807 y con la abolición de la esclavitud en Inglaterra y sus colonias en 1833 (en 1789 en el Estado de Pensylvania, concedido a los cuáqueros, en los recién independizados EEUU). No sé documentalmente qué difusión pudo haber tenido en su tiempo toda la discusión teológica de los teólogos españoles ni qué grado de conocimiento tuvieron de ello los abolicionistas ingleses y americanos de finales del siglo XVIII. Pero me caben pocas dudas de esa influencia existió y de que fue muy notable. Tal vez alguien, algún día, pueda hacer una tesis doctoral sobre ello.
Tomás Alfaro Drake es profesor en la Universidad Francisco de Vitoria en Madrid

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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