«No hay un poro en mi carne en el que no tiemble esta gratitud a la vida, esta nostalgia aún demasiado reciente como para que duela».
No se entendería realmente a Pier Paolo Pasolini sin partir de una experiencia afectiva. En su obra emerge continuamente una urgencia, que tal vez sea su rasgo más intenso y distintivo: una necesidad de amor no como puro sentimiento sino como lugar privilegiado del conocimiento. Quien lee a Pasolini registra continuamente esta imposibilidad de conocer algo sin amarlo. Gran parte de su poesía es una pregunta de amor como acontecimiento de la razón: «Solo el amar, solo el conocer / es lo que cuenta; no el haber amado, / no el haber conocido. Angustia / el vivir de un consumido / amor. Deja de crecer el alma» (El llanto de la excavadora, 1956).
Tiene que ser ahora
Con motivo del 40 aniversario de la muerte de Pasolini, el Centro Cultural de Milán ha organizado una exposición cuya línea guía es precisamente este binomio de amor y conocimiento. Todo lo que en Pasolini es "compromiso" -político, social, artístico- es resultado de este acento radical: para amar y comprender las cosas, hay que comprometerse totalmente con ellas. No basta que eso sucediera en el pasado, aunque sea hace solo un segundo: tiene que ser ahora, «deja de crecer el alma».
Nacido en Bolonia en 1922, Pasolini está a punto de graduarse cuando la guerra obliga a su familia a trasladarse a Casarsa, en Friuli, el pueblo de su madre. Allí permanece ocho años, durante los cuales da clase, estudia, escribe. Debuta con un libro, Poemas en Casarsa, que enamora al gran crítico Gianfranco Contini. Tal vez sea el periodo más feliz de su vida. Pero esa aparente facilidad de la vida no tarda en romperse. Una denuncia penal en 1950 les obliga a huir a Roma: «Vivimos en una casa sin techo y sin revoque, / una casa de pobres, en el último arrabal, cerca de una prisión» (Poeta de las cenizas, 1966). De día, trabaja como suplente en una escuela en Ciampino (entre sus alumnos está el futuro escritor y dramaturgo Vincenzo Cerami); de noche escribe, pero sobre todo descubre Roma: un planeta inmenso, vital, desconocido. Una provocación que le abre a una nueva historia, un nuevo estupor.
En Las cenizas de Gramsci, un libro de 1957, no hace sino testimoniar el hecho de un hombre enamorado del mundo, que recibe todo su drama en lo más íntimo de su corazón: «Un alma en mí, que no era solo mía, / un alma pequeña en ese mundo ilimitado, / crecía alimentada por la alegría / de quien amaba, aunque no era amado. / Y todo se iluminaba con este amor. (...) En cada página, en cada línea / que escribí / estaba aquel fervor, aquella presunción, / aquella gratitud. (...) Apacible y violento revolucionario / en el corazón y en la lengua. Un hombre florecía. (...) ¿Por qué calles el corazón / se encuentra pleno, perfecto hasta en esta / mescolanza de beatitud y dolor? / Un poco de paz... Y en ti vuelve a despertarse / la guerra, Dios».
«Siempre falta algo»
En el '61 Pasolini empieza a dirigir cine. Rueda su primera película, Accattone. Es una forma de expresarse que seguirá practicando hasta el final, aun sin abandonar nunca la escritura. La razón de este paso al cine radica en una pregunta que Pasolini plantea así: «El cine, al reproducirla, hace una perfecta descripción semiológica de la realidad. El sistema de signos del cine es prácticamente el mismo sistema de signos de la realidad. Por lo tanto, ¡la realidad es un lenguaje! Pero si la realidad habla, ¿quién es el que habla y con quién habla?».
En 1964 rueda El evangelio según san Mateo: «Desde el punto de vista religioso, para mí, que he intentado siempre incorporar a mi laicismo los caracteres de la religiosidad, existen dos datos ingenuamente ontológicos: la humanidad de Cristo está impulsada por tanta fuerza interior, por tan irreductible sed de saber y de verificar el saber, sin temor a escándalo ni a contradicción, que para ella la metáfora divina se halla en el límite de lo metafórico, hasta llegar a ser idealmente una realidad. Por otra parte, para mí, la belleza es siempre una 'belleza moral'; pero esa belleza llega siempre a nosotros mediatizada: a través de la poesía, o la filosofía o la práctica. El único caso de 'belleza moral' no mediatizada sino inmediata, en estado puro, lo he experimentado en el Evangelio».
Siempre hallamos esta herida en Pasolini: una implicación con las cosas, hasta la médula; y un sentido de incompletitud que casi le persigue, como un hambre, una soledad. «Siempre falta algo, hay un vacío / en toda intuición mía. Y es vulgar / jamás fue tan vulgar como en esta ansia, / en este "no tener a Cristo" - un rostro / que sea instrumento de un trabajo / no del todo perdido en la soledad de la pura intuición». «Todo está preparado para mí», constata, «pero falta algo» (Poesía en forma de rosa, 1964).
En los años setenta, Pasolini colaboró como editorialista en el Corriere della Sera. Empieza aquí su batalla de denuncia contra el nuevo "poder". ¿En qué consiste este nuevo poder? Lo resume bien Massimo Borghesi: «Desacralización. Y uno de los síntomas de esta desacralización es la desaparición de la felicidad. Soledad e infelicidad». Pero, se pregunta Pasolini, «¿No es la felicidad lo que cuenta? ¿No es la felicidad por lo que se hace la revolución?». En aquellos años polemizaba con Italo Calvino: «¿Qué es lo que hace factible -en concreto, en las acciones, en la ejecución- las matanzas políticas después de ser concebidas? ¿Qué es lo que hace factibles las atroces empresas de ese fenómeno imponente que es la nueva criminalidad? Es terriblemente obvio: el considerar que la vida de los demás no es nada y que el propio corazón no es más que un músculo. Yo pienso pues, al contrario de Calvino, que ya no hay que tener miedo a no desacreditar lo sagrado o a tener corazón» (Escritos corsarios).
Su homicidio, cuyas circunstancias todavía no están muy claras, la noche del 2 de noviembre de 1975, ha dado motivos a muchos para calificar a Pasolini como un autor "incómodo", enemigo de los "poderosos". Pero la raíz de su genialidad es más profunda. Dice Giulio Sapelli que la grandeza de Pasolini consiste en ser «un hombre que siempre pensó las cosas sin pensar nunca sus consecuencias. Esto es lo que debe hacer un intelectual: no puede vivir como un cínico, tiene que ser un hombre libre». Una libertad que puede escandalizar y que incluso hiere. Es la libertad de tener un corazón vivo, una pregunta por el sentido que coincide con el propio ser.
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