La desinformación mediática nos ha acompañado durante todo el periodo del recientemente concluido Sínodo sobre la familia. Sin llegar a los extremos de noticias filtradas o incluso inventadas, ha sido evidente que pocos medios de comunicación se han preocupado por ayudarnos a entrar en el tema: «La vocación y la misión de la familia en la Iglesia y en el mundo contemporáneo». Un tema de largo alcance, un tema valiente de cara a los rápidos cambios a los que estamos asistiendo, un tema difícil. Lo que sí ha sido una ayuda para sumergirnos en la comprensión de los textos publicados por el Sínodo (a la espera, obviamente, del único verdaderamente autorizado que será el que proponga el Papa Francisco) y sobre todo de este delicado tema fue el encuentro promovido por el Centro Cultural de Milán el pasado 26 de octubre con la psicóloga Eugenia Scabini y el filósofo Fabrice Hadjadj.
La lección fundamental que los dos ponentes ofrecieron se refería al uso correcto de las palabras. Scabini, por ejemplo, puso en evidencia que los padres no «hacen niños», pero «tienen hijos»; parece una obviedad, pero en esta diferencia radica toda una concepción antropológica y social. En la palabra «hijo» (y no en la neutra «niño») se encierra el misterio de una generación que recibe y que, en el contexto de la familia, aprende al mismo tiempo. Desatando así un continuo proceso de humanización indispensable para el proceder de la sociedad, y por tanto algo que salvaguardar.
Por su parte, Hadjadj ofreció una densa reflexión donde cada frase nos exigiría detenernos para medirnos con un uso extremadamente estimulante de las palabras. Comenzó afirmando que lo que se está librando alrededor de la familia no es una batalla de ideologías contrapuestas, ya no estamos en esa época. La cuestión es inmensamente más radical: la tecnología está transformando a fondo nuestra percepción del ser, de la vida, de las relaciones. En este sentido, el desafío es mucho más profundo que «defender el valor de la familia». Si ese valor fuera la generación, ¿por qué afanarse por las vías tradicionales (las relaciones sexuales) cuando la tecnología permite seleccionar hijos sin defectos? Si el valor de la familia fuera educar e instruir a los pequeños, ¿no lo haría mejor un orfanato dotado de personal super especializado para ello? En resumen, en la propia palabra «valor» subyace en último término la lógica cuantitativa de la tecnología dominante y, por tanto, detenerse en ello quiere decir empeñarse en una batalla ya perdida de antemano.
Entonces, ¿por dónde empezar? Por el redescubrimiento de la desconocida (para nosotros, hombres de la tecnología) grandeza que hay dentro del «hecho» de la familia, su propio «ser». Una madre que soporta ver cómo se deforma su cuerpo para generar un hijo, en cierto modo reconoce y acepta que la criatura no es un «producto» suyo; ser conscientes de esto es una revolución, una grieta enorme que se abre en la lógica de la fabricación tecnológica. Un padre que reconoce y acepta ser autoridad no porque pueda ser impecable (y esta es la experiencia inevitable que todo padre leal está obligado a vivir), sino simplemente por el «hecho» de que «es» padre, remite a sus hijos y a sí mismo a una autoridad que le precede, al Padre que es fuente de toda paternidad y, sobre todo, que es capaz de ofrecer el perdón por errores ineluctables.
Comprender «la vocación y la misión de la familia» es por tanto el compromiso más profundo, amplio como horizonte y nuevo como perspectiva. Hadjadj lo evocó también al decir que paradójicamente el documento pontificio más interesante sobre la familia ha sido por el momento la encíclica Laudato si', que pone en discusión el parámetro económico como el único útil para explicar la vida social, y el gesto más importante la convocatoria del Año Santo de la Misericordia, sin la cual el «hecho» de la familia (como cualquier relación) no podría mantenerse.
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