«El peor servicio que podemos prestar a la Iglesia y al Papa es el de transformar el anuncio en una teoría». Adriano Fabris, profesor de Filosofía moral en la Universidad de Pisa, ha participado en el congreso de la Pontificia Universidad Gregoriana “Renovar la Iglesia en una época secular”, celebrado con motivo de los cincuenta años de la clausura del Concilio Vaticano II. En esta entrevista, explica la importancia de comunicar ad extra. «Justo como hacía don Giussani, con su vocación misionera», y como reclama continuamente el Papa Francisco con «su invitación a salir de nuestro centro autorreferencial. ¿Estamos tan seguros de ser nosotros el centro? Precisamente cuando creíamos serlo, en realidad lo hemos perdido». Porque «el centro está en la apertura».
¿En qué sentido?
El centro está en la relación. En la exposición a otro distinto de mí. El ser humano, si pensamos en cómo es verdaderamente, no está solo. Su identidad (nombre y apellido) habla ya de una relación y su destino es un destino de amistad, no de soledad. Pero debe haber una dimensión de sentido para darse cuenta de esto, porque la pregunta por el sentido es apertura, me abre a la conciencia de que más allá de mí mismo hay otras cosas. El problema es que hoy la primera gran confusión se da precisamente sobre el sentido.
¿Porque se niega?
No, ya no se reconoce como algo que está fuera de nosotros. Cada vez se habla más del sentido de una manera impropia, como si coincidiera con la explicación. ¿Qué significa explicar? Explicitar. Poner todo en el mismo plano, concebirlo todo como causa y efecto. Es decir, lo que yo hago produce unos efectos. De este modo, nunca se cambia el nivel entre el que explica y lo que se explica. Cuando una persona está enferma, por ejemplo, se pregunta por qué. La lógica de la explicación da muchísimas respuestas a la enfermedad, pero no la respuesta que el enfermo busca. Job no pide una explicación. Sus amigos le proponen explicaciones: «Habrás cometido algún pecado, alguno habrá pecado antes que tú...». No, él no quiere saber: ¿por qué a mí? ¿Cuál es el sentido de lo que me sucede en la economía del todo, de la que yo participo? Por tanto, para empezar, no hay que confundir la petición de explicaciones con la petición de un sentido. La explicación siempre se mueve al mismo nivel, mientras el sentido indica un punto de referencia que ilumina, como una estrella, y por fuerza está a otro nivel. Entonces, si está a otro nivel, no soy yo quien lo crea, sino que se me manifiesta: el sentido de la vida viene dado; si no es dado, no existe.
Hoy eso no es evidente.
Nietzsche llegó a decir: «Dios ha muerto. Nosotros lo hemos matado». Yo hago y deshago. Y sesenta años antes que él, Jean Paul decía: «Si yo soy el padre y creador de mí mismo, entonces también puedo ser mi destructor». Profético. El eclipse del sentido tiene consecuencias que vemos hoy. Este eclipse es el decaer de la capacidad de implicarse en algo que no depende de mí, de sentirse y pensarse en relación con otro, con otro que no puedo controlar. En cambio, lo que se manifiesta de forma evidente, en mi experiencia cotidiana, es cuando menos la incapacidad de controlar lo que me importa, lo que me constituye y con lo que me relaciono. Vivimos en una época donde las nuevas tecnologías parecen capaces de apagar todos nuestros deseos, pero basta un imprevisto para darnos cuenta de que no podemos controlarlo todo. Entonces nos encontramos desorientados y se nos presenta la posibilidad de interrogarnos sobre el sentido de lo que sucede. ¿Por qué esta alegría inesperada? ¿Por qué esta enfermedad imprevista? ¿Por qué la suerte de encontrarme con esta persona con la que quiero vivir toda mi vida? Al plantearme estas preguntas, expreso la evidencia de esa relación radical que me constituye.
¿Cuál es el camino para reconquistar la familiaridad con ese “ser en relación”?
El reconocimiento está totalmente confiado a la libertad del ser humano. Si se tratara de una necesidad, no habría “problemas”. Pero entonces esa conquista no tendría ningún valor, ninguna importancia. El mayor peligro es que el discurso sobre el sentido sea considerado como puro discurso, un simple conjunto de palabras. De hecho, uno de los puntos sobre los que el Papa Francisco insiste siempre es que no basta con “decir”. Ante todo hay que comprometerse en lo que uno hace. Hay que mostrar quién soy mediante lo que hago. Por tanto, no existe una receta, pero menos mal que no existe. Vivimos en una época en que parece que todo pueden gobernarlo los procedimientos: pensamos resolver el problema humano con procedimientos. Pero la acción del ser humano consiste en otra cosa: es capacidad de valorar, de reflexionar, de elegir. Y está bien así, porque lo que uno hace tiene más valor gracias al hecho de elige hacerlo.
¿Cómo incide la fe en su trabajo y en su vida?
Es una experiencia extraña. Pero quizás extraña sea un término reductivo. En realidad, en las cosas que pienso, que hago, que estudio, al final siempre encuentro algo sólido, duro. Esto “duro” es algo que siempre han expresado y vivido los Evangelios. Uno puede partir perfectamente de una perspectiva extraña, lejana, pero al final encuentra, antes o después –pero siempre–, algo que ya había encontrado allí. Y eso sucede no porque sé que me lo voy a encontrar sino que es una sorpresa constante. Llego a ella por los caminos más diversos.
¿Puede poner un ejemplo?
Piense en la categoría de la universalidad, y en la reflexión que se ha desarrollado sobre ella y sobre la mejor manera de gestionarla. Se trata de una categoría filosófica que ya encontramos elaborada en Platón, en la doctrina de las ideas. Pero hoy es un tema fundamental. Por ejemplo, la respuesta a la pregunta sobre qué es el bien debe ser una respuesta de valor universal. En otras palabras, “bien” es algo compartido por todos, universal; si no, no es un bien. Justamente saliendo al encuentro de esta exigencia, Platón concibe un mundo completamente abstracto, hipotético, en referencia al cual tiene valor lo que existe. Pero en realidad nosotros no vivimos así. Nosotros vivimos el intento concretísimo de captar lo universal en lo que hacemos todos los días, experimentarlo en todos los detalles que nos rodean. No se trata de buscar una dimensión separada, distinta, sino de encontrar en lo concreto el signo de lo que trasciende. Esto solo es posible cuando hay algo universal que se ha manifestado en lo particular y en virtud de lo cual el particular es lo que es. Pues bien, esta dinámica es exactamente la misma que la de la encarnación. Es el movimiento de un Dios que se ha hecho carne, de tal modo que no solo da significado a lo particular, a lo concreto, a lo contingente, sino que hace a todos los particulares susceptibles de ser llevados a la dimensión de universalidad que les es propia.
¿Cómo se ha encarnado en su vida el sentido?
Yo fui educado en una dimensión católica. Nunca ha habido un salto, una separación. Lo que me ha sucedido a mí ha sido la experiencia de una presencia que me ha acompañado desde siempre, y en la que siempre trato de profundizar. A través de mi vocación filosófica, he aprendido a hacerme preguntas serias, que no pueden tener una respuesta ya preconcebida. Así, en un camino libre de prejuicios, mediante una búsqueda sin cálculos previos, aunque dolorosa, puede suceder que te encuentres con cosas que no han sido ideadas por el ser humano y que sin embargo le implican: algo que la filosofía no puede crear pero sí puede reconocer. La filosofía, entre otras cosas, sirve para criticar la mentalidad común, las ideologías más difundidas, para purificar nuestros pensamientos y reconocer lo que es duro, sólido, hermoso, verdadero, bueno, lo que realmente deseamos.
¿Cómo nació su pasión por la filosofía?
Yo soy de una familia formada por personas muy prácticas. Más concretamente, personas que trabajan el hierro, el acero (mi propio nombre remite a este oficio). Mi abuelo tenía una fábrica de fundición que fue destruida durante la guerra, mi padre era ingeniero. Pero a mí siempre me interesó, por el contrario, tratar de entender las cosas. Fue fundamentalmente el encuentro con mi párroco, en Génova. Yo era monaguillo y recuerdo que, cuando lo tenía todo preparado para la misa y ya no me quedaba nada por hacer, él me decía: «Ponte ahí y piensa», es decir, reflexiona sobre lo que estamos haciendo. A mí, aquella invitación a pensar, a pensar lo que no decido yo, me marcó.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón