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El mundo sigue necesitando a Tolstoi

Lucía Castañeira
27/08/2014

El Conde Tolstoi está a las puertas de un monasterio. Tiene ochenta años. Se ha escapado de casa y de aquellos que lo rodean. No se atreve a llamar a la puerta por miedo a que los monjes lo rechacen, a él que ha sido excomulgado, que ha sido casi blasfemo. Pero es una voz querida y respetada por los rusos de su tiempo. Tolstoi no llegó a cruzar las puertas del monasterio y murió pocos días después rodeado por los suyos en una estación.
¿Quién es este hombre a través del cuál tantas personas, entre ellas Gandhi, se han interesado por el cristianismo o se han visto interpeladas a profundizar en él? La exposición “Tolstoi: el grito y la respuesta” presente en el Meeting de Rimini 2014 nos ofrece un retrato fidedigno del escritor.
Valentina Alekseeva, comisaria del Museo Tolstoi de Moscú, no dejó de comentar su sorpresa por la relación tan clara que hay entre la "periferia existencial" que el Papa Francisco señala en la persona misma y el corazón inquieto de Tolstoi que en 1880 escribe sus Confesiones. Un buscador incansable, como cuenta Alekseeva, cuyo fin último en la vida fue plantearse preguntas sobre el hombre, las mismas que nos plantea visitar hoy esta exposición, las mismas que no se agotan nunca, “para las cuales no se puede llegar a una verdad final”.
Giovanna Parravicini, de la Christian Rusia Foundation, describe a Tolstoi como el artista de la sensibilidad, que sentía aversión frente a todo lo que percibía como estricto, en el sentido de que no abre a la totalidad de la vida. De ahí que lo veamos enfrentado a la Iglesia Estatal de su tiempo con todas sus normas, a Dios, tal y cómo él lo concebía, o al zar.
Se adentraba con empatía y caridad en aquello que describía, ya fuese una madre dando el pecho o la sensibilidad de un animal. Y si bien no menciona a Cristo ni una sola vez, éste se asoma una y otra vez detrás de las preguntas de los personajes de Tolstoi como de las suyas propias. En esta exposición Tolstoi se revela como un amigo porque, al igual que Leopardi lo fue por don Giussani, su seriedad en plantearse las preguntas humanas proclamó implícitamente la existencia de una respuesta.

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