En la primera entrega habíamos visto cómo “estallaba” la Primera Guerra Mundial de una forma –al menos en cuanto a las dimensiones que asumiría– imprevisible; como ya advirtió Virginia Woolf: «De improviso, como una grieta en una calle asfaltada, la guerra». Imprevista –y devastadora– fue sobre todo para un pueblo que fue sacrificado, para los millones de “soldados” que pasaron inviernos tremendos en las trincheras, que dieron la vida en asaltos indiscriminados para avanzar un puesto que luego revelaría su insignificancia, que vieron consternados los primeros bombardeos aéreos y que pudieron defenderse a duras penas con máscaras primitivas de los ataques con gases. El historiador Emilio Gentile escribe: «Diez millones de muertos y el fin de un mundo fundado sobre el primado de Europa y sobre la fe en el progreso de una modernidad triunfante guiada por la razón, fueron el resultado de la concatenación de los acontecimientos originada por dos tiros de pistola disparados en Sarajevo hace cien años».
Mi abuelo. El único abuelo que he conocido estuvo en la Primera Guerra Mundial y se vio implicado en la derrota de Caporetto. Cuando yo era pequeño él estaba demasiado viejo y enfermo como para contarme algo de aquella experiencia, pero me resulta fácil imaginar el desconcierto de un muchacho de apenas dieciocho años que debe partir al frente para luchar en una batalla de la que no entiende muy bien ni las motivaciones reales, ni el desarrollo, ni mucho menos qué podía ganar él allí.
Vivía en una aldea, trabajaba como campesino y no le interesaba mucho la propaganda intervencionista que fascinó a muchos de sus coetáneos de ciudad, los que habían estudiado, los que, como escribió Clemente Rebora, veían la guerra como una mujer hermosa a la que conquistar. Me resulta fácil imaginarlo mientras trata de hacerse entender con algún amigo –qué se yo, de Verona, o de Salerno– que habla un dialecto incomprensible para él, o más sencillamente tratando de entender las órdenes dictadas en esa lengua que en su pueblo nadie hablaba nunca: italiano. Pero entenderse era cuestión de vida o muerte. Y debía ser sorprendente descubrir cómo todos en la trinchera, aun con todas sus diferencias, en el fondo tenían los mismos sentimientos y deseos: escribían a su novia, a su mujer o a sus padres, sentían nostalgia por la lejanía de su casa, entonaban canciones tristes y alegres, recitaba las mismas oraciones en latín, esperaban un futuro de paz.
Muchos historiadores han observado que los “ciudadanos italianos”, que la clase política del Risorgimento no había sabido forjar –«Hecha Italia, ahora hay que hacer a los italianos», decían–, se construyeron a sí mismos en el crisol de la guerra, allí descubrieron por sí mismos que tenían algo que hacía de ellos un “pueblo”. A pesar de que desde hacía mucho tiempo esa palabra estaba perdiendo su significado.
Pueblo y masa. Charles Péguy escribía en 1913: «Si viviera lo suficiente para llegar a la edad de las confesiones, trataría de hacer todo lo posible para recuperar lo que era, en torno a 1880, todo ese bellísimo mundo de obreros y campesinos; en una palabra, ese pueblo estupendo. Era un mundo donde este hermoso nombre, esta preciosa palabra que es pueblo, encontraba su plena, clásica encarnación. Hoy, cuando se dice pueblo, se hace literatura, y una de las más decadente, una literatura electoral, política, parlamentaria. El pueblo ya no existe». De hecho, el pueblo llevaba décadas sufriendo una transformación radical: la enseñanza general sobre todo, a menudo puesta al servicio de la ideología dominante entre las clases poderosas, estaba intentando convertir ese pueblo, sustancialmente constituido por la coincidencia entre la fe cristiana y la vida cotidiana, en algo diferente: una indistinta masa al servicio de estrategias decididas en los centros de poder. La Primera Guerra Mundial fue el trágico culmen de esta terrible instrumentalización, en palabras de Gentile, «declarada por los gobernantes sin consultar a los gobernados».
Sin embargo, al pueblo todavía le quedaban energías suficientes como para emanar una linfa de humanidad auténtica, aun en condiciones terribles. Basta pensar en los conmovedores cantos alpinos, que siguen siendo la expresión más impresionante de lo que verdaderamente fue aquella guerra, el tormento que causó en el cuerpo vivo de aquel pueblo, así como el heroísmo y la entrega que provocó. Como el fenómeno de “confraternización” que tuvo lugar de forma masiva en la Navidad de 1914 y siguientes, narrada en la famosa película Feliz Navidad. Soldados que normalmente se disparaban unos a otros desde las trincheras, separadas tan solo por unas pocas decenas de metros de “tierra de nadie”, soldados que no entendían el idioma los unos de los otros, soldados que habían sido adoctrinados para odiar ferozmente al enemigo, soldados exhaustos después de varios meses de frío y de hambre, celebraban juntos el nacimiento del Señor. Reconocieron que había algo que les unía más allá del hecho de combatir en diversos frentes: ser miembros del mismo pueblo cristiano, formar parte de la única familia humana.
El enemigo. Comunismo, fascismo y nazismo (por orden de aparición) apostaron precisamente por la transformación del pueblo en masa para reforzar su poder. Hasta la Segunda Guerra Mundial, que algunos definen como la continuación y conclusión provisional de la Primera. Obviamente, el pueblo-masa al que se dirige el régimen totalitario está exclusivamente formado por los que se resignan a servir ciegamente al líder; el resto son enemigos que hay que eliminar. Así, en la Unión Soviética los que mantenían alguna experiencia de auténtica solidaridad como pueblo (campesinos, creyentes, miembros de un determinado gremio) serán marcados como “enemigos del pueblo”: el derrumbamiento ideológico llega así a su cénit. Aunque, a decir verdad, este fenómeno de la pérdida de la conciencia popular proseguirá incluso después del segundo conflicto mundial; muestra de ello es la gran intuición de Pasolini sobre la «homologación cultural». Pero esa es otra historia.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón