«Cuando me llamaron de la National Portrait Gallery, diciendo que les parecía que yo era la persona idónea para hacer aquel retrato, me puse muy nervioso. Me preguntaba: “¿Estoy en condiciones de hacer algo que aporte un mensaje por mi parte? ¿De verdad puedo decir algo nuevo sobre personas como estas?». Esas personas eran la reina Isabel de Inglaterra y el príncipe Felipe, su marido. El que habla es, en cambio, Thomas Struth, que por aquel entonces – era el año 2011 – tenía 57 años y era ya uno de los fotógrafos más relevantes del arte contemporáneo a nivel mundial.
El relato de aquella historia que hizo Janet Malcolm en el New Yorker es una pequeña joya. Permite entender mucho mejor quiénes son el matrimonio Windsor y quién es aquel austero fotógrafo alemán.
Antes del posado, Struth estudió al detalle antiguos retratos de los reyes y todos le habían parecido insatisfactorios. Sobre todo debido a los fondos, que tendían a distraer la vista del espectador. Después de visitar el Buckingham Palace, decidió que aquella no era la ambientación adecuada: demasiado desorden. Le propusieron los salones del Castillo de Windsor: el verde, el rojo, el blanco. Eligió el verde y pasó un día entero haciendo pruebas. Luego pidió ver el vestuario de Su Majestad y unas horas después le presentaron veinte vestidos distintos. Eligieron uno de brocado azul pálido con adornos que combinaba bien con el fondo verde oscuro.
Antes de aceptar el trabajo leyó la biografía de Isabel: «Sentí mucha simpatía hacia ellos. Son de la generación de mis padres. Ella tiene exactamente la edad de mi madre y Felipe nació en 1921, dos años después que mi padre. Acepté por razones que no quiero explicar pero pensé que me caerían simpáticos». Janet Malcolm observa que la asociación con sus padres resulta paradójica, puesto que su madre había formado parte de la Hitlerjugend y su padre había combatido en la Wehrmacht entre 1937 y 1945. Y en ese «por razones que no quiero explicar», la periodista observa que debe haber algo de ese complejo, muy común en la generación de Struth, que podía hacerle sentir perseguido por su pasado ligado al nazismo. «Si quieres saber cómo me formé», confesaba Struth a Malcolm, «lo más importante fue la cultura de la culpabilidad en que nací y que me rodeó durante mi infancia».
Thomas Struth se inscribió en la Academia de Arte de Düsseldorf en 1973, y el año siguiente hizo el curso de pintura de Gerhard Richter, hoy considerado por muchos el mejor pintor vivo. Se acercó a la pintura surrealista e hiperrealista, pero las fotografías preparatorias le convencieron de que lo que realmente le interesaba no era tanto la pintura como la creación de imágenes: «En las fotografías ya estaba lo que quería mostrar», explicó al New Yorker. El propio Richter será quien le proponga asistir al recién nacido curso de fotografía de Bernd y Hilla Bercher. Ambos fotógrafos se habían hecho famosos en todo el mundo por su trabajo sobre las “tipologías” de instalaciones industriales: como torres de refrigeración o extracción, gaseoductos, altos hornos, silos y almacenes. Objetos que destacan en un cielo gris claro, con una amplia gama de tonos grises. Auténticas «esculturas anónimas». Después de Struth, en los años siguientes asistirán a los cursos de los Becher artistas como Andreas Gursky, Candida Höfer, Thomas Ruff, Elger Esser o Axel Hütte. Tendencia a la catalogación, retratos frontales, utilización de máquinas fotográficas de gran formato: son las principales características de lo que se definirá como “La escuela de Düsseldorf”. A todo ello habrá que añadir la introducción del color y la impresión en grandes formatos, obtenida gracias a las avanzadas técnicas de impresión del laboratorio Grieger presente en la ciudad alemana.
«La gran influencia pedagógica de los Becher fue introducirme a mí y a otros en la historia de la fotografía y en la de sus grandes figuras. Eran unos profesores fantásticos porque mostraban la complejidad de la conexión entre las cosas. Con Bernd e Hilla no se hablaba solo de fotografía: discutíamos de cine, de periodismo, de literatura, todos temas muy amplios y complejos. Algo típico en Bernd, por ejemplo, era decir: “Tenéis que entender tanto las fotografías de París de Atget como la visualización de Marcel Proust”».
Su primer trabajo en blanco y negro sobre las ciudades, en el año 1976, fue una investigación sobre el alma de los lugares donde vivimos. «Para mí, al principio, la pregunta era: ¿cómo se vive la relación con la historia? Luego empecé a preguntarme: ¿cómo se incorpora la historia en la arquitectura de una ciudad? ¿Cómo se representa una comunidad en su propia arquitectura?». Un trabajo de catalogación sistemático, privado de emotividad, que trata de hacer hablar a los edificios y mostrar la relación entre ellos.
Pero, como el resto de alumnos de Becher, Struth se dio a conocer traicionando en cierto modo las enseñanzas de sus maestros y abriéndose al mundo. Lo hizo eligiendo dos series paralelas. Por un parte, un viaje por los grandes museos. Por otra, una serie de retratos de familia. Una de las imágenes más famosas de las Museum Photographs es la del interior del Panteón, realizada en 1992 y subastada en junio de 2013 por 1,2 millones de dólares. Es una imagen de metro ochenta de altura y dos metros y medio de ancho, de la que se imprimieron solo diez ejemplares. Muestra una vista del interior de lo que probablemente sea el lugar más antiguo del culto occidental cuya edificación se mantiene tal cual. La majestuosidad de la cúpula se sitúa por encima de un grupo de turistas. La relación entre la figura humana y la arquitectura se inclina a favor de esta última. Una representación plástica de la idea de ciudad eterna. Los colores tenues y la luz difusa transmiten una actitud no de ostentación, sino de contención. La espectacularidad del formato, un auténtico marco de fábrica de la Escuela de Düsseldorf, permite contemplar la multitud de detalles casi como si se estuviera ante un pequeño retablo.
El mismo tema se aborda en dos maravillosos “retratos” del Duomo de Milán y de Notre-Dame de París. Situadas desde un punto de encuadre misterioso, las fachadas de ambas catedrales aparecen cortadas en su parte superior y da la impresión de tener una vista panorámica y cercana a la vez.
En realidad, con el tiempo, la investigación sobre museos se concentra cada vez más en los visitantes. Como si Struth se preguntase: «¿Por qué se va a los museos? ¿Qué busca la gente en estos lugares?». El resultado son imágenes de gran nivel técnico, teniendo en cuenta que el fotógrafo utiliza, en ambientes cerrados y a menudo poco iluminados, una máquina de gran formato que no permite disponer de tiempos cortos para el posado. Por este motivo, en muchos casos, algunas de las figuras aparecen borrosas. Son muchos los momentos poéticos en esta serie. Como la mujer del Art Institute de Chicago, que parece adentrarse en un camino dentro del cuadro de Gustave Caillebotte, “La Place de l'Europe, temps de pluieun”. O la chica que queda encantada ante el David de Miguel Ángel y que, inconscientemente, adopta la postura del héroe bíblico.
Este trabajo muestra una traición más profunda al estilo de los Becher: aquí ya no es un fotógrafo documental sino que busca una dimensión más profunda: «Pienso, espero, que mis fotografías poseen un poder simbólico con el cual el espectador puede conectar. Que tengan un poder simbólico es importante para mí, aunque a menudo es un poder silencioso».
El hecho de que la National Portrait Gallery de Londres le buscara para el retrato de la reina Isabel no se debe solo a su fama internacional. Struth había empezado a realizar, desde hacía al menos una década, una serie de retratos de familia. Un género muy diferente al del retrato individual, casi desaparecido en el arte contemporáneo, ya antes abandonado por la pintura a favor de la fotografía profesional y luego convertido en exclusivo para fotógrafos amateur. Los sujetos eran al principio conocidos y amigos del fotógrafo. La imagen se tomaba habitualmente en la casa de la familia, y los propios miembros elegían su pose. Una de ellas es la deGerhard Richter, que se retrató con su mujer y sus dos hijos pequeños. Al fondo, colgado en la pared, uno de sus cuadros más famosos que representa un cráneo. Hay varias familias amigas, vecinas o conocidas en Florencia y Nueva York, por ejemplo. Luego el trabajo se amplía y empieza a asumir un carácter documental que supera la dimensión privada. Como los Hirose en Hiroshima, los Ayvar en Lima o los Felsendeld en Philadenphia.
En la segunda mitad de los noventa, Struth atraviesa un momento de inquietud personal y artística. «Buscaba un poco de quietud en mi vida, no solo como artista sino como ser humano en un mundo donde vivimos a merced de deseos, proyectos y ambiciones insatisfechas. Mi pregunta era: ¿cómo se puede no vivir inquietos? Ahora veo que aquella pregunta en cierto modo se filtraba en mi trabajo en la medida en que buscaba captar la inquietud que sentía dentro y plasmarla en imágenes». Parece algo imposible, viendo los sujetos a los que se dedicó desde entonces: bosques y laboratorios de alta tecnología. A propósito de la serie Paradise, dedicada a bosques más o menos exóticos, dice: «Quería realizar fotografías donde las cosas fueran tan complejas y detalladas que podrías mirarlas siempre y no ver nunca todo. Noté que la gente pasa mucho tiempo mirando en silencio estas imágenes. Delante de estas fotos hay mucho más silencio que frente a las demás».
El otro “viaje” le llevó al Kennedy Space Center de Cabo Cañaveral y al instituto Max Planck al norte de Alemania. Líos de cables, formas geométricas misteriosas, colores vivos, superficies impolutas. «Para mí son los paisajes del cerebro moderno. Hoy se da esta inversión unilateral en ciencia y tecnología, concebidas como promesa para un futuro mejor – el iPhone, internet, la nube. Me parece que se ha dado una disminución del pensamiento político y del compromiso, nuestro pensamiento se pliega sobre deseos auto-centrados que se repiten hasta el infinito. Por eso quería que estas imágenes resultaran en cierto modo agotadoras».
Estamos a años luz de la tradición del reportaje humanista de Werner Bishof o Cartier-Bresson. Allí se trataba de captar momentos en que el hombre aparece en su verdad, aquí se recurre a lo que tenemos siempre ante nuestros ojos pero que ya no somos capaces de ver. El hombre no está dentro de las fotos, sino fuera, mirando. Es el fotógrafo, y nosotros estamos con él. Sean O’Hagan, en el Observer, hablaba de una «vigilancia tranquilla», que Struth va buscando en todas sus imágenes. «Un eco de su misma presencia como fotógrafo y como hombre».
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