Para responder a la última pregunta de la Asamblea de los Ejercicios de la Fraternidad, Julián Carrón recurrió a una extensa cita de Romano Guardini. La cita es un extracto de la parte final de El ocaso de la edad moderna, un libro escrito por el filósofo alemán en 1950. En esas páginas Guardini afronta cómo pueden haber asumido como suyos los valores de la cultura cristiana quienes emprendieron una lucha sin cuartel contra el corazón de esa experiencia y el contenido de la Revelación. «Defendían los frutos que Cristo había traído, separándolos de su origen», escribe. Se propone así «un cristianismo sin Cristo». ¿Cuáles son las conexiones entre aquellos juicios de Guardini y nuestro tiempo? ¿Qué implicaciones tienen? Hemos intentado profundizar en la página guardiniana con Massimo Borghesi, filósofo y profesor de Filosofía Moral en la Universidad de Perugia, autor de numerosos libros, entre los que se encuentra uno dedicado concretamente a Romano Guardini (Romano Guardini. Dialéctica y Antropología, Studium, 1994). No lo hemos hecho por un mero ejercicio filológico, sino por entender mejor los juicios que expresa el autor y contrastarlos con nuestra experiencia de hoy.
En la última parte de El ocaso de la Edad Moderna, Guardini afirma que la cultura secularizada adopta una peculiar postura hacia el cristianismo. «La negación se dirige contra el contenido mismo de la Revelación».
¿En qué consiste esta negación?
Tengo que decir que, en los tres últimos siglos, de la Ilustración en adelante, no se consigue aceptar la hipótesis de la Revelación, el hecho de que Dios pueda manifestarse en la carne de un hombre.
Otro tema es la moral a la que Cristo da origen: ésta puede ser compartida prescindiendo de la fe en Jesucristo. En esa obra de 1950, como ya había hecho antes en Mundo y persona (1939), Guardini critica el proceso moderno de la secularización, ése que separa a Cristo de Dios, de la Iglesia y de la cultura cristiana. Así pues, por un lado, se magnifica a Jesucristo como un personaje extraordinario, un idealista que, como Sócrates, se sacrificó por sus ideas; por otro, se considera que la Iglesia ha mistificado y deformado el mensaje original de Jesús, divinizando inapropiadamente la figura de un hombre ejemplar. El dogma sería la falsificación obrada por la comunidad cristiana del proceder de un hombre que nunca pensó en ser reconocido como Dios. Por ello, la Ilustración separa el “Cristo de la fe”, es decir, el de la Iglesia, del “Cristo de la Historia”, que puede ser descubierto “arqueológicamente” tan sólo con remover los sedimentos producidos por la conciencia eclesial. El resultado es el ateísmo del siglo XIX. Si no se puede tener en cuenta el testimonio de los apóstoles, si carece de valor “jurídico”, entonces no existe ningún “hombre-Dios”: el cristianismo sería el fruto de una gran ilusión.
Guardini afirma que la cultura moderna se apoya en los valores nacidos del mundo “cristiano” a la vez que niega el vínculo con la Revelación. ¿Cómo se llega a esta operación?
A pesar de todo, el respeto que manifiesta la Ilustración por la figura de Cristo se extiende a la moral cristiana, considerada como la más “humana”, la más igualitaria. Los modernos, tras haber “humanizado” a Cristo, se adueñan de su moral y la consideran como una doctrina universal al alcance de todo hombre de buena voluntad. Tal “apropiación” es juzgada por Guardini, en El ocaso de la Edad Moderna, como una maniobra “desleal”: no se pueden separar los valores cristianos de la figura real, divina y humana, de Jesucristo. Separados de él, decaen, pierden fuerza, se tergiversan. En su obras sobre Pascal, Guardini escribe los siguiente: «No se puede escindir el “pensamiento cristiano de Dios”, la “verdad cristiana” del Cristo concreto. La doctrina cristiana permanece cristiana mientras se recoge, por así decirlo, de los labios de Jesucristo; mientras se entiende como algo vivo que procede de Él, de su ser y su actuar. No existe una “esencia del cristianismo” que pueda separarse de Cristo Jesús –subrayo y reitero, que se pueda escindir de Él– de modo que pueda expresarse en un sistema conceptual autónomo. La esencia del cristianismo es Él; lo que viene de Él y a Él se encamina, lo que vive en Él y en torno a Él, oído de Su viva voz y leído en Su rostro». Los valores cristianos se hacen evidentes a partir de una “atmósfera”, de un contexto viviente, de una relación con otro u otros que permite percibir a Cristo de forma sensible. Lejos de este contexto, esos valores se convierten en irreales, utópicos, abstractos.
Guardini, mirando con realismo el avance de la secularización, subraya que el «tiempo venidero producirá una claridad terrible, pero saludable». ¿Qué pretende decir con una afirmación de este tipo?
La “claridad” significa el fin del usufructo por el que la Ilustración se apropia de los valores rechazando, sin embargo, su origen. Es el fin de la “deslealtad” moderna. «Ese doble juego», escribe Guardini, «que, por un lado, rechaza la doctrina y el orden cristiano de la vida, y por otro, reivindica para sí las consecuencias humanas y culturales de esa misma doctrina». Podemos observar la posición que hoy mantiene Habermas: para él la Ilustración debe volver a confrontarse seriamente con la dimensión religiosa, porque ya no es capaz de crear sentido en su propia casa. Es una respuesta inteligente a la crítica guardiniana. Hay que notar que, para Guardini, el error no estaba tanto en la indebida apropiación de los valores cristianos por parte de la cultura laica, sino en utilizarlos contra el propio cristianismo.
Un cristianismo sin Cristo se vuelve contra el cristianismo con Cristo: es la historia del humanitarismo en los siglos XIX y XX. Si bien, según Guardini escribe en 1950, «esta ambigüedad acabará cesando. Se consideran sentimentales los valores cristianos secularizados y la atmósfera se purificará de ellos. Llena de hostilidad y de peligro, pero limpia y abierta». Guardini entrevé el resultado nihilista de la secularización y reconoce en ello una oportunidad para la fe se clarifique. El ocaso del mundo y la cultura “cristianos” obligan a la fe a tomar una decisión para salir de las nieblas de lo mundano.
De hecho, según Guardini, el cristiano, en los tiempos venideros, se encontrará cada vez más viviendo sin patria, sin ser comprendido. Para resistir al peligro, Guardini indica dos condiciones: «La madurez de juicio y la libertad de elección». Intentemos comprender qué significan estas dos condiciones.
Para Guardini, el creyente sólo será capaz de soportar la hostilidad de este tiempo si su fe se fundamenta en el conocimiento y la libertad personales. Giussani traducirá a su manera esta intuición cuando, en un coloquio con Giovanni Testori en 1980, afirmará que «éste es el tiempo de la conciencia personal. Ya no se pueden hacer más cruzadas o movimientos [...]. Cruzadas o movimientos organizados. Un movimiento nace cuando se despierta la persona. Es algo impresionante». Sin embargo, de modo distinto que en Giussani, en Guardini esta percepción se desliza hacia una posición sombría, tendencialmente apocalíptica: «La soledad de la fe será tremenda. El amor desaparecerá de la conducta general. Ya no se comprenderá, y se convertirá en algo precioso en su pasar de un individuo solitario a otro». La fuerza de la gracia se comunica de un yo solitario a otro solitario. Joseph Ratzinger, en Mirar a Cristo, dice: «De experiencia en experiencia». Es diferente. En Guardini, al final de su libro El ocaso de la Edad Moderna, ya no existe la Iglesia, ni la tradición cristiana; no queda nada. Permanece la fe heroica del individuo aislado que resiste el gélido viento del nihilismo. En un artículo que escribí para 30 Días en 1992 titulado Un nuevo inicio, comparé esta perspectiva y la de Mounier en Fe cristiana y civilización con la de Giussani. Emergía de ello una diferencia considerable: entre quien aún es cristiano y persevera en medio del derrumbamiento de un cierto tipo de mundo (Guardini, Mounier) y quien está en el mundo y se convierte en cristiano por gracia (Giussani). Este cambio se halla ligado a la gracia de un encuentro, a la presencia de los testigos que hacen presente la humanidad de Cristo. A la “decisión” de Guardini le falta la “alteridad”, el rostro del Otro. No se puede “decidir” permanecer en un lugar si es inhóspito y la compañía pésima. El tiempo del nihilismo no es sólo el tiempo de la decisión; es también, y sobre todo, el tiempo de la “gracia”. Se puede decidir seguir a Cristo sólo si se Le puede mirar, sólo si Él nos “mira” con misericordia, sin condenarnos por nuestros pecados.
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