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Algo similar a la gracia

Fabrizio Sinisi
17/06/2014
Pasolini, Laura Betti y Goffredo Parise  <br>en el Premio Strega, 1960.
Pasolini, Laura Betti y Goffredo Parise
en el Premio Strega, 1960.

Nada más entrar, ya en la primera sala, dos detalles te sacuden. La exposición Pasolini-Roma parece desde fuera algo monumental y triunfal, pero en cambio se apega luminosamente a los detalles. El primero, un brevísimo video: Pasolini, en los primeros años sesenta, entrevistado en la primera y paupérrima casa de Rebibbia donde vivió con su madre durante tres años, al llegar a Roma con «una maleta y unas cuantas alegrías que resultaron ser falsas». Señala el palacio, la calle, y dice en tono de invitación: «Mire, la realidad habla». Y se pone a contar su vida y la de la periferia romana, sin separar nunca la historia de su propia persona y la de “su” gente, con una pasión tan humana que años después, en el 74, después de leer un artículo suyo, “El vacío del poder en Italia”, don Giussani llegó a decir que había que leer a Pasolini porque era «el único intelectual católico, el único».

En segundo lugar, una poesía – en realidad es poco más que unas notas en verso anotadas en un folio – de 1950: «¿Adulto? Nunca – nunca, como la existencia / que no madura – permanece siempre tierna, / de día espléndido en día espléndido – / no puedo sino permanecer fiel / a la maravillosa monotonía del misterio». Tanto las razones de la grandeza como las de la desesperación de Pasolini parecen estar ya en esos versos: una fidelidad al misterio de la realidad parece irreconciliable con una posición adulta, madura.

¿Cuál es – parece preguntarse – el precio de la libertad, de un compromiso serio con la realidad, de una vida a la altura del propio amor? Para Pasolini ese precio fue, sin duda, la soledad: «Doy vueltas / más moderno que todos los modernos / buscando hermanos que ya no están».

Una soledad de impotencia e incomprensión que Pasolini reiteró muchas veces
, aparentemente en el vacío – una soledad que ni siquiera el sueño marxista supo llenar. Escribe a su madre en su famosa Súplica: «Por eso está condenada / a la soledad la vida por ti dada. // Y no quiero estar solo. Tengo infinita hambre / de amor…». Todo habla de la estatura de un deseo que él siente como una maldición inexorable, como un destino maldito.

El recorrido de la muestra parece avanzar por el eje de una promesa fallida: Pasolini apunta tan alto que el interlocutor, si existe, fracasa siempre. Sin embargo en la mayoría de las fotos de la exposición Pasolini aparece siempre acompañado: por su madre, por amigos… La soledad que él denuncia es evidentemente algo más profundo.

El elogio fúnebre de su amigo Alberto Moravia y la dedicatoria cinematográfica de Nanni Moretti en Caro Diario sobre las conmovedoras notas de Keith Jarrett testimonian tanto su afecto como su incomprensión – una nostalgia de su persona que se corresponde con una fatigosa resignación ante los problemas que le agitaban, como si de la pasión por la realidad que animaba a Pasolini solo quedara un triste residuo post-ideológico, la huella siempre visible de una derrota. Su homicidio, en el año 1975, parece testimoniar el fondo trágico de esa impotencia derivada de una «furia por entender» que raramente se encuentra en la literatura de aquellos años. Pasolini fue un hombre cuya grandeza, antes de cualquier otra consideración, residía en el deseo de que amar y entender fueran las dos caras de un único gesto: «Solo el amar, solo el conocer / es lo que cuenta; no el haber amado, / no el haber conocido. Angustia // el vivir de un consumido / amor. Deja de crecer el alma».

La exposición sigue una estructura de bloques cronológicos desde el año 50, el año de su llegada a Roma, hasta el 75, el año de su muerte. Permite así captar fácilmente una cuestión sin la cual no sería posible leer a Pasolini: que todo lo grande que emerge en su obra es un drama vivido personalmente, en primera línea, por un hombre de acción. Pasolini habla del mundo para hablar de sí mismo; y viceversa, al hablar de sí habla del mundo. La realidad se le pone de manifiesto solo mediante la dura y también arriesgada experiencia personal. El yo solo descubre su propia naturaleza dentro de un continuo y obstinado cuerpo a cuerpo con las cosas. Según esta lógica, también la política se convierte en un hecho que verificar históricamente, individualmente, carnalmente. En casi todas las salas de la muestra podemos ver un mapa de Roma: pocos poetas necesitan para ser comprendidos, como Pasolini, no solo de la historia sino también y sobre todo de la geografía.

Cuando en 1955 publica sus historias romanas, irrumpen en sus páginas la lengua, el mundo, la selvática vida “de lo verdadero” del proletariado romano, y no lo hace por un gusto documental, sino sobre todo para reclamar la urgencia de un conocimiento más verdadero, por el inexorable deseo de volver a encontrar en la realidad algo similar a la gracia. Su amor por los barrios romanos nace de un ansia de pureza, unida a la certeza de que en el hombre persiste algo verdadero, santo. Estas urgencias, estas esperanzas son lo que inspira esa obra extraordinaria e imprevisible que es El Evangelio según san Mateo, donde los chavales de la periferia romana interpretan a los apóstoles, su madre Susana representa el papel de la Virgen, con la idea inicial – que luego abandonó – de confiar la parte de Cristo al poeta ruso Yevtushenko, y que luego dio a un estudiante universitario español al que conoció casi por casualidad.

En una carta al productor Alfredo Bini explica así los criterios que le inspiraron este Evangelio: «Desde el punto de vista religioso, para mí, que he intentado recuperar para mi laicismo los caracteres de la religiosidad, tienen valor dos datos ingenuamente ontológicos: la humanidad de Cristo se ve impulsada por una fuerza interior, por una irreductible sed de saber y de verificar el saber, sin temor por el escándalo y la contradicción, que hacen que la metáfora “divina” se encuentre en los límites de la metaforicidad, hasta ser idealmente una realidad. Además: para mí la belleza es, siempre, una “belleza moral”, aunque esa belleza llegue hasta nosotros siempre mediada por la poesía, o la filosofía, o la práctica; el único caso de “belleza moral” no mediada, sino inmediata, en estado puro, yo lo he experimentado en el Evangelio». Al terminar el film, se declarará sorprendido por una obra, a diferencia de sus intenciones iniciales, «hecha con gran distancia y silencio. El evocación prevalece ahora extrañamente sobre la representación. El caos ha recuperado una imprevista pacificación técnica y estilística. Me preguntó por qué».

A Pasolini se le conoce hoy principalmente por las posiciones que expresó durante los últimos años de su vida: sus artículo en el Corriere della Sera (sus Escritos corsarios y Cartas luteranas) donde denunciaba la mutación antropológica de la sociedad italiana, el peligro de la televisión («una nueva arma inventada para la difusión de la insinceridad, de la mentira»), la homologación cultural que estaba sufriendo el pueblo, «restando realidad a los diversos modos de ser hombres». Las de Pasolini no son intuiciones revolucionarias: no es ni el primero ni el más escrupuloso de quienes – entonces igual que hoy – diagnosticaron un cambio, una especie de precipicio, de deficiencia sobrevenida en el sentir de los hombres. Las posiciones de Pasolini encuentran su potencia no en su novedad sino en otra parte: en la autoridad de quien ha vivido y sufrido ese drama en primera persona, «en mi cuerpo». En su Teorema escribe: «Estoy lleno de una pregunta que no sé responder».

La grandeza de su esfuerzo tal vez radica, paradójicamente, justo en su sentimiento de ser incompleto, en la nostalgia con que su inteligencia se descubre impotente y herida: «Siempre falta algo, hay un vacío / en toda intuición mía. Y es vulgar, / jamás fue tan vulgar como en esta ansia, / en este “no tener a Cristo” – un rostro / que sea instrumento de un trabajo no del todo / perdido en la soledad de la pura intuición» (Poesía en forma de rosa).

La grandeza y el genio de Pasolini, así como su profecía, nacen en primera instancia de este ponerse en juego personalmente, sin lo cual amar y entender serían solo momentos distintos en una teoría quizás justa pero sin embargo nunca verdaderamente humana: «Para mí, aquel vacío en el cosmos estará siempre» (Trashumanar y organizar). No solo la conciencia de la necesidad de partir de la persona y en la persona, no solo la convicción de que en el hombre existe algo divino, sino también la esperanza de que este algo pueda «hacerse historia».

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