Además de gran pintor, arquitecto y escultor, en su larguísima vida, Miguel Ángel fue también poeta. Evidentemente por gusto, por pasión, y por necesidad de expresar lo que no podía decir de otro modo. De él se conservan 302 textos (algunos incompletos) y 41 fragmentos, que datan de los años 1503 a 1560.
Los textos más antiguos se sitúan en torno al año 1500 o poco más, y son meros apuntes: cuartillas sueltas, párrafos, versos, prosas para versificar. Denotan una actividad accidental, esporádica. Hasta los años veinte del siglo XIV, los textos que nos han llegado son muy pocos: menos de una veintena. Pero después de 1525, su empeño parece hacerse más constante y sistemático. Miguel Ángel llega por tanto a la poesía pasados los cincuenta, después de haber hecho ya milagros en pintura y escultura. Con el intento de reservarse una zona privada, escondida, no oficial, donde – como solitario que era – dialogar consigo mismo sin espectadores.
En sus rimas, Miguel Ángel habla siempre y sólo de sí mismo: no existe otro. Por un lado, el sueño de lo absoluto (una belleza absoluta), despertado en él por sus maestros de juventud; por otro, su fragilidad y su sed, que nada “normal” conseguía apagar. Por un lado, una pasión intensa por la materia (es decir, un gran amor por el mundo y por sus criaturas), y por otro, un desapego, en busca de algo más verdadero. En Miguel Ángel, en su visión del hombre y del mundo, se da una oscilación perpetua entre el bien y el mal, entre el valor y el des-valor: algo que sucede también en su percepción de sí mismo. ¿Quién soy yo? ¿Un genio, un santo, o el último entre los pecadores, o todo junto?
Su escritura es indudable, e intencionadamente, oscura y difícil, por varias razones: la tensión hacia lo esencial, la pasión cognitiva, la incesante y obsesiva experimentación con cánones comunicativos nuevos. Es poesía “privada”, y por tanto brusca y elástica en los cambios de tema y de tono. El Miguel Ángel poeta nunca se contenta. A menudo en sus cartas se lamenta de la dificultad, de la fatiga, del esfuerzo que conlleva la búsqueda de las palabras adecuadas para expresar su sentimiento de las cosas. Tres parecen ser sus motivos más exclusivos y fecundos: la política, el arte y el amor.
Sobre todo, la sátira política: antirromana en sus sonetos de juventud, y después antiflorentina, con un aire filorrepublicano a despecho del régimen instaurado por Cósimo I de Medici. Luego el arte: del pintor, y sobre todo del escultor, como pericia técnica e intuición creadora, que da paso a los movimientos del corazón, a las ideas y sentimientos para tomar conciencia de uno mismo mediante una forma concreta.
Por último, en sus poesías de amor Miguel Ángel pone al descubierto la clave auténtica y severa de esta experiencia, por la que todo hombre vive ese camino de deseo, privación y mendicidad que constituye su naturaleza humana. Del amor, Miguel Ángel refiere los grados extremos: los excesos místicos de quien anhela la unión con el corazón de la amada, y la desolación que sucede a la percepción de la propia indignidad. La desproporción será también uno de los motivos fundamentales de su poesía: la inadecuación del hombre respecto a los dones y promesas de su vida. La poquedad de los propios méritos, sean los que sean.
No faltan momentos proclives a la burla amarga de sí mismo y de lo que le rodea: para decir que nada basta para acallar la pregunta que el artista siente con urgencia. En un poema Miguel Ángel ofrece un autorretrato deformante y grotesco, donde afirma: «Estoy encerrado como la médula / por su corteza, aquí pobre y solo, / como espíritu ligado en una ampolla». Como si se sintiera prisionero en su propio cuerpo, “pobre y solo”. Parece que el poema le sirviera para pedir perdón. «El arte que aprecié y en el que fui / tan celebrado, ¿a dónde me ha llevado? / Pobre, viejo y esclavo de los otros, / deshecho estoy si no me muero pronto». ¿De qué le sirve el arte – se pregunta Miguel Ángel – si, a pesar de la fama, la vida se convierte en un naufragio? Resulta evidente el eco de la pregunta que Jesús hacía a la multitud: «¿De qué le sirve al mundo ganar el mundo entero si se pierde a sí mismo?».
En los años en que Miguel Ángel trabaja en la pintura del Juicio Universal (1536-41), había un debate candente sobre la relación entre la fe y las obras como justificación. ¿Qué puede hacer el hombre para salvarse? Es la pregunta que emerge en muchas de sus poesías: ¿el hombre puede parecer justo ante Dios por sus obras? ¿O bien debe reconocer su incapacidad y confiarse por entero a la Redención y al perdón de Cristo? En una carta a Miguel Ángel, datada en 1515, el fraile Lorenzo delle Colombe afirma: vivir cristianamente significa esculpir en el propio corazón la imagen de Cristo crucificado por nosotros. Y eso se hace con obras buenas y virtuosas, con obras de caridad.
Para Miguel Ángel, Cristo saca al hombre de sus ilusiones y despierta su conciencia y su conocimiento de la realidad. En su poesía, por un lado registra la injusticia del hombre pecador, que se refleja en su miseria, en la concupiscencia de su naturaleza, y por otro exalta la sanación obtenida por Cristo, que actúa en la tierra como experiencia de santificación mediante la fe. La llama de la fe hace al hombre capaz de obras buenas, como ya había sido revelado en las cartas de san Pablo.
En torno a 1555, Miguel Ángel escribe un soneto que termina así: «Pues aunque se aguarden tus promesas, / esperar es quizá, Señor, muy atrevido / que tan soberbia demora amor perdone. / Aunque tal vez en tu sangre se comprenda / que si par nunca tuvo tu martirio, / sin mesura serán igual tus dones». Aunque uno confíe en tus promesas, oh Señor, parecería imposible esperar que tu amor perdone nuestra exasperante indolencia al seguirte. Sin embargo, de tu sacrificio se deduce que, si tu sufrimiento por nosotros no tiene igual, tus preciosos dones serán igualmente desmesurados. Sólo en virtud del sacrificio de Cristo podemos esperar una regeneración de lo humano que, de otro modo, sería inconcebible.
Porque tus dones son sin medida. Tu amor es más fuerte que toda nuestra falta. Si Miguel Ángel lo escribía hace cinco siglos, hay motivos para creerlo. Reconocerle este intenso testimonio poético es lo que aún hoy nos ayuda a observar (y conservar) nuestra auténtica estatura humana.
* Profesor de Literatura italiana en la Universidad de Friburgo (Suiza)
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