El Salvador, Nicaragua, Guatemala, Líbano, Cisjordania, Franja de Gaza, Israel, Indonesia, Tailandia, India, Sri Lanka, Filipinas, Somalia, Sudán, Ruanda, Sudáfrica, Rusia, Bosnia, Chechenia, Kosovo, Rumania, Afganistán e Iraq. Donde haya habido guerra o hambre, allí ha estado el objetivo de James Nachtwey.
El guerrillero muerto que sale entre la foresta nicaragüense llevado a hombros por sus camaradas: torso desnudo y brazos abiertos, casi como un crucifijo. Un superviviente hutu con la cara marcada por el machete: tres cicatrices atraviesan su rostro, desde la oreja hasta la boca, signos de un remiendo hecho aprisa, símbolo de las heridas causadas a todo un país. El medio rostro de un joven checheno, cortado en la imagen a la altura de los ojos: cabeza rapada y al fondo una calle destruida. El filo de la guerra que se hunde en la piel de los chavales y de toda la ciudad. Y una mirada que intenta mirar adentro. Algunas imágenes de este fotógrafo norteamericano se han convertido en símbolos de todo un conflicto. Algo a lo que han contribuido los 25 galardones que ha recibido en los World Press Photo Awards, el premio más importante para un reportero gráfico.
James Nachtwey nace en 1948 y crece en Massachusetts. Se gradúa en Historia del Arte y Ciencias Políticas. Se adentra en la aventura del fotoperiodismo por las imágenes que le llegan desde Vietnam y las que narran la batalla por los derechos civiles en los años sesenta. «Los políticos contaban una cosa y los fotógrafos mostraban otra. Yo creía a los fotógrafos, igual que millones de americanos», afirmó en una conferencia en 2007. Antes de fichar por un periódico de Nuevo México, en 1976, trabaja a bordo de naves de la Marina mercantil y, mientras estudia fotografía como autodidacta, se gana la vida también como camionero y aprendiz de montador en la redacción de un telediario.
En 1980 se traslada a Nueva York y comienza su carrera como freelance. Al año siguiente le llega su primer trabajo en el extranjero, en Irlanda del Norte, donde documenta una huelga de hambre de los militantes del IRA. Desde entonces ya no dejó de visitar todos los puntos calientes del mundo. El pasado 1 de febrero, por ejemplo, estaba en Tailandia para cubrir los enfrentamientos en la plaza cuando un proyectil impactó contra su pierna. Dicen que se levantó y siguió haciendo fotos. «Él está hecho así», decían en la redacción de Time, el semanario para el que trabaja desde 1984.
En Iraq, en 2003, resultó herido por una granada. La misma que explotó en la mano de su compañero, Michael Weisskopf. «En los lugares a los que voy, puedes hacerlo todo adecuadamente pero también puedes llevarte una bala», declaró en una entrevista al National Geographic: «Muchas veces, personas que tenía cerca han sido alcanzadas, a veces incluso han muerto, pero yo no. Una vez un cohete cayó a pocos pasos de donde estaba yo y no explotó. Estaba delante de la Torre Norte del World Trade Center cuando se derrumbó y sobreviví. Pero más allá de los peligros físicos, he asistido a tantas tragedias que siento un gran peso». Los dos peores enemigos para él son el miedo y la rabia, aunque a esta última trata de aprovecharla en su propio beneficio: «Debía utilizarla, canalizar su energía, hacer que se convirtiera en algo que me aclarara las ideas en vez de confundirlas». Siempre lleva consigo, como un talismán de la suerte, una fotografía donde aparece él retratado con Nelson Mandela. «Es mi héroe, en todos los sentidos. Coraje, fortaleza, sabiduría. Él es lo mejor que puede ofrecer la humanidad. Es una imagen de paz, pero también de perdón, sin el cual la paz no podría existir».
A los 35 años, justo antes de ser aceptado en el exclusivo club de los mejores fotoperiodistas del mundo, la agencia Magnum, escribe un texto en el que trata de sintetizar qué es lo que le anima siempre a volver a los campos de batalla. «¿Es posible poner fin, con la fotografía, a una forma de comportamiento humano – la guerra – que ha existido siempre en el curso de la historia?», se pregunta Nachtwey: «Las proporciones de esta ambición parecen estar fuera de los equilibrios posibles de un modo ridículo. Sin embargo, esa es la única idea que me ha motivado siempre».
En 2012 Nachtwey recibe el Premio Dresden por la Paz. El encargado de hacer la laudatio es el cineasta alemán Wim Wenders: «No creo que haya que conocer la biografía de un fotógrafo para entender quién es. Porque lo muestra en cada una de sus imágenes. Cada fotografía contiene en sí otra, invisible en un primer momento. Un “contracampo” o, si se prefiere, un counter-shot, un contra-disparo. Esto nos recuerda que “hacer fotografías” se dice también “disparar”. La cámara fotográfica tiene un mecanismo de retorno. El ojo que mira a través del objetivo se refleja en la propia foto y deja una débil, y a veces oscura, huella del fotógrafo. Algo que está entre una silueta y una incisión. Una imagen, no de sus rasgos lineales exteriores, sino de su corazón, de su alma, de su mente, de su espíritu. Pero dejémoslo en la primera de estas palabras: corazón».
El corazón es, dice Wenders, el soporte sensible a la luz que produce la fotografía, no la película o el sensor digital. Es el corazón quien ve la imagen y la quiere capturar. Es en ese lugar donde se combinan el resto de señales que llegan en el mismo instante. Algunas son de tipo estético. Otros impulsos son de naturaleza ética y moral. Y aquí el cineasta alemán enumera los interrogantes que en ese preciso instante pueden pasar por la cabeza de un fotógrafo antes de disparar: «¿Qué les está pasando a las personas que tengo delante? ¿En qué consiste su dignidad? O mejor: ¿qué es lo que está violando su dignidad? ¿Estoy seguro de estar libre de prejuicios, o peor, de cinismo? ¿En qué me afecta esta imagen? ¿Tengo derecho a mostrarla a los demás? ¿Se puede interpretar de un modo equivocado? ¿Puedo ayudar si me acerco un paso más? ¿Y si me alejo un poco? ¿Qué tengo dentro del encuadre y qué dejo fuera?».
Alguien que ha intentado restituir lo que sucede detrás de la cámara fotográfica de Natchwey es el documentalista suizo Christian Frei, que en 2001 rodó un documental sobre él titulado War Photographer, que obtuvo una nominación a los Oscar. Frei montó una cámara sobre la Canon de Nachtwey que muestra, en tiempo real, dónde apuntaba el objetivo y el índice del fotógrafo al disparar. Largas secuencias durante las cuales se oyen los ruidos de la batalla y el motor de la película, mostrando la dinámica de trabajo del reportero de guerra. Nachtwey utiliza un objetivo gran angular, no sólo porque eso le obliga a respetar el lema de Robert Capa «si tus fotos no son lo suficientemente buenas, es que no te has acercado lo suficiente», sino porque permite mostrar mejor el contexto de la escena y, al mismo tiempo, impide que se pierda la perspectiva, haciendo aparecer cerca lo que está lejos (como en cambio sucede con un teleobjetivo).
Cuántas imágenes difíciles de captar emocionalmente. Las mismas que son difíciles de mirar. ¿Cuántas no habrá hecho o mostrado? Cuerpos filiformes demacrados por la escasez. Madres que llevan en brazos los cadáveres de sus hijos envueltos en sábanas blancas. Camiones que descargan a hombres sin vida en fosas comunes. Pero también niños que juegan subidos al cañón de un carro armado, o que saltan sobre una cama elástica suspendidos en un cielo azul. Madres, padres, hijos, soldados, rebeldes y terroristas. La guerra irrumpe en le vida cotidiana sacudiéndola. Pero a veces sucede que en el infierno aparece, de repente, un gesto amable, tal vez de dulzura o pietas. Muchas de sus imágenes recuerdan a personajes de las grandes obras de la historia del arte: «Muchas de mis fotografías, como las de algunos de mis colegas, parecen imágenes clásicas o bíblicas», dijo en una entrevista con motivo de la publicación, en el año 2000, de su libro más importante, Inferno: «Una madre que llora a su hijo muerto parece una Piedad, una fosa común recuerda a La puerta del infierno de Rodin, gente llevando a un herido recuerda a un Descendimiento. Es absurdo pensar que vamos por ahí intentando imitar imágenes de pintores o escultores del pasado para crear un nuevo arte. El modo en que una madre llora a un hijo es universal. Los estudios de la verdad era lo que proponían las imágenes clásicas o bíblicas. Yo creo que hoy estamos asistiendo a las mismas cosas que vieron los maestros del pasado. Son símbolos universales de la vida misma. Creo que pintarlos como mitos significaba para ellos santificar la vida y lo que le sucede a la gente común en esta tierra».
¿Qué ha aprendido después de treinta años de trabajo? En 2013 respondía así a esta pregunta: «Ahora sé que las decisiones se deben tomar según nuestros valores más altos, no según los más bajos. He aprendido la tolerancia, el respeto y el coraje. Y que ciertos enemigos deben ser derrotados».
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