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IRVING PENN. El rigor del estilo

Luca Fiore
25/03/2014 - Maestros de la mirada
Irving Penn.
Irving Penn.

Consiguió domar incluso a Anna Wintour, la tan temida directora de la revista Vogue America, para entendernos, aquella cuyo despiadado despotismo interpretó Meryl Streep en El diablo viste de Prada. Ella decía de él que era un hombre fascinante. «Anna, ¿cómo puedes publicar estas cosas?», le decía: «Esos títulos encima de las imágenes… No es posible que todo sea tan comercial». Era la Nueva York de los primeros años del segundo milenio, entre ellos era casi un rito quedar a comer de tanto en tanto en el Cantinori o en el Union Square Café. «Me costó un poco llegar a entenderle: cuando decía que no, era no de verdad», recuerda la reina de la moda.
Irving Penn entró en la redacción de Vogue en 1943 y en mayo de 2004 seguía allí, firmando la portada con una foto de Nicole Kidman vestida de Christian Lacroix. Espalda desnuda, vestido plateado y negro. El brazo izquierdo cubierto por un largo guante que llega más arriba del codo. La mano, en vez de apoyarse, se desliza por la cadera. El rostro de perfil, girado hacia la izquierda. Una cinta negra se entrelaza en su pelo dorado. A sus 87 años, el viejo Penn volvía a estar a la altura de su fama. Moriría pocos años después, en 2009.
La propia Wintour, en un homenaje reciente, le definió – a sabiendas de su exageración – como «uno de los mayores artistas del siglo XX». Sin duda fue uno de los mejores fotógrafos de moda, quizá el mejor. Aunque no sólo fue un fotógrafo de moda. De hecho, su verdadera grandeza estaba en otra parte, y conseguía elevar incluso lo que Penn se veía “obligado” a hacer por trabajo.

Estudió Pintura en la Museum School of Industrial Art de Philadelphia, donde conoció Alexy Brodovitch, director artístico de la revista Harpen’s Bazaar, que por aquel entonces daba clase de diseño gráfico. Gracias a Brodovitch, Penn conoció a Alexander Lieberman, que años después se convertiría en el director de Vogue y le contrataría como ayudante. En la primera etapa, su tarea consistía en inventar nuevas ideas para las portadas y transmitirlas a los fotógrafos, explicándoles las novedades que se querían introducir. Los fotógrafos de la vieja guardia no eran en absoluto receptivos y Lieberman le pidió a Penn que fotografiase él mismo las imágenes que necesitaban. La primera portada es de octubre de 1943, y está dedicada a los accesorios. Los objetos, un guante y un bolso, son retratados de cerca, sobre una mesa de madera, y al fondo, un cuadro con imágenes de limones.
En 1947, después de la guerra, empieza también a trabajar con celebridades y modelos. La primera foto de ruptura real fue la que pasó a la historia como Las doce modelos más fotografiadas. Lo que llama la atención no es sólo la equilibradísima composición, sino la ambientación, que simplemente no existe. La imagen no representa tanto a doce mujeres vestidas con modelos de alta costura, sino que muestra a modelos que posan dentro del estudio de un fotógrafo. La diferencia, bien pensado, es sustancial. Se percibe en el pavimento, que no está totalmente cubierto por la moqueta, y por el fondo, que aparece tal cual, no como un fondo neutro. El descuido intencionado del contexto entra en dialéctica con la elegancia y la belleza de las modelos y sus vestidos. Aquí está ya toda la poética de Irving Penn, que durante toda su vida trabajará entre las cuatro paredes de un estudio.
El fotógrafo que trabaja en un set debe ser ante todo un coreógrafo, en el sentido más noble del término. Cualquier foto que haga no tendrá el objetivo de parecer “espontánea”, sino que el mensaje de la imagen emergerá de la posición que asuma la modelo. Nuestros ojos vendrán, según la habilidad del fotógrafo-coreógrafo, afectación o desprecio, artificiosidad o elegancia.
En este contexto, Penn decide que la ambientación de la fotografía no tiene importancia alguna. No buscará, como hacían sus predecesores, la poltrona acorde con el vestido de noche, el gran restaurante, los jardines de Luxemburgo. A él le basta con un fondo neutro para aislar y exaltar al sujeto. Esto será válido sobre todo para los retratos de los centenares de celebridades que se pondrán delante de su objetivo.

Se inventó un set con forma de ángulo, que fue conocido como Penn’s corner. La mirada de la cámara fotográfica empuja a la modelo hacia el vértice de las dos paredes, casi como para poner a prueba su reacción y la templanza de sus nervios. La pintora Georgia O’Keefee, que fue esposa de Alfred Stieglitz, salió tan molesta de allí que rechazó su retrato. Marcel Duchamp, uno de los representantes del arte contemporáneo, aparece totalmente a gusto, apoyando la espalda en la pared, con las piernas cruzadas y una sonrisa burlona. En el suelo, como en todos sus retratos, el pavimento está intencionadamente sucio.

En 1950 Lieberman le propone a Penn que se compre un smoking y le acompañe a París para el lanzamiento de las nuevas colecciones de moda. El primer día en la capital francesa, Lieberman sube con el fotógrafo en un coche con chófer y les dice: «Antes de nada, en Francia hay que ir a ver Chartres». La gran catedral gótica, desde aquel día, se convertirá en una parada fija en sus visitas parisinas. Donde sus fotografías de moda irán pasando por periodos geométricos, surrealistas o abstractos. Un brazo vestido con un guante se convierte en la silueta de un cisne. Un sombrero, una copa de Martini y un cigarrillo bastan para representar un icono de la elegancia. Imágenes limpias pero sin convencionalismos. Aunque será en las naturalezas muertas donde el verdadero alma de Penn vuelva a mostrarse. En Naturaleza muerta con sandía, por ejemplo, encontramos una mosca en el cesto de fruta, semillas de coco encima de la mesa, una servilleta arrugada y un trozo sobrante de una baguette. Tal vez su intención sea dejar que el desorden de la vida real reporte a la “normalidad” imágenes que de otro modo serían de una perfección deslumbrante.

A finales de los años sesenta, Penn empieza a notar que el mundo de la moda se aleja de su forma de sentir. La elegancia sideral de sus modelos de los años cincuenta ha quedado en el recuerdo, y todo empieza a parecerle vulgar y mercantilista. Aunque continúa realizando su trabajo para la que ya se ha convertido en la biblia de la moda, su camino toma ya dos direcciones. La primera es la búsqueda del “estilo” allí donde no hay civilización. Llegan así sus imágenes de Perú, África Occidental, Nepal, Marruecos y Nueva Guinea, donde fotografía a indígenas de tribus locales, hechiceros, guerrilleros o familias en situaciones tradicionales, retratados como si estuvieran en su estudio de Nueva York. En su jeep transporta su set, con fondos neutros, y realiza reportajes privados de cualquier contextualización. Aquí también se deja ver su alma de coreógrafo, que tiene como único alfabeto las partes del cuerpo y las posiciones que este asume.

La segunda dirección es la de los residuos urbanos. Es como si, llegado a un cierto punto, a Penn dejara de interesarle la celebridad y empezar a concentrarse en la basura del pavimento. Sus imágenes de los primeros años setenta son ampliaciones de colillas de cigarro recogidas por las calles de la Gran Manzana. Estas fotos no están pensadas para las páginas de papel satinado de Vogue, sino para ser impresas “en platino”. Se trata de la técnica más evolucionada de la fotografía en blanco y negro, que permite al mismo tiempo un alto nivel de contraste y una amplísima gama de grises allí donde, con la tradicional técnica con sales de plata, el primero sale a expensas de los segundos y viceversa. Cigarettes, así se llama la serie, quizá sea el culmen técnico de la carrera de Penn. Estas son las imágenes que más le gustan, tal vez por su valor simbólico (¿qué es la colilla de un cigarro sino el símbolo de la caducidad de la vida?), al crítico John Szarkowski que en 1994 realizará en el Moma una gran retrospectiva de la obra del fotógrafo.

Pero más allá de los logros técnicos que alcanzó también con la fotografía en color (sobre todo sus naturalezas muertas), la obra de Penn destaca por su trabajo como retratista de celebridades. La evolución de este trabajo se ve en tres fotografías realizadas en tres décadas distintas a Truman Capote. La primera, de 1948, en el famoso ángulo de su set. El escritor con cara de niño está de rodillas en una silla y apoya la espalda contra la pared. Tiene las manos en los bolsillos y su cuerpo parece hundirse en su abrigo gris. En la imagen de 1965 vemos a un Capote soñador, con los ojos cerrados, las gafas en la mano derecha, cuyo dedo índice se apoya en la sien, mientras el pulgar de la izquierda sostiene el mentón. En 1979, el rostro del autor de A sangre fría es como el de un lagarto. Lleva un sombrero negro y su cara se enmarca en un signo que hace con las dos manos, como el de los directores de cine cuando simulan el enfoque de una escena.
«Penn nunca cambió su idea inicial del retrato», escribe Szarkowski: «Sólo simplificó lo que al principio parecía ya lo más sencillo posible, de modo que a finales de los años cincuenta el estudio anónimo desaparece y no deja paso a ningún ambiente, sólo a una conversación sin palabras entre el fotógrafo y el sujeto retratado. Si ambos protagonistas están preparados y dispuestos a aceptar el riesgo de un humillante fracaso, y si tienen suerte, tal colaboración puede dar vida a una foto que parece tocar el alma del sujeto».

Ciertamente, para un fotógrafo de estudio, la relación que se crea con el modelo es el medio y no el fin de su trabajo. Sin embargo, en una entrevista publicada precisamente en Vogue en 2004, Penn cuenta una anécdota inolvidable, que parece desmentir esto. En 1996 le encargan un retrato al maestro del jazz Miles Davis para la portada de su álbum Tutu. Davis se presenta con su peluquero y su actitud habitual. «Nada más entrar, intento dirigirle la palabra, pero él me ignora completamente», recuerda Penn. Cuando Davis termina de acicalarse, se coloca delante de la cámara. «Apuesto a que quieres que me quite la camiseta», dice el trompetista. «Sí», responde el fotógrafo. «Y apuesto a que también quieres que me quite todas las cadenas de oro». «Sí». Después de una hora de trabajo, Penn le da las gracias. Miles Davis se levanta, se acerca y besa a Penn en la boca. «No sabía qué decir», recuerda el fotógrafo: «Nos dimos la mano, y se fue. Sólo más adelante conocí su música, que me impresionó profundamente: era puro arte visual. Me parece terrible que durante nuestro encuentro no pudiera compartir esto con él. Este es el verdadero tormento de mi profesión. De ese día, sólo me queda para el recuerdo aquel beso».

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