«Qué rostro, y qué manos… Cuando abrió la boca, mis mejillas se llenaron de lágrimas. No sé por qué. Aquella mujer me aferró por completo: incluso cuando estaba en silencio parecía que se correspondía conmigo en cada detalle». En el invierno de 1893, Alfred Stieglitz acaba de volver de Nueva York después de haber pasado nueve años en Europa. Una noche entra en un teatro donde se representa La dama de las camelias de Alejandro Dumas. Protagonista: Eleonora Duse, la Divina. «Sentí, por primera vez desde que había vuelto, que se daba un nuevo contacto entre mi país y yo. Si en Estados Unidos hubiera habido más cosas como aquella mujer y aquella pieza, este país habría sido más soportable». Pocos días después, Stieglitz toma una de sus imágenes más famosas La terminal. «El suelo estaba lleno de nieve. Un cochero vestido con un impermeable daba de beber a sus caballos humeantes. Parecía que había algo estrechamente ligado al profundo sentimiento que había tenido unas cuantas noches atrás en el teatro. Entonces decidí fotografiar lo que había dentro de mí. Esos caballos que humeaban y la soledad que sentía en mi país, entre mi gente, parecían de algún modo vinculados a lo que había sentido al ver a Eleonora Duse en La dama de las camelias. Pensé en la suerte que tenían esos caballos, que al menos tenían a un hombre que les daba de beber. Al ver a aquel hombre me di cuenta de mi soledad».
Alfred Stieglitz es una de las figuras clave en la historia de la fotografía. Aquí hablaremos de él sobre todo como artista, pero su personalidad es la de un intelectual completo: editor, galerista, teórico y crítico. A su nombre está ligada la revista de fotografía de arte Camera Work y la galería 291. La primera dio a conocer a los americanos un nuevo modo de entender la fotografía, tanto a nivel técnico como temático. La segunda mostró, en algunos casos por primera vez en Estados Unidos, a artistas europeos como Auguste Rodin, Paul Cézanne, Henri Rousseau, Pablo Picasso, Henri Matisse, Costantin Brâncusi o George Braque.
Alfred Stieglitz nació en 1864 en Hoboken, New Jersey, en una familia de origen alemán. Estudió Ingeniería mecánica en Berlín, donde por primera vez tuvo entre sus manos una cámara fotográfica. Regresó a Estados Unidos siendo ya un fotógrafo valorado y premiado en el ámbito de los llamados “pictorialistas”. La fotografía, de pronto, empezó a competir con lo que hasta entonces había sido el arte por excelencia, la pintura. Los pintores se ven amenazados por la fidelidad con que la nueva tecnología reproduce la realidad. A los fotógrafos, por su parte, se les considera menos “artistas”, porque se confían a un instrumento mecánico que parece no requerir ningún tipo de habilidad manual. Antes aún que un debate entre críticos, se trata de un drama que afecta a la vida de pintores y fotógrafos. Los primeros se preguntarán cuál es el verdadero objetivo de su tarea y los segundos tratarán de demostrar en qué sentido su trabajo se puede considerar un arte.
La carrera de Stieglitz da comienzo en un momento en que la tentación de los fotógrafos con ambiciones artísticas era la de imitar los temas y resultados de la pintura, de ahí el término de “pictorialistas”. Eran aficionados sin interés por la función documental de la fotografía, sobre la que cada vez más personas construían su profesión. Ellos optaban por representar paisajes, escenas de la vida cotidiana, retratos y naturalezas muertas. Desde el punto de vista técnico, sin embargo, hacían un amplio uso del desenfoque y privilegiaban procedimientos de impresión en los que la intervención de la mano del fotógrafo era evidente. En resumen: más que fotógrafos, querían ser artistas.
Al fundar Camera Work, Stieglitz quiso elevar el nivel de la fotografía a los resultados europeos. Entre 1903 y 1917 la revista publica imágenes de una nueva generación de fotógrafos americanos de gran talento. Stieglitz bautiza a este grupo con el nombre de Photo-Secession, en referencia a la fractura producida en Europa por la secesión austríaca y alemana. Pero lo que producirá la verdadera ruptura será él mismo y sus fotografías.
«Cuando pienso en mis primeros días, cuando el edificio Flatiron era una de mis pasiones, me acuerdo de mi padre, que me decía: “Pero Alfred, ¿por qué fotografía ese palacio tan horrendo?”. “¿Por qué, papá? No es horrendo, esa es la nueva América. Ese edificio es para nuestro país lo que el Partenón fue para Grecia”. Mi padre se enfadaba. No había visto el trabajo que se había hecho con el acero para ponerlo en pie, ni a los hombres que realizaban esa construcción inmensa. No entendía aquella magnífica estructura: la ligereza combinada con la solidez. Pero al final, cuando le enseñé las fotos que había hecho, me dijo: “No consigo entender cómo has llegado a sacar imágenes tan hermosas de un edificio tan feo”».
Los rascacielos de Nueva York serán un tema constante en la carrera de Stieglitz, incluso cuando su optimismo hacia el progreso empiece a decaer. Son imágenes casi siempre nocturnas. Sin gente. Imágenes frontales. Sombras, ventanas iluminadas, reflejos. Pensamientos de noctámbulo. Insomnio. «The Flatiron es una imagen que muestra cómo Stieglitz concibe la máquina fotográfica como un pasaporte hacia una realidad más alta, una forma ideal que produce una sensación de revelación», explica el historiador de fotografía Graham Clarke: «La imagen se ofrece como pura presencia. Es, por decirlo así, una cualidad poética de la escena, una claridad sobre la que se fundamenta su poder como imagen en sí misma. Es la fotografía de un solo momento, una condición única, que el fotógrafo ha capturado y transformado con sutileza al revelarla en una determinada gama cromática o en blanco y negro».
Su imagen más conocida es de 1907. Con su mujer, Emmeline, y su hija Ketty se embarca en la primera clase de un trasatlántico de viaje por Europa. Un día vio una escena que le dejó spellbound, hechizado. Un sombrero redondo de paja, la chimenea inclinada a la izquierda, la escalera a la derecha, la pasarela, un par de tirantes blancos que se cruzan a la espalda de un hombre que viaja en tercera clase. Formas cilíndricas de hierro que forman un triángulo. Es la escena de The Steerage, el puente de tercera clase. «Veía las formas que se ligaban unas a otras, una imagen de formas y, sometida a ellas, una nueva perspectiva que me fascinó: gente sencilla, la sensación de la nave, el océano, el cielo. Como si me liberara de la multitud de ricos. Me vino a la mente Rembrandt y me pregunté si él se habría sentido como me sentía yo».
Georgia O’Keeffe es una de las mejores pintoras de su generación. Conoció a Stieglitz en 1916. Él empezó a hacerle retratos. Ella se convertirá en su segunda mujer y en su modelo en más de 500 imágenes. «O’Keeffe se resistía al intento de Stieglitz de definirla, del mismo modo que se resistía a los intentos de él de influir en su arte», explica Clarke: «Sin embargo, hay imágenes increíblemente radicales, tanto en relación a la naturaleza del retrato fotográfico como al modo en que un individuo debe ser representado». El cuerpo de la pintora siempre aparece retratado parcialmente: las manos, los pies, el pecho. Desnuda o caracterizada: la mujer, la artista, la compañera, la amante. Una figura siempre enigmática, distante, interrogativa. Es la personalidad íntima de Georgia lo que Stieglitz quería retratar. Conocía lo que habían hecho los cubistas con la figura humana, y quiere hacerlo en fotografía.
Pero esos no serán los únicos retratos que realice. Por su estudio pasan muchas personalidades del mundo cultural de Nueva York. Los que le conocen saben que tiene una personalidad fuerte y muchos atribuyen la calidad de sus retratos a una suerte de poder hipnótico. Para demostrar que eso no es cierto, Stieglitz elige a sujetos sobre los que no puede ejercer influencia alguna: el cielo y las nubes. «Si mi serie de nubes depende de mis facultades hipnóticas, me declaro culpable. Sólo ciertos “fotógrafos pictorialistas”, al visitar la exposición, parecen totalmente ciegos ante estas obras. Mis fotografías parecen fotografías, y por tanto a sus ojos no pueden ser arte. Como si no tuvieran la más mínima idea de arte o de fotografía, o de la vida. Lo que intento es realizar fotografías que parezcan cada vez más fotografías y que no se puedan ver a menos que se tenga ojos y se mire, y que quien las vea una vez no las olvide nunca». En 1922, para referirse a estas imágenes, empieza a usar el término equivalents. Eran los equivalentes a sus «más profundas experiencias de vida». Con el tiempo, empezó a concebir todas sus imágenes como equivalentes. El arte era eso: el equivalente de lo que hay más profundo dentro del alma humana. Algo parecido pensaba T.S. Eliot cuando hablaba de “correlativo objetivo”. Una imagen que expresa un estado de ánimo mucho más eficaz y profundo que las palabras que habitualmente se utilizan para definirlo. «Solamente quiero tomar una imagen de lo que he visto, no de lo que eso significa para mí», afirmaba Stieglitz: «Sólo después de crear el equivalente de lo que se movía en mí es posible empezar a pensar en su significado». A propósito de estas imágenes, la fotógrafa y crítica Doroty Norman dijo: «Vio, y sintió, los momentos más fugaces de la más frágil y angelical delicadeza, perfectamente fusionados con los vértices más profundos, eternos y atemporales de la relación que tiene el hombre con todas las cosas del universo».
La ruptura con el pictorialismo llegó a ser completa. Se abrían las puertas a un nuevo modo de concebir la fotografía artística. El encuadre, la composición, la exposición, el juego de luces y de tonalidades en negro. La calidad del material de impresión también resultaba fundamental, tanto que Stieglitz no concebía que sus imágenes pudieran reproducirse. Todos estos elementos, que pertenecen exclusivamente a la fotografía, forman el ámbito de la investigación artística. El objetivo, por tanto, es la comunicación de lo que las cosas suscitan en lo más profundo del alma humana. Como aquella soledad delante del humo que rodeaba los cuerpos de aquellos caballos extenuados en la noche neoyorquina.
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