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Nos mostró lo que hay al otro lado de los sueños

Paolo Gulisano
22/11/2013 - Il Sussidiario
C.S. Lewis.
C.S. Lewis.

El 22 de noviembre de 1963, el mundo entero sufrió una sacudida por una noticia estremecedora: en Dallas había sido asesinado el presidente John Kennedy, uno de los hombres más populares y amados del mundo. Las televisiones de todos los países dedicaron sus informativos a aquel acontecimiento que impactó y conmocionó a todos. Poco espacio quedaba para otras noticias, pero aquel triste día, muy lejos de Dallas, en Oxford, moría Clive Staples Lewis.

Aún no tenía 65 años y sus libros ya se habían convertido en best-seller internacionales, empezando por Las cartas del diablo a su sobrino, un auténtico clásico de la literatura cristiana traducido a numerosas lenguas, y siguiendo por Las crónicas de Narnia, que seguían haciendo soñar a cientos de miles de niños. Los funerales se celebraron unos días después en presencia de sus amigos más íntimos, entre los que se encontraba John Ronald Tolkien.

Lewis había llegado al término de su viaje, es decir, de su peregrinación. Su primera novela se titulaba precisamente así: El regreso del peregrino. Verdaderamente, su vida y su obra son un auténtico camino de vuelta a casa. En su juventud abandonó la religión calvinista de sus padres, transitó por los ásperos territorios del ateísmo y finalmente aterrizó en el cristianismo. Durante mucho tiempo dudó sobre la religión cristiana que debía abrazar y terminó optando, no sin reservas, por el anglicanismo. Escribió obras históricas y libros en defensa del cristianismo en un mundo que se deslizaba inexorablemente hacia la indiferencia religiosa, pero también escribió obras de ciencia ficción y novelas llenas de referencias simbólicas y míticas.

Hace algunos años, el cine rindió homenaje a este hombre singular con una conmovedora película, Tierras de penumbra, protagonizada por dos actores de excepción, Anthony Hopkins y Debra Winger. El film, que era una adaptación de una obra teatral, se centra en los últimos años del escritor, cuando Lewis, en la cumbre de su éxito, conoce a los cincuenta años al gran amor de su vida: Joy Davidman, escritora y poetisa americana de fama modesta, que también había llegado a la fe cristiana tras un tortuoso camino que primero le hizo abandonar la religión hebrea para pasar al ateísmo y terminar convirtiéndose al cristianismo, precisamente leyendo a Lewis. Joy, divorciada y madre de un niño al que adora (en realidad, eran dos hijos) entra en la vida del escritor provocando un cambio progresivo en la tranquila existencia del profesor. De las teorías sobre el amor y el dolor, Lewis pasa a la experiencia práctica, y de un modo dramático. El amor hacia Joy, inesperado y contestado, debe afrontar la prueba del sufrimiento y la distancia, de la duda y la rebelión. Jack Lewis perderá a su Joy, víctima del cáncer, pero la fe, duramente probada, terminará encontrando un sentido y un camino.

Hace cincuenta años, cuando murió, Tolkien le recordó como un gran hombre, y comentó las frías necrológicas oficiales diciendo que se habían quedado en la superficie y que rayaban la injusticia. Entre sus amigos, nadie mejor que Tolkien podía apreciar sus cualidades y sus rarezas. Un hombre generoso e impulsivo en el que siempre quedó algo del espíritu de su Irlanda natal.
En todos sus libros, desde Las crónicas de Narnia a la Trilogía cósmica, pasando por sus ensayos filosóficos y sus novelas, Lewis trataba de contar el encuentro que un día – precisamente gracias a su amigo Tolkien – había tenido con la Verdad. Ambos eran entonces dos jóvenes profesores de Oxford enamorados de la mitología antigua, pero mientras que para el ateo Lewis aquello era sólo una pasión estética, para el católico Tolkien el Mithos era la pregunta, una pregunta que tenía una respuesta, el Logos, el significado de todo, que se había convertido en un hecho. “El mito convertido en hecho”, escribiría Lewis tras su conversión. Cada una de sus obras se convierte así en expresión de esta dinámica: búsqueda, encuentro, testimonio.

El todo se hace explícito mediante el fascinante lenguaje de los símbolos. Se convierten en símbolos los grandes temas, como el Viaje o la Búsqueda, así como los personajes, héroes pequeños y humildes (los hobbit en Tolkien, los niños en Lewis), el Rey justo Aragorn en Tolkien y el León Aslan de Narnia, que como en la literatura medieval representa a Cristo y guía a los cuatro hermanos en su lucha contra el Mal. Para Lewis nosotros somos espejos, que pueden reflejar la belleza, la alegría y la gloria, y mostrársela a otras personas, aun inconscientemente.

Un gran inglés, el cardenal Newman, pidió que pusieran esta inscripción en su tumba, en el Oratorio de Birmingham, que también frecuentaba Tolkien: Ex umbris et imaginibus in veritatem. Entramos en la Verdad a través de sombras e imágenes, sombras que pueden ser los mitos, las fábulas, las leyendas que Lewis dejó a los niños y a todos aquellos que tengan un corazón sencillo y abierto, e imágenes que son el reflejo de la Verdad. Lewis restituyó el gusto y el placer de la búsqueda de la verdad, pero también la alegría del sueño, que es todo lo contrario a huir de la realidad: «Saber que uno está soñando significa no estar completamente dormido», decía. En el lenguaje de Narnia, a nuestro mundo se le llama la “Tierra de sombras”. La verdadera vida, la luz plena, está al otro lado de los sueños y de los espejos.

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