«Los soldados sumergidos hasta la cintura, los mosquetes preparados para disparar, la defensas acuáticas y la playa envuelta en humo: para un fotógrafo todo eso es más que suficiente. Así que me detuve unos instantes en el puente para disparar mis primeras imágenes reales del desembarco. El mar era gélido y la costa aún quedaba a un centenar de metros. Mientras tanto, a mi alrededor llovían los proyectiles que perforaban el agua, por lo que busqué la barrera de acero más cercana». Los que hayan visto los primeros, tremendos, minutos de Salvar al soldado Ryan de Steven Spielberg tendrán una vaga idea de lo que sucedió el 6 de julio de 1944 en Omaha Beach, Normandía. El resto sólo conocerá las imágenes granuladas y “ligeramente desenfocadas” (como tituló el libro con sus memorias de la Segunda Guerra Mundial) tomadas por Robert Capa, el reportero de guerra más famoso de la historia de la fotografía.
Capa nació hace exactamente cien años, el 22 de octubre, en Budapest, en una familia hebrea. Entonces se llamaba Endre Ernö Friedmann. Se convertirá en Robert Capa en 1935 en París, cuando se paseaba por las redacciones de los periódicos tratando de vender sus fotografías y haciéndose pasar por un famoso reportero norteamericano. Y se haría famoso de verdad unos años más tarde, durante la guerra civil española, con la foto-símbolo del “soldado caído”. Fotografió cinco conflictos: la guerra civil española (1936-1939), la resistencia china a la invasión japonesa (1938), la Segunda guerra mundial en Europa (1941-1945), la primera guerra árabe-israelí (1948) y la guerra de Indochina (1954).
John G. Morris era en 1944 el editor gráfico de la sede londinense de la revista Life. Cuando llegó la noticia del comienzo de las operaciones en Normandía, sabía que había doce fotógrafos acreditados en total, de los que seis eran de Life. Estaba previsto que sólo cuatro desembarcaran con el primer retén de infantería, y la revista norteamericana se hizo con dos de los puestos: para Bob Landry y Robert Capa. Los demás fotógrafos tendrían que seguir el desembarco desde los puestos de aviación y marina. Pero el 6 de julio el tiempo era pésimo y no había visibilidad suficiente para obtener imágenes interesantes desde lejos. La espera en el edificio londinense era febril, pero seguían sin llegar noticias de los fotógrafos y las que llegaban eran pésimas: el único carrete de Landry, por ejemplo, se había perdido. Morris tuvo que esperar hasta la noche del día siguiente para recibir los carretes de Capa: cuatro de 35mm y media docena de 120. Con una nota que decía: todo el desembarco está en los 35mm. Se enviaron las películas a revelar y al poco de sumergirlas el responsable de la cámara oscura anunció: «¡Son fantásticas!». Morris gritó: «Daos prisa, daos prisa». Las películas pasaron a manos de un joven asistente que, pocos minutos después, anunció entre lágrimas: «Lo he arruinado todo». Con las prisas, el chaval no había activado la ventilación del secador y la emulsión se había deshecho. Morris examinó cuidadosamente los carretes y vio que tres de ellos se habían perdido por completo. Pero en el cuarto se habían salvado once imágenes. Las únicas que testimonian la epopeya del Día D.
Capa era aficionado al juego, apostaba en las carreras de caballos y la primera noche del desembarco la pasó jugando al póker con unos soldados. En sus memorias escribiría: «El corresponsal de guerra pone en juego su vida con sus propias manos; puede pujar por un caballo u otro, o reservarse hasta el último minuto. Yo soy un jugador: así que decidí unirme a la Compañía E, el primer retén». En juego está su vida, porque el fotógrafo de guerra no puede estar en otro sitio para contar lo que sucede en el frente. Y como dice uno de sus dichos, que se ha convertido casi en un mantra de las escuelas de fotografía: «Si tus fotos no son lo suficientemente buenas, es que no te has acercado lo suficiente». Aquí radica la ética y la estética de Capa al mismo tiempo.
El mito de Robert Capa nació en España. La imagen del “soldado caído” es de 1936. Se publicará por primera vez en la revista francesa Vu. Y se convertirá, junto al Guernica de Picasso, en el icono de aquella guerra. Ya en 1938 la revista inglesa Picture Post proclama a Capa «el fotógrafo de guerra más grande del mundo». Sin embargo, desde entonces, aquella imagen arrastra consigo la sospecha, infamante para el mundo del fotoperiodismo, de haber sido “posada”. De hecho, junto a la foto, Vu publicó otra de otro soldado caído con el mismo fondo, idéntico al de la primera, indicando que ambas imágenes podían ser perfectamente superpuestas. Si el primero había caído, ¿dónde había ido a parar el cadáver? Los relatos de Capa nunca disiparon las dudas, ni siquiera cuando se documentó la muerte del miliciano de la famosa foto. La segunda imagen nunca se publicó. Más que rebajar el valor o la profesionalidad de Capa (que era difícil poner en cuestión), las dudas sobre su imagen más famosa muestran cuántas preguntas pueden llegar a surgir ante un documento fotográfico. ¿Qué muestra verdaderamente una foto? ¿Lo que vemos es siempre la verdad? ¿Cuándo una foto es verdaderamente auténtica? ¿Qué sucedió antes de disparar? ¿Y después? ¿Por qué sucedió lo que vemos?
No todas las imágenes de Capa son tan problemáticas. Las del Día D, como hemos visto, no dejan lugar a dudas. Pero la gran mayoría de sus imágenes no se refieren a la acción bélica en sentido estricto. Así lo explica John Steinbeck, que publicó con Capa en 1948, Diario de Rusia: «Sabía qué buscar y qué hacer después de encontrarlo. Sabía, por ejemplo, que no se puede retratar una guerra, porque es sobre todo una emoción. Pero él consiguió fotografiar esa emoción al conocerla de cerca. Podía mostrar el horror de un pueblo a través del rostro de un niño».
Hay una foto de agosto de 1943 tomada en Troina, Sicilia. Muestra a un campesino siciliano que indica a un oficial americano la dirección tomada por un convoy alemán. El hombrecillo está ligeramente inclinado hacia adelante. Con la mano derecha sostiene un largo bastón que usa para señalar, la izquierda se apoya en la espalda del soldado, que está agachado y mira en la dirección que le indica el bastón: parece un gigante al lado de un enano.
Hay otra tomada en Chartres el 18 de agosto de 1944: el día después de la liberación por parte de los aliados. Una mujer lleva en brazos al hijo de pocos meses que ha tenido con un soldado alemán. Después de haberle rapado la cabeza, la llevan a casa por las calles de la ciudad. Es una colaboracionista, una traidora. La mujer mira a su niños como una madonna sin pelo. Alrededor, la multitud en un clima de fiesta en el que muchos ríen.
Del 18 de abril de 1945 data la foto tomada en Leipzig de un soldado americano muerto en una batalla. La imagen está tomada desde dentro de una habitación: una puerta-ventana se abre para dar paso a un pequeño balcón. El cuerpo caído cruza el umbral. La luz del exterior se refleja en una mancha de sangre que se extiende desde el brazo del soldado. La foto es en blanco y negro, pero el rojo de la mancha consigue expresar igualmente todo su escandaloso ardor.
Decía Steinbeck: «Su cámara captaba la emoción y la comunicaba. La obra de Capa es en sí misma la fotografía de un gran corazón y de una empatía irresistible. (…) Le encantaba mostrarse desenvuelto, casi separado de su trabajo, pero no lo estaba en absoluto. Sus fotos no son accidentales. La emoción que contienen no llega por casualidad. Capa era capaz de fotografiar el movimiento, la alegría y el desaliento. Era capaz de fotografiar el pensamiento. Sus fotos captan un mundo entero, y ese mundo es el de Capa».
La grandeza de Capa está ciertamente en esa mezcla de valor, sensibilidad y falta de escrúpulos. Su carrera terminó en 1954 en Indochina, cuando, lejos de una acción de guerra, posa su pie en una mina. Ese día se reencuentra con Gerda Taro, la chica que conoció en París y con la que se casó antes de la guerra. Ella también era fotógrafa y había muerto bajo un carromato republicano durante la guerra española. Robert tenía 25 años, ella 27. Este trágico final contribuyó a que pasara a la historia, tanto él como la fuerza de sus imágenes. Sin embargo, no es posible entender su figura abstrayéndola del contexto en que tuvo que trabajar ni separándole de los compañeros de viaje con los que fundó en 1947 la agencia fotográfica Magnum Photo. Nombres como Henri Cartier Bresson, David Seymour, George Rodge, Werner Bischof, y tantos otros, son protagonistas del periodo romántico del fotoperiodismo. Un periodo, previo a la difusión de la televisión, donde el único modo de ver lo que sucedía en el mundo era hojear las grandes revistas ilustradas: Life, Collier’s, Weekly Illustrated, Vu, Paris Match, Época, L’Europeo. Entre los años cuarenta y sesenta el fotoperiodismo, en riguroso blanco y negro, se convirtió verdaderamente en una auténtica escuela, con sus maestros, sus códigos y sus manías. Una escuela que siempre reivindicó un fuerte compromiso ético, entendido sobre todo como el deber de testimoniar y denunciar las injusticias. Aunque eso no impedía que, no pocas veces, el fotoperiodismo fuera instrumentalizado – justamente por la ambigüedad potencial de las imágenes – por la propaganda y la ideología. Con todo ello, la importancia de su función social y su consiguiente éxito popular llevó a muchos a pensar en el fotoperiodismo como el arte de la fotografía por antonomasia.
Robert Capa fue sin duda un intérprete extraordinario de un mundo que ya no existe. Ya no habrá carretes que se fundan por error, ni fotografías que lleguen días después de los acontecimientos que testimonian. Pero hay algo que no ha cambiado: si volvemos a querer ver imágenes del horror de la guerra, será necesario que alguien decida arriesgar su vida para tomarlas.
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