En un artículo publicado por el periódico Le Monde, Rémi Brague comenta la entrevista concedida por el Papa Francisco a Antonio Spadaro, director de La Civiltà Cattolica, con estas palabras: «la entrevista revela una persona concreta, con su historia, su sensibilidad, sus gustos literarios o musicales... este aspecto personal es capital si se quiere comprender qué es la Iglesia... La Iglesia es personal... se funda sobre el testimonio de los apóstoles en torno a Pedro y sobre la experiencia de Pablo». Se trata de una sugerencia preciosa a la hora de comprender y acoger las indicaciones que el Santo Padre nos está ofreciendo en el ejercicio del ministerio petrino.
Uno de los acentos que más están llamando la atención, tanto entre los fieles como entre aquellos que son indiferentes o se consideran alejados del cristianismo o incluso lo reputan un lastre para la vida social, es la insistencia en la misericordia como característica esencial del rostro materno de la Iglesia.
Para adentrarnos en este misterio de la misericordia – porque, ciertamente, se trata de una realidad que el hombre, con sus propias fuerzas, no puede nisiquiera imaginar: basta pensar que ante el mal propio o de los otros, todos nos movemos instintivamente entre “el juicio inapelable” y la “autojustificación” – puede resultar iluminadora una referencia literaria que el Papa Francisco nos ha brindado en la citada entrevista: «Amo muchísimo a Dostoyevski». ¿Es posible encontrar en este autor algún ejemplo emblemático de la Iglesia misericordiosa, bien representada por la imagen, presente en la entrevista citada, de un «hospital de campaña tras la batalla»? Así lo creemos.
En el capítulo IV de la quinta parte de Crimen y castigo, Dostoyevski narra la confesión que Raskólnikov realiza de su crimen a Sonia. Tras haber comprendido el horrible asesinato del que se ha hecho culpable aquel hombre, se nos narra la reacción de Sonia:
«Como enajenada, Sonia saltó de la cama y llegó hasta el centro del cuarto retorciéndose las manos, aunque enseguida volvió a sentarse junto a Raskólnikov, casi hombro con hombro. De repente se estremeció, como herida por un puñal, lanzó un grito y, sin saber ella misma por qué, se hincó de rodillas ante él.
-¿Cómo ha podido... cómo ha podido cargar con eso sobre su conciencia?- profirió, desesperada. Se levantó y le echó los brazos al cuello, estrechándole con todas sus fuerzas.
Raskólnikov se apartó y la contempló con una sonrisa triste.
-Eres extraña, Sonia -dijo-. Me abrazas y me besas después de que te he contado eso. No sabes lo que haces.
-No, no. Ahora no hay en el mundo entero nadie más desdichado que tú -exclamó ella exaltada, sin atender a su observación, y de pronto estalló en sollozos, como presa de un ataque de niervos.
Un sentimiento desconocido desde hacía ya mucho tiempo inundó el alma de Raskólnikov y la ablandó de golpe con su oleada. No le puso resistencia: dos lágrimas brotaron de sus ojos y se quedaron prendidas en las pestañas.
-Entonces, ¿no me abandonarás, Sonia? -preguntó, mirándola casi con esperanza.
-¡No, no! ¡Jamás ni en ninguna parte! -gritó Sonia-. Te seguiré adonde quiera que vayas, sea adonde sea. ¡Dios santo!... ¡Qué desgraciada soy! ¿Por qué no te habré conocido antes? ¿Por qué no viniste hasta ahora? ¡Dios santo!».
Cualquier hombre que haya sido verdaderamente objeto de misericordia reconoce el calor del abrazo de Sonia. Muchas páginas harán falta todavía a Dostoyevski para describir cómo este abrazo, verdaderamente de misericordia, fecundará las lágrimas de Raskólnikov hasta hacer florecer en él primero la confesión, después un camino de expiación aún demasiado apegado a sí mismo y, finalmente, un verdadero arrepentimiento y la experiencia del amor. Nada de todo esto, sin embargo, hubiese sido posible sin el abrazo de misericordia de Sonia, sin que la fragilidad de esta mujer tomase sobre sí el mal del asesino para entregárselo al único que puede redimirlo: el Crucificado vencedor del pecado y de la muerte.
Al final de la novela, Dostoiyevski describe el cambio de Raskólnikov con esta fulgurante expresión: «La vida había desplazado a la dialéctica y en su conciencia debía generarse algo totalmente distinto». En efecto, experimentar en la propia carne lo que significa ser abrazado con misericordia desplaza tantas discusiones dialécticas sobre lo que es y lo que no es pecado. Y engendra, en el tejido cotidiano de nuestra vida, algo totalmente distinto. Lo llaman cristianismo.
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