La escena representa una mesa en torno a la cual dialogan algunas personas: toda la obra, que el autor imagina en forma de monólogo, secunda las voces internas del propio texto como si fuera un diálogo de preguntas, y además una intensa discusión entre los hombres y Dios. Una mesa en perspectiva, uno de cuyos extremos se dirige hacia lo alto, porque en el sitio principal de la mesa está sentado el personaje que representa, en forma de metáfora, a Dios.
Todo el espectáculo es simbólico: cada personaje encarna un tema que el autor ha desarrollado de forma poética y literaria: la Fe, la Caridad, el Padre, la Madre, la Polémica, la Petulante, la Oveja perdida y, por supuesto, la pequeña Esperanza, que el autor imagina en forma de una niña de apariencia frágil y débil, pero que es en realidad el motor mismo de la vida – como sucede en las familias: «No son los niños los que trabajan, pero no se trabaja más que por los niños». La puesta en escena no es otra cosa más que la visualización de los pensamientos de Pèguy: una simplificación en forma de imágenes de su lógica argumentativa.
Les corresponde a dos camareras poner la mesa y prepararla: el espectáculo consiste en una espera previa a la cena, como una vida que espera con una esperanza cierta de la verdadera felicidad. Pero las dos camareras son, sobre todo, dos cantantes: una soprano y una mezzosoprano que, gracias a la admirable arquitectura musical de Pippo Molino, armonizan y acompañan las palabras que se recitan, como queriendo hacer volar más alto las palabras del hombre, dotarlas de más fuerza e intensidad.
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