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Entre fe y razón, un lugar para cambiar

Roberto Copello
26/02/2013
Cacciari y el cardenal Scola.
Cacciari y el cardenal Scola.

«Mi patriarca». Massimo Cacciari se refiere al arzobispo de Milán, el cardenal Angelo Scola. Le llama así en términos afectuosos, casi inesperados en un filósofo que parece esconderse tras una máscara de ascetismo hosco. Con un tono casi nostálgico en el que se vislumbra la añoranza de una etapa irrepetible para Venecia, aquella en la que él era el alcalde y Scola el patriarca.
Debe ser aún demasiado vívido para él el recuerdo de aquellos años en que un filósofo y un teólogo de primer nivel debían conducir a la ciudad lagunar guiados por una extraña correspondencia intelectual y moral. Si bien es cierto que lago y laguna inducen a la melancolía, no es extraño que una fría noche de febrero esta extraña pareja vuelva a reencontrarse precisamente a orillas de un lago lombardo, el de Varese, para dar continuidad al diálogo y a la amistad profunda que dio comienzo entre ellos entre lagunas. El filósofo ya no es alcalde, el teólogo ya no es patriarca, pero los temas que les apasionan siguen siendo los mismos. Empezando por la necesidad de ese diálogo entre fe y razón que da título a este encuentro (“Las razones de la fe”), moderado por Enrico Castelli, estructurado en tres round donde el objetivo nunca consiste en golpear al adversario.

En la sala el público escucha con atención. ¿En qué otro lugar del mundo 1.200 personas (además de las 800 que no pudieron entrar…), la mayoría gente común, acuden a presenciar un debate filosófico y teológico de altísimo nivel, en ocasiones difícil de seguir? Sin embargo, allí están, fascinados ante dos pensadores que, entre citas de Leibniz y Santo Tomás, Descartes y Kierkegaard, Nietzsche y Ratzinger, argumentan sobre la esencia de un vaso, sobre la concreción, la unicidad y la irrepetibilidad.

Filosofía y teología, según Cacciari, no se contraponen. La verdad, en cuanto verdad, debe ser indagada, si no se termina convirtiendo en superstición, lo que significa literalmente estar arriba, sedados, tranquilos («Kierkegaard dice que la teología cuelga de la cruz: no en la cruz, sino colgando de ella»). Y añade: Leibniz tenía razón cuando decía que empezamos siendo filósofos y terminamos siendo teólogos, y se preguntaba «¿por qué el ser y no la nada?», una pregunta con la cual la filosofía se hace teología. Pero hoy el coloquio entre filosofía y teología se ve amenazado por el dogmatismo teológico (la teología sin la confrontación con la razón se convierte en mera apologética) y por un dogmatismo del intelecto, que lo reduce todo a física. Para Cacciari, no se puede comprender nada de los dos últimos milenios sin la pregunta sobre la revelación de Jesucristo, «sólo el idiota, y no como lo concibe Dostoievski, puede decir que eso no le interesa, que no tiene que ver con la razón ni con la filosofía». Incluso Nietzsche se preguntaba sobre esta cuestión: Cacciari se escandaliza porque cierta teología no ha notado que el filósofo alemán habría querido durante toda su vida, «desesperadamente», ser un hijo pródigo.

Scola se declara conmovido por el modo en que Cacciari ha «presentado razón y fe como dos flores, distintas pero entrelazadas, que germinan sobre el terreno fértil del conocimiento y no se oponen entre sí». Explica la dinámica cognoscitiva y de fe que la sonrisa de la madre desencadena en un bebé de dos años, que «todo lo conoce con-fián-do-se» (el cardenal marca bien las sílabas), dirigiéndose con su inteligencia y su voluntad hacia la madre y viendo, a través de ella, lo bello que es existir, que la realidad es positiva. «Siempre hay un elemento de razón y uno de fe en este recorrido suyo. Esta es la experiencia natural de la fe. Que acompaña a la capacidad del intus legere, de leer los signos». Scola añade que siempre ha habido problemas cuando la fe y la razón no se han buscado. Y explica que sólo la rigidez teológica y filosófica posterior a la Ilustración hace que parezca extraño que el científico-filósofo Descartes escribiera páginas maravillosas sobre la Eucaristía (¿alguien en la sala lo sabía?). De ahí la importancia de la invitación de Benedicto XVI a ensanchar la razón, también ante la biotecnología y la neurociencia. «Las preguntas últimas que en un tiempo fueron prerrogativa de los filósofos hoy salen de los laboratorios».

En resumen, Cacciari y Scola parece que hablan el mismo idioma. Aunque al terminar el filósofo tiende a marcar distancias, comparándose con aquellos paganos que, según san Pablo, no podían más que desesperarse. «La diferencia entre el precioso testimonio de fe razonada del patriarca y un servidor no está en el hecho de si Dios existe o no, sino en tener fe en el hombre, en los hijos que ese Hombre ha llamado. Ahí es justamente donde no consigo seguir al patriarca. Sin embargo, cuando me encuentro con hombres de fe de una altura como la del cardenal Scola me maravilla la posibilidad de tener fe en el hombre. Es una maravilla que me sigue interrogando, que continúa planteándome un problema». Scola responde subrayando que la fe (y la conversión) sólo puede nacer delante de un testigo, si bien, precisa, el testimonio no coincide sólo con el buen ejemplo («esto me parece obvio») sino con el conocimiento de la realidad y la comunicación de la verdad. Es decir, en términos radicales, «no como el que da ejemplo». Hasta pagar personalmente: «¿Es casual que haya un retorno masivo al martirio? ¿Qué se cuenten hasta cien mil mártires cristianos al año?».
Al final, han sido once las veces que Cacciari ha llamado “patriarca” a Scola. La duodécima y última, sin embargo, ha sido “cardenal”. En la vida siempre hay un lugar para cambiar…

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