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La zorra, la cola y Aquel que nos pone en movimiento

Elena Mazzola
15/02/2013
Tatjana Kasatkina.
Tatjana Kasatkina.

¿Hay algún denominador común desde mi primer encuentro con Tatjana Kasatkina hasta hoy? Sí, una extrañeza, la percepción de algo distinto, de una belleza extraña que sucede, te hiere, te aferra profundamente. Y te pone en movimiento.
Estoy de vuelta en Moscú tras acompañar a Tatjana Kasatkina por un largo tour italiano organizado por la Asociación Italiana de Centros Culturales, que nos ha llevado literalmente a visitar media Italia. Así que, evidentemente, nos hemos puesto en movimiento.

¿Pero por qué? ¿Por qué un cirujano moviliza a sus amigos para invitar a la gente a un encuentro dedicado a la cultura, conocimiento y belleza? ¿Por qué una contable se interesa por la literatura? ¿Por qué tanta gente, al ver el programa del tour, ha viajado, en algunos casos hasta cuatro horas de camino, para estar en el encuentro más cercano? ¿Por qué un estudiante de ingeniería decide hacer de chófer durante cinco días? ¿Por qué una chica kazaja residente en Treviglio nos abre las puertas de su casa, nos invita a cenar y nos testimonia una alegría inequívoca? ¿Por qué tanta gente nos ha querido invitar a su casa, hacernos entrar en sus vidas, en sus familias, en sus comunidades, en sus obras, en sus ciudades? En definitiva, ¿por qué tantas personas han deseado volver a ver a Tatjana, escucharla, dialogar con ella?
Y aún más, ¿por qué ella ha querido hacer todo esto? ¿Por qué ha aceptado con alegría tener que someterse a unos ritmos de viaje apretadísimos y cuando menos inusuales?

No consigo pensar en lo que está sucediendo en la amistad con Tatjana y con otros amigos ortodoxos, como el filósofo ucraniano Aleksandr Filonenko o el poeta bielorruso Dimitrij Strocev, sin que vuelva a sonar en mi cabeza lo que don Giussani dijo en su encuentro con la asociación Nueva Tierra en Ávila en 1985: «hoy en la vida de la Iglesia la mayor necesidad que existe es precisamente ésta: que surja un movimiento según la historia de cada cual; un gran movimiento de amigos comprometidos según las circunstancias de su vida. Un gran movimiento en el que la fe vuelva a ser aquello que fue en los primeros siglos: el descubrimiento de una humanidad más humana». Literalmente – y proféticamente – esto es lo que estoy viendo suceder ante mis ojos: hombres – amigos – que se comprometen cada uno con las circunstancias de su vida, que “se mueven” y que al moverse testimonian su fe, haciendo así evidentemente presente una humanidad más humana. Y eso es también el corazón – el motor – de lo que ha sucedido en esta gira de encuentros por Italia.

Tatjana Kasatkina, experta en el estudio de Dostoievski, en literatura, arte, había desafiado en cierto modo a los que entre nosotros se dedican a la cultura para contribuir y devolver al arte su verdadero sentido, su original «ser intermediario entre el hombre y Dios». Y Dostoievski es el gran testigo de esta posibilidad que no sólo no se ha perdido sino que para Rusia ha sido una de las principales anclas de salvación ante el feroz ataque del ateísmo comunista, porque «imaginad que en Italia prohibiesen leer la Biblia pero permitieran leer a Dante. Los comunistas no se dan cuenta de lo que hacen permitiendo leer a Dostoievski y a Puskin. Ese ha sido su gran error».

La fuerza del arte, por tanto. Un pensamiento que fascina y abre un sinfín de preguntas: «¿Pero por qué – le preguntan una y otra vez, en todas las ciudades – Dostoievski es tan inquietante? Uno se pone a leer para relajarse, pero sus novelas a veces son tan violentas que incluso te dan ganas de cerrar el libro». Las formulaciones son distintas, pero la pregunta que encierran es siempre la misma: Dostoievski nos turba, no nos deja tranquilos, nos interpela y nos incomoda, es como si quisiera arrastrarnos a la profundidad de las atroces escenas que describe, las hace reales, demasiado cercanas para nosotros…: «¿Pero es necesario que nos haga ver todo este abismo de mal que nos impide “relajarnos”?».

Cada vez que emerge este tema central, Tatjana se concentra particularmente, como si buscara la forma de explicarlo bien, para hacer entender el milagro que las páginas de su amado escritor nos regalan arrancándonos de la «alienación estética» que provoca el alejamiento en el tiempo de la contemporaneidad del acontecimiento de Cristo: «Nos hemos acostumbrado a decir frases como “qué bonito crucifijo”, porque ya no nos damos cuenta de lo que realmente dice la imagen que tenemos delante de nuestros ojos. Para nosotros es algo que sucedió hace mucho tiempo, una historia de la que hemos oído hablar muchas veces, y que por tanto ya no nos impacta con toda su fuerza real. Sabemos que es verdad, pero ya no nos toca con la fuerza con que nos golpean los acontecimientos que suceden en el presente. Y así llegamos a percibirla casi en clave mitológica. ¿Qué hace Dostoievski entonces? Incluye el acontecimiento de la crucifixión de Cristo en un acontecimiento real en el presente, en la actualidad. Al principio ni siquiera reconocemos que la escena que tenemos delante es una nueva realización de la crucifixión de Cristo, porque si nos diéramos cuenta inmediatamente, en nosotros automáticamente se desencadenaría ese mecanismo que bloquea nuestra conciencia superponiendo al acontecimiento real una pátina creada por el tiempo que nos lo hace percibir como algo remoto». Eso es lo que consiguen hacer las obras de Dostoievski y por eso nos turban tanto: «Dostoievski interrumpe el flujo de nuestro vivir en la quietud inconsciente; nos arrastra hasta hacernos ver la realidad, nos lleva a recuperar la conciencia de aquello que nos encontramos en cada instante de la existencia (…): es Cristo, que sufre y muere en cada persona que nos rodea y, por otra parte, las personas que sufren y mueren a nuestro alrededor no son “cualquiera” sino Cristo. Dostoievski nos obliga a ver la profundidad de nuestra propia vida y estaréis de acuerdo en que no es en absoluto algo “relajante”, hasta el punto de que a veces incluso nos dan ganas de cerrar el libro». O de volverlo a abrir, como luego nos cuenta en la cena un amigo sacerdote: «Yo me dedico a los enfermos, les visito todos los días en el hospital desde hace años. Las palabras de Tatjana me han impresionado; mañana no podré ir a trabajar del mismo modo, tendré en mente que esos enfermos son Cristo».

De esto se trataba estos días: de un choque que nos volviera a despertar, que nos volviera a poner en marcha, que nos hiciera volver a darnos cuenta de quiénes somos y qué responsabilidad tenemos en el mundo, ante todos los hombres.
De hecho, este tiempo ha estado siempre tejido de encuentros, públicos y personales, programados e inesperados, como con esos amigos que no veías desde hace años y que te encuentras en los lugares más impensables, o con grandes intelectuales con los que aparentemente poco tenías que ver, incluso con experiencias alejadas y juicios radicalmente opuestos, con gente que se apasiona hablando del misterio del hombre, de la vida, de Cristo y de su Compañía, con una familiaridad inimaginable. Como si fueran amigos desde siempre. Como si de pronto nos diéramos cuenta – los unos y los otros – que somos hermanos, sólo que se nos había olvidado.

Sobre este punto, las palabras de Tatjana, como las de Dostoievski, no dejan tregua. «La humanidad no es un conjunto de seres separados entre sí sino un solo cuerpo. Y nos lo están repitiendo constantemente desde hace ya dos mil años… Pero parece que no somos capaces de recordarlo. (…) Es como si nos olvidásemos de que no podemos salvarnos solos y que nuestra tarea consiste en restablecer la integridad del universo. (…) Hay una preciosa fábula que habla precisamente de esto, de la vanidad de nuestro intento de salvarnos prescindiendo de alguna de nuestras partes: “Una zorra era perseguida por unos perros. Huyó corriendo con todas sus fuerzas hasta que consiguió encontrar refugio en una guarida. Una vez que estaba a salvo, se puso a inspeccionar los miembros de su cuerpo y les preguntó: ‘Piernas, piernas, ¿qué hacíais mientras yo trataba de escapar de los perros?’. ‘Corríamos con todas nuestras fuerzas para intentar alejarte de ellos’. ‘¡Muy bien, piernas! Ojos, ojos, ¿y vosotros qué habéis hecho?’. ‘Observábamos, buscábamos los senderos más cortos para alejarte de los perros’. ‘¡Muy bien! Nariz, nariz, ¿tú qué hacías?’. ‘Olfateaba para encontrar un sendero que permitiese no dejar rastro para que no nos pudiera seguir’. En resumen, muy bien la nariz y también las orejas. Le toca el turno a la cola: ‘Cola, cola, ¿y tú qué has hecho?’. ‘He intento enredarme en todas las ramas y arbustos que encontré por el camino para impedirte correr demasiado rápido de modo que los perros te pudieran alcanzar’. Ante estas palabras la zorra se enfadó terriblemente, sacó a la cola fuera del refugio y dijo a los perros: ‘¡Coméosla!’. Y, como podéis imaginar, detrás de la cola los perros arrastraron a la zorra entera y la devoraron”. A menudo nosotros nos damos cuenta – concluye Tatjana – de que una parte del mundo lucha contra nuestra salvación, que hay una parte malvada en la creación, pero no nos damos cuenta hasta el fondo del hecho de que estamos radicalmente unidos también a esa parte. Como Dostoievski describe de un modo espléndido en Los hermanos Karamazov: quien ya está junto a Cristo existe y vive para aquellos que aún no lo han alcanzado, con contra ellos sino a su favor y por ellos, para ser para ellos el camino que les ayude a alcanzarlo. Por eso la tarea del cristiano es siempre la combatir no contra sino por. Me parece además que este es uno de los síntomas que permiten reconocer a los verdaderos cristianos».

El denominador común es uno solo, Cristo, Cristo vivo y presente en una realidad humana y en el fondo, como decía don Giussani en Ávila, «nosotros somos lo que vosotros sois: nuestra historia y vuestra historia tienen las mismas raíces, los mismos principios y el mismo fin».

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