Milán, 4 de febrero. En el fondo, a la izquierda, en la Sala Alessi, la prestigiosa aula de conferencias del Palacio Marino, un gigantesco tapiz de san Ambrosio. El gran obispo, prefecto del Imperio romano, es testigo de la intervención de los dos ponentes que esta noche intervienen en la conferencia organizada por el Centro Cultural de Milán: Joseph Weiler, profesor de Derecho Europeo en la New York University; y Andrea Simoncini, profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Florencia. El tema: “Libertad religiosa, política, derechos: ¿cuál es el fundamento de la convivencia?”. Un encuentro que se inserta en el ciclo conmemorativo del 17º centenario del Edicto de Constantino (313 d.C.).
Sobre libertad religiosa habló el sucesor de Ambrosio, el cardenal Angelo Scola, en su discurso a la ciudad de Milán el pasado 6 de diciembre, denunciando una falla en las relaciones religión-Estado cuando este último se esconde tras una “neutralidad” que en realidad supone tomar partido, ponerse del lado de la cultura secularista. El arzobispo señala el origen de esta posición en el concepto de laicidad que invade la cultura europea desde la Revolución francesa. ¿Qué piensa de esto el profesor Weiler?
El jurista hebreo, que defendió en Europa el derecho del crucifijo a permanecer en las aulas de las escuelas italianas, es el profesor que me hubiera gustado tener. Sabe “repartir el pan a los pobres”, hace sencillas cuestiones complejas sin banalizar, es más, mostrando toda su profundidad. Se esfuerza en buscar el ejemplo más comprensible, el lenguaje más sencillo, el ritmo más ligero posible, alternando su discurso con anécdotas y dirigiendo bromas afectuosas a su compañero de mesa («Sé un buen cristiano, dame un poco de agua...»).
Para empezar, plantea una premisa y una promesa: la distinción entre un nivel público y uno individual en la libertad religiosa, y entre la libertad “de” religión y la libertad “fruto de” la religión. «Pero sobre esto», es decir, sobre la promesa, «volveremos después».
En Europa – dice – no existe una solución única al problema de la relación entre el Estado y las religiones. En Francia, la república es “laica” por definición, «es una opción legítima del pueblo después de la revolución. El Estado laico es un principio que se inserta en la primera Constitución, ahora van por la quinta y sigue siendo así». En Francia la religión es un hecho privado y en cuanto tal no tiene un papel en la vida pública, por ejemplo en el sistema educativo. Inglaterra – prosigue – no es un país “laico”, tiene una iglesia oficial y nacional, la Iglesia anglicana, cuyo líder es la Reina, ella es quien nombra al arzobispo de Canterbury, «el himno nacional es una oración del breviario, “Dios salve a la reina”», el primado anglicano se sienta por derecho propio entre los legisladores de la Cámara de los Lores, y por razones de igualdad, también lo hacen el primado católico y el gran rabino (los ingleses, también los ateos, quieren saber, cuando aprueban una ley, qué piensan los líderes religiosos, porque la religión es un dato de su historia y de su cultura). En resumen, «en Inglaterra la religión es pública y una seña de identidad de la nación».
Ahora bien, se pregunta Weiler, «¿puede decirse que Francia es más neutral que Inglaterra respecto a la religión? ¡Absolutamente no!». Para explicarlo, elige el caso de la libertad de educación, y recurre para ello a la comparación entre dos familias. «Hay una familia francesa atea que quiere una educación para sus hijos en sintonía con su visión del mundo y les manda tranquilamente a la escuela pública; una familia católica que quiere lo mismo para sus hijos está obligada a enviarlos a una escuela privada y pagar. El derecho de la familia atea está garantizado, el de la familia religiosa no. El Estado, en este caso, no es en absoluto neutral. Verdaderamente neutral lo es en los Países Bajos, donde financia todas las escuelas, las estatales, las católicas, las musulmanas...». Inglaterra, aun siendo un país confesional como hemos dicho, se comporta del mismo modo que Francia. Conclusión: no existe un modelo que por sí mismo garantice la libertad religiosa, ni el Estado laico por definición ni los países con identidad religiosa; incluso hay algunos – recuerda Weiler –, que impiden «la sola posesión de la Biblia».
Entonces, interrumpe Simoncini, ¿qué tipo de libertad es la religiosa? ¿Se puede decir que es la libertad de la que dependen todas las demás? La fórmula no le gusta a Weiler. Prefiere decir que «es la más importante». Pero, añade, hay que decir inmediatamente que «no existe una libertad absoluta, ni siquiera la libertad religiosa». Sobre este punto, reivindicando su fe, mantiene la promesa que hizo al inicio y vuelve a la cuestión de la «libertad fruto de la religión». Para ello recurre «al discurso de Ratzinger en Ratisbona, un discurso no sólo profundo, sino también valiente, porque este Papa no hace cálculos, dice verdaderamente lo que piensa». Pues bien, «Ratzinger dice que la libertad religiosa implica también la libertad de decir no a Dios». El principio de esta posición es para Weiler un «principio eminentemente religioso: Dios no tiene interés en que alguien lo profese forzosamente» y «sólo la posibilidad del no garantiza la libertad del sí». La libertad fruto de la religión afirma por tanto «del modo más profundo nuestra humanidad, nuestro ser agentes morales, nuestro ser hechos a imagen de Dios». La libertad es decisiva, resume Weiler, porque es una cuestión que se sitúa «a nivel ontológico».
El estado, pregunta entonces Simoncini, debería ser el garante del respeto a esta libertad, que es del individuo pero que se manifiesta con un rostro social: «Se habla de confesión religiosa para designar a las agregaciones de aquellos que confiesan la misma religión». Sólo que hoy la motivación religiosa de comportamientos públicos se mira con sospecha: a veces, la asociación de los fieles se imputa como una culpa en sí misma.
Weiler responde defendiendo con ardor la libertad de las confesiones religiosas y de su expresión pública como libertad de asociación tout court, y denunciando el grave prejuicio que se oculta tras ciertos ataques, sobre todo a los católicos: «Hay algo de cristofobia, por eso en virtud de un prejuicio se juzga a la persona por la asociación a la que pertenece y no por lo que hace. A los primeros a los que les pasó fue a los judíos – si un judío roba, todos los judíos son ladrones –, ahora les sucede también a los cristianos. Este prejuicio es intolerable». No se da, por ejemplo, con los ecologistas ni con los sindicatos: «Es difícil que uno solo salve el medio ambiente apagando la luz por la noche: por eso se une a otros que comparten su mismo ideal. Y nosotros celebramos este hecho. También el obrero por sí solo no puede hacer mucho contra los abusos del capitalismo, y nosotros nos alegramos de la vida social y fraterna que nace del sindicato. Ciertamente, en toda asociación puede haber abusos: pero se condenan los hechos, no a la gente por asociarse. Puede haber conspiración, pero el hecho es la conspiración».
Otra cuestión: Benedicto XVI habla de la política y de la democracia destacando el relativismo y al mismo tiempo denunciando un relativismo absoluto que no reconoce ciertos principios innegociables. ¿Cómo se equilibran estos dos polos, teniendo en cuenta que el fundamento de la democracia es el pronunciamiento de la mayoría y la aceptación de esto por parte de las minorías? «Nuestra democracia no es relativismo al cien por cien, el principio de la mayoría está consagrado a la protección de los derechos fundamentales», responde.
¿Y cuál es el papel de las religiones? ¿Cuál es su contribución a la vida pública? ¿Es verdad o no que en Europa cada vez están menos valoradas? La respuesta de Weiler parte de una confesión de humildad: «Los hombres religiosos tenemos una tentación de superioridad: pensamos que tenemos el monopolio de la profundidad. Y no es así. Muchas personas no religiosas no son totalmente relativistas y llevan una vida éticamente admirable. La diferencia está más bien en el concepto de santidad, que es algo distinto a ser valiente, a seguir a Dios sólo en la ética; es la cercanía con Dios. En todos mis libros cito las palabras de Miqueas: “Camina humildemente con tu Dios”».
Llegados a este punto, trata de explicar las razones de la secularización europea. Y aquí los apuntes del cronista abandonan las comillas, asumiendo la responsabilidad de la síntesis. La Segunda Guerra Mundial y Auschwitz, con la matanza de millones de niños (“subrayo lo de niños por su inocencia”), pudieron hacer perder la fe a una generación entera, que ya no se la transmitió a sus hijos. Muchas personas de mi edad, segundo paso de Weiler, hablan de su experiencia religiosa en los años cincuenta o sesenta como de una experiencia reductiva, donde se habla sólo de la maldad de los comunistas y de cuántos actos impuros se habían cometido en una semana. Ellos tampoco pudieron transmitir la fe a sus hijos. Luego está el problema del éxito y el bienestar económico, que genera narcisismo y egoísmo; Weiler dice haber oído a demasiadas personas decir que no se dan las condiciones económicas necesarias para tener hijos («si también hubieran pensado así sus padres, ellos no existirían»). «Hoy ser católico se presenta como un desafío. Por eso el futuro es interesante».
Lo interesante del desafío lo apunta Simoncini en su conclusión final: en el campo de la política y los derechos, la fe nos reclama al primado de la razón. Y aquí vuelve a entrar en juego san Ambrosio. Fue él, como indica Simoncini quien impidió durante meses al emperador cristiano Teodosio entrar en el Duomo tras su participación en la masacre de Tesalónica para reafirmar la autoridad de Roma. Cuando Teodosio le preguntó qué tenía que hacer para ser readmitido en la iglesia, Ambrosio le responde así: «Puesto que tú sometes el juicio a la ira, y no la razón sino la ira emite la sentencia, escribe una ley que declare vanas e ineficaces las decisiones dictadas por la ira. Y que las sentencias relativas a una pena de muerte o a una confiscación se mantengan a la espera durante tres días antes de su aplicación para recibir el juicio de la razón. Una vez transcurrido ese tiempo, aquellos que hayan puesto por escrito la sentencia, que muestren el decreto. Entonces, una vez cesada la ira, la razón, juzgando por sí misma, examinará la sentencia y verá si es justa o injusta. Y si la encuentra injusta, quede claro que destruirá todo lo escrito; si la encuentra justa, la confirmará, y el número de días en espera no perjudicará a la recta sentencia».
Como dijo Benedicto XVI en el Bundestag: el cristianismo no ha impuesto un derecho revelado al Estado sino que ha remitido, como fuente del derecho, a la razón y a la naturaleza, es decir, a la experiencia. La libertad religiosa es algo muy laico.
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