Vivir el cristianismo en la Roma antigua y en las circunstancias actuales. De eso trataba, en el fondo, el encuentro organizado por la Asociación Cultural Charles Péguy, obedeciendo a una necesidad de mirar a los orígenes del Acontecimiento, que se ha hecho presente en la Historia de los hombres. Son los de hoy tiempos apasionantes: una sociedad que ya no es sino post-cristiana, donde las certezas se diluyen y el dolor trata de anestesiarse, y ante la cual ya no sirven respuestas que den por supuesto el contenido de la fe. Hacía falta volver a mirar nuestros orígenes.
No bastaba con una mirada superficial al estilo “los primeros cristianos denunciando” al Imperio Romano que, en el fondo, tenemos presente en nuestro subconsciente. El cristianismo tiene que ver con los deseos, esperanzas e intuiciones de los hombres… mucho más de lo que podemos imaginarnos. Juan José Ayán, catedrático de Patrología de la Universidad San Dámaso, nos recordaba que sí existía una conversión en la filosofía grecorromana (entendida como metanoia, cambio de mentalidad); el ejemplo de Antígona solicitando enterrar a su hermano es un ejemplo de ello, como expresión del cambio del sujeto en su posición ante la vida. Platón también hablaba de la conversión al Bien como rector de la res publica. En el fondo, nuestros Ejercicios Espirituales – nos dice Ayán – son la expresión plena de una conversión, que no es meramente filosófica.
El cristianismo no ha supuesto una ruptura: Justino nos habla, en sus escritos, de la búsqueda de la Verdad relacionada con un Dios al que no le es indiferente la historia de los hombres. Ayán puso en carne viva el testimonio de San Agustín, nuestro hermano mayor, que se tomó en serio sus propios deseos (en línea con lo que la Escuela de Comunidad nos propone): sus Confesiones son un testimonio que nos sigue estremeciendo. Después de leer a Cicerón, no le basta, porque le falta ver Algo más: coge los Evangelios por su cuenta y, al no entender nada se aparta de la búsqueda. Claro: sólo la mediación y el testimonio de aquellos tocados por la gracia de Dios, la compañía de la Iglesia, le hacen comprender lo que ha leído.
Pero, ¿qué tiene que ver el contexto del Imperio con el mundo que nos ha tocado vivir? Una religión romana, que no requería de conversión interior, sino de la aceptación acrítica del dogma oficial (aunque uno se burlara de ella en privado), un estado romano, una ciudadanía… ¿qué tiene que ver con nosotros?. Tiene que ver en la exacerbación de lo público, en la disolución de la persona como sujeto con una identidad diferente a la del Estado, última referencia de la convivencia. La extensión de derechos, la concepción del hombre como autosuficiente, cuya identidad la expresan las leyes (piénsese en el aborto, el divorcio, el matrimonio homosexual, la identidad de género…). En Roma se aceptaba que hubiese cristianos, siempre que no cuestionasen el Estado como absoluto. En nuestros días, ya se cierran capillas en la Universidad Complutense: hay que ser cristiano en privado.
Ante esto, siempre está la tentación de la reacción: recogidas de firmas, cartas a los responsables de las decisiones que van en contra de los principios católicos, manifestaciones antiabortistas, y un largo etcétera. Pero, como dice Ayán, es la presencia del don lo que cuenta. Muchos conversos venían de toda condición: prostitutas, taberneros… y sus vidas cambiaron. No es defender la verdad en abstracto, ni con el debate dialéctico como se convirtió Agustín de Hipona, sino por el hecho de que “yo quiero vivir como ése”, el deseo del corazón que surge de haber visto gente concreta con vidas plenas, y el deseo de plenitud para quien lo ve.
Y viene entonces el camino de la conversión: al buscar, encuentro a Quien me da la plenitud, lo que me hace estar contento y lleno de gozo. En este sentido, resulta reconfortante ver cómo, mirando con personas como Juan José Ayán, uno descubre que los primeros que nos precedieron no odiaban al mundo, sino que deseaban que el mundo le conociese a Él. Por eso, y frente a la tentación del activismo ideológico, que nos pondría frente al mundo, los primeros cristianos siguen la llamada de Cristo: estar en el mundo para transformar el mundo; por eso, «toda tierra extraña es su patria y toda patria les es extraña». Dios les da un lugar en el mundo del que no podían desertar por la lealtad a su corazón. La moralidad pasa de ser luchar por virtudes a no olvidar quién soy yo y quién es el Amor que me sostiene.
Testimonio de que esto es posible en el mundo de hoy
¿Podemos encontrar personas que hayan vivido esto en nuestros días? Ésa es la cuestión: ¿quién puede testimoniarnos esto? Ferrán Riera, en su intervención en el encuentro, nos puso delante de los ojos una conversión puramente agustiniana: ante la ausencia de propuestas que se ha vivido en Cataluña, sólo cabía la duda racionalista (dudo de todo), en la que nada es accesible a la verdad, caen las utopías… Pero, por encima de todo, Ferrán habla de un «deseo irreductible» de verdad, que comienza con el atractivo que experimenta ante la asignatura de Física. Este descubrir «certezas y verdades inmutables» es lo que le pone en marcha, a pesar de la desconcertante «nada es verdad ni mentira, todo depende del cristal con que se mira». Y, tras una etapa de «esclavitud de la nada», descubre el deseo de librarse del pecado: el deseo de santidad, darte cuenta de que puedes ser perdonado, de que «hasta que no abras tu corazón al Amor de dios, no entenderás nada». Ante eso, nos aguijonea el misterio de los apóstatas, más difícil de comprender que el de los creyentes.
Escuchar a Ferrán te deja con la certeza de que es posible salir de la neblina de incertidumbre y hacer un camino de conversión. Que la experiencia de Agustín vuelve a repetirse una y otra vez en rostros anónimos a los que Cristo llama por su nombre. Y es que, como dice Juan José Ayán, «el designio universal de Dios se realiza en los designios particulares para cada uno». No conviene engañarse: con la promulgación del Edicto de Milán en el año 313, no cesaron los peligros de la Iglesia, que tuvo que luchar, no siempre con éxito, contra una nueva tentación: la de dejar que el poder nos diga cómo se ha de ser cristiano. Y entre nosotros existe el riesgo de instrumentalizar lo que hemos encontrado, convirtiéndolo en pretensión ideológica. Para ello, la clave es mirar a San Agustín.
Esta presentación del libro de Gustave Bardy era necesaria: teníamos que volver a mirar a los que nos precedieron, como ha hecho Benedicto XVI, cuando nos recuerda que «la fe ya no es presupuesto obvio en nuestra sociedad».
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