«La fe se está sometiendo más que nunca antes a una serie de interrogantes que provienen de un cambio de mentalidad», afirma Marco Bersanelli, astrofísico de la Universidad de Milán, en referencia a la Porta fidei del Papa. «Una mentalidad que, hoy especialmente, reduce el ámbito de las certezas racionales al de las conquistas científicas y tecnológicas. La Iglesia nunca ha tenido miedo a mostrar cómo entre la fe y la ciencia auténtica no puede haber conflicto, pues ambas, aunque por caminos diferentes, buscan la verdad».
El pasado 12 de noviembre, el Centro Cultural de Milán inauguró el ciclo “El Año de la fe: peregrinos de la verdad” con un encuentro titulado “Cuando ciencia y fe se encuentran en una persona”.
El Aula Magna de la Católica de Milán estaba abarrotada. Muchos jóvenes acudieron a la cita. En el estrado, Michael Heller, sacerdote polaco, físico, cosmólogo de la Universidad Pontificia de Cracovia y premio Templeton 2008. Detrás, proyectada en una pantalla, una galaxia.
«Precisamente desde la ciencia se plantean las nuevas preguntas que nacen de la experiencia de lo real», dice Bersanelli: «La ciencia encuentra respuestas imperfectas, pero reales». El método científico se caracteriza por un lenguaje matemático mediante el cual se descubre una armonía oculta en las cosas. La investigación se nutre de las preguntas que el hombre científico se plantea y lanza a la realidad. «Todo punto de llegada coincide siempre con un nuevo interrogante», observa, para volver de nuevo al Papa: «Mientras los primeros instantes del cosmos y de la vida aún eluden la observación científica, la ciencia refleja sin embargo una vasta serie de procesos que revela un orden de constantes y correspondencias evidentes que se presenta como componente esencial de la creación permanente». Sobre este punto arranca el debate: «Hay una relación entre el orden del cosmos tal como lo observamos y el hecho de que este universo exista, nos sea dado».
«La ciencia moderna nos dice que el software del universo son las teorías matemáticas», afirma Michael Heller al recorrer el camino de los estudios sobre la evolución del universo: de Albert Einstein a Alexander Friedman, de Edwin Hubble al átomo primordial de Georges Lemaître en 1931.
Una frase del padre de la relatividad es, según Heller, la síntesis de su descubrimiento: «El universo es como la mente de Dios. Quiero saber cómo creó Dios el universo. Quiero conocer la mente de Dios».
Pero Einstein no sabía nada de la expansión del universo. Pero entonces, se pregunta el científico polaco, «¿qué saben las ecuaciones que contienen elementos que aún no conocemos?». Actualmente, la investigación busca encontrar una ecuación que pueda contener la física cuántica y la relatividad de Einstein. «Ahora quiero dejar las matemáticas y adentrarme en el lado más filosófico», dijo Heller en un cierto momento. Y se preguntó: «¿Cómo se puede pasar de la ecuación a lo que existe? ¿Cómo es posible generar el universo a partir de una fórmula?». El sacerdote polaco observa que las ecuaciones no saben ni pueden saber todo lo que existe.
«La ciencia se encuentra al menos con tres grandes lagunas: la existencia de los valores (el bien y el mal), la existencia ontológica del universo y su comprensibilidad», y añade: «Son tres puntos abiertos a la trascendencia». No es fácil responder a estos datos, subraya Heller, pero intentemos buscar la ayuda de Einstein: «Nunca entenderemos por qué el universo es comprensible ni por qué existe» (mistery of existence and of comprensibility). Comenta el cosmólogo: «Para mí Existence = Comprensibility. Algo que existe debe ser comprensible. Pero esto sólo es posible si los dos misterios de los que habla Einstein tienen la misma naturaleza, dependen de un único factor: el Creador, Aquel que da armonía al cosmos, tan buscando a través de ecuaciones, y que al mismo tiempo lo hace ser. De ahí el título de este encuentro». El universo existe y es comprensible, precisamente porque el acto de la creación es comprensible, «quiero conocer la mente de Dios». Y quién mejor que un sacerdote científico para entrar en «dos planos epistemológicos distintos, que sin embargo interactúan continuamente entre sí», en todos los ámbitos de la realidad. Hasta tener «una ambición», como él dice. Un deseo: conocer la mente de Dios.
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