Mariella Carlotti, Martina Saltamacchia y Marco Barbone, comisarios de la exposición sobre la construcción del Duomo de Milán, muestran cómo esta catedral fue posible gracias al corazón de un pueblo consciente de su deseo de infinito.
Milán, 4 de noviembre de 1387. La vieja Caterina está limpiando piedras. Piedras que después cargará sobre su espalda para transportarlas a otro lugar. Caterina es una mujer anciana y muy pobre. Mientras trabaja para la construcción de la catedral de su ciudad, se queda asombrada por la cantidad de personas que llevan ofrendas para favorecer las obras del Duomo. Hay mujeres que llevan joyas, oficiales que llevan objetos, niños cogidos de la mano de sus madres que traen botones, jóvenes que ofrecen queso y otros productos... Todas las ofrendas se venden después, de modo que el dinero obtenido con ello se invierte en las obras de la catedral.
La vieja mujer observa la cola de personas que hay ante ella y no puede menos que conmoverse. Enseguida siente la necesidad de ofrecer algo ella también. Pero, ¿qué dar, si no tiene nada? No tiene joyas, no tiene productos artesanales ni comida, no tiene botones... Es una mañana fría. Sin embargo Caterina, que ya ha tenido una idea, se quita su capa, que está muy estropeada, e imita a sus conciudadanos, llevándola al altar. Su único abrigo para protegerse del frío. Así trata de rendir justicia a la belleza que ve cada día mientras se construye esta gran obra.
Uno quiso que este gesto de amor diera frutos en el acto. Al día siguiente, pasa por allí Manuel Zuponerio, un hombre que inmediatamente reconoce la capa de la vieja señora. Decide comprarla. Después, corre a la cantera para buscar a Caterina, a quien pone la capa sobre sus hombros.
Esa misma tarde, cuando los oficiales de la fábrica se ponen a revisar el registro de las ofrendas y ventas, en los que suele aparecer el nombre de la persona que ha donado, qué ha donado y por qué lo ha hecho, se dan cuenta de que aquella mujer que trabaja limpiando y transportando las piedras ha donado todo lo que tenía. Conmovidos y llenos de estupor, la buscan y le preguntan qué es lo que ella desea. Le piden que se lo diga para poder dárselo, sea lo que sea. La vieja Caterina expresa su deseo de hacer una peregrinación a Roma para obtener la indulgencia plenaria proclamada para el jubileo del siguiente año. Los oficiales le dan tres florines de oro, el salario anual de un obrero de entonces, para que pueda cumplir su sueño.
Esta es sólo una de las tantas historias que forman parte de la construcción de la catedral de Milán. Una catedral que, mientras se construía, despertaba y respondía al deseo de infinito de cuantos hombres participaban en la obra.
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