Con ocasión del centenario de la muerte del gran poeta italiano, el Meeting ha dedicado su cita anual con la poesía a Giovanni Pascoli, bajo el título: "...bajo las estrellas, el libro del Misterio". Emilia Guarnieri y Davide Rondoni se han encargado de hacer vibrar los versos de esa humanidad "vertiginosa y magnética" que don Giussani nos enseñó a amar.
Rondoni provoca inmediatamente al público a no dar por supuesto que exista alguien como Pascoli, alguien que percibe en sí "ese misterioso choque entre un anhelo inextirpable y algo, dentro de nosotros, que lo niega". Al respecto, Davide observa que Pascoli supo siempre mantener viva esta doble mirada continua: como mirar la vida desde la cumbre de un rascacielos y desde el sótano, desde las estrellas y desde el abismo. Es la mirada del poeta. Una mirada incómoda. La mirada verdaderamente humana.
La existencia del arte debería provocar sorpresa, agradecimiento. Es lo que sentimos los que escuchamos a Rondoni. "Los artistas no sirven de nada, más que para poner de relieve que estamos vivos", más que para redescubrir el gusto de la presencia de la vida.
Luego, Rondoni lee la introducción de Pascoli a sus Canti di Castelvecchio (1903) donde el poeta mismo explica de dónde nace su palabra: "De mi madre. Siento que de ella nace mi actitud contemplativa". La poesía de Pascoli nace de la "mirada viuda" de su madre, de la mirada llena y a la vez vacía, de una presencia amada y ausente, comenta Rondoni. A mi lado, detrás de unas gafas oscuras, una joven señora llora. La poesía sirve para dar relieve a la vida.
La lectura de los poemas llega a su cénit con la lectura de Los dos huérfanos y La cavallina storia, una suerte de cuadro impresionista. Poemas que, tildados comúnmente de "decadentes", en realidad manifiestan la caída de un yo que no encuentra su apoyo, su reposo, su casa. Poemas extremadamente modernos, marcados por el sentimiento de la orfandad y el deseo al menos de ser buenos, ante un destino adverso. Para nada descontado tampoco este deseo de ser buenos, observa agudísimamente Rondoni, por la falta de una relación que nos sustente ante la tentación fortísima - ¡qué verdad es para tantos jóvenes que conozco! - de echarse a perder, de dejarse ir vagabundeando sin meta.
Al final, una perla: La cometa. Lo que nos conmueve, a todos, escuchándola no es tanto la muerte del compañero de juegos del poeta, sino la mano de la madre que lo acaricia, ya inerte. Ese gesto toca en nuestra alma una cuerda que va en contra de la muerte, hace vibrar una bondad que es más fuerte que la muerte. Y esa caricia, trágica y pulsante de eternidad, nos estremece, nos hace pensar en aquel que acarició a la viuda de Naín, en aquel que acaricia nuestro rostro y da comienzo, así, a ese misterio que es cada día nuestra vida.
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