El ideal, así como la utopía y el desencanto, el sueño y la desilusión, fueron términos que trasegaron la entera experiencia histórica de nuestra Hispanoamérica desde sus orígenes.
Cuando los conquistadores, pobladores y frailes, al alba del siglo XVI (Primera Sección), iniciaron el dramático proceso fundacional, ante la aparición de los pueblos encontrados, tenían claro el significado que la tal empresa conllevaba. Podríamos decir, simplificando, que desde Cortés a Bernardino de Sahagún, o desde Juan de Garay a los Padres José Cataldino y Simón Masseta, pasando por el Oidor Vasco de Quiroga o Toribio de Mogrovejo, los iniciadores de la aventura oceánica hacían evidente en sus vidas –bestiales, carnales, miserables…– el significado que la experiencia americana implicaba para el incipiente proceso de alumbramiento cultural del Nuevo Mundo. Alumbramiento que también modificaba de modo profundo concepciones, mentalidades y acciones de aquellos hombres. Dicho de otro modo: el ideal estaba claro para ellos, se tradujese luego de modo muy diverso y dramático en variados proyectos.
El gran trabajo humanizador efectuado por España no habría de cumplirse plenamente. La progresiva irrupción de la modernidad de ruptura en Hispanoamérica la encaminará hacia otros horizontes. La derrota de España antes que por medio de las armas, lo fue en el campo de la cultura, mediante la modernísima arma usada por sus enemigos, terriblemente eficaz, a través de los impresos que tanto hugonotes, holandeses e ingleses difundieron por el mundo. La dinastía borbónica en el s. XVIII, haría definitiva tal defección, marchando hacia un poder central cada vez más fuerte, liberada del contrapeso de las instituciones representativas, respondiendo al deseo de reducir todos mis reinos de España a la uniformidad de unas mismas leyes, usos, costumbres y tribunales, tal como lo dirá Felipe V, primer Borbón español.
Año 1808. Un hecho inusitado desencadenará el proceso de la Independencia Hispanoamericana: la invasión del ejército de Napoleón Bonaparte a la Península (Segunda Sección). Inicialmente el Juntismo americano no se afianzará para renegar del pasado de tres siglos, sino para cubrir el vacío dejado por el Monarca ausente y también para combatir al despotismo borbónico. Con el correr de los años, por diversas circunstancias, se completaría aquel proceso de separación de estas tierras. Las elites americanas, constituídas en novedosas sociedades de pensamiento, optarán progresivamente por la modernidad de ruptura que afianzará la Independencia de las antiguas posesiones españolas. Éstas se encaminarán posteriormente por el sendero de la desintegración territorial hacia la formación de una veintena de repúblicas, bajo la tutela de un caudillismo de variado signo, con la aparición de diversas ficciones democráticas subsiguientes, en el intento de crear –a la postre– una sociedad desde la nada.
Agustín de Iturbide, Simón Bolívar, José de San Martín –y tantos otros–, herederos de aquella cultura del significado, desafiaron en la ocasión la aventura de edificar la unidad y la independencia de Hispanoamérica hasta el final. Concluída la lucha, tras la batalla de Ayacucho (1824), Bolívar asciende al cerro Potosí (Bolivia). Almuerza en la cumbre con su séquito y días después, expresa su felicidad a Santander: Es la primera vez que no tengo nada que desear y que estoy contento con la fortuna (26.X.1825).
Habían transcurrido apenas tres años y así escribía a un embajador francés: El edificio que construí con esfuerzos sobrehumanos, se desmoronará entre el fango de las revoluciones.
¿De dónde provino ese desencanto? ¿A qué se debió esa particular desilusión que se percibe en ellos, sobre todo en Bolívar y San Martín, al final de sus vidas?
¿Por qué Bolívar afirma, poco antes de su muerte, no espero salud para la patria. Este sentimiento, o más bien esta convicción íntima, ahoga mis deseos y me arrastra a la más cruel desesperación? ¿A qué se refería, ya en 1812, cuando advertía que “los códigos que consultaban nuestros magistrados no eran los que podían enseñarles la ciencia práctica del gobierno, sino los que han formado ciertos buenos visionarios que, imaginándose repúblicas aéreas, han procurado alcanzar la perfección política, presuponiendo la perfectibilidad del linaje humano?
Cuando San Martín expresaba en idéntico sentido: “Era moralmente imposible —escribe en 1816— el que nosotros mismos nos constituyésemos; somos muy muchachos y nuestros estómagos no tienen suficiente calor para digerir el alimento que necesitan”, ¿qué quería decir con ello?
¿Qué pretendía significar Antonio José de Sucre, el gran mariscal de Ayacucho, cuando entreveía un cambio de escenario que nos llevaría al incendio revolucionario que lo abrasaría todo?
¿Dónde ubicamos aquellas dos banderas –utopía y significado– por las cuales se movieron estos hombres? ¿Por qué no se reconocieron en lo que ya existía: la heredada unidad político-cultural de Hispanoamérica en la cual habían sido educados? Y desde esas tradiciones políticas, culturales y religiosas reiniciar un camino hacia más humanas realizaciones.
Ante el fracaso de la utopía, ¿qué preguntas les nacen? ¿De qué sirvió la revolución? ¿Quién puede sostener los ideales que la impulsaron? ¿Qué logros alcanzaron? ¿Era eso lo que buscaban? Allí comienza, entonces, para ellos, una aventura aún mayor: la de la libertad.
¿Y para nosotros, hoy, cuál es la relación entre el deseo irrefrenable de cambiar la realidad y la política? ¿Cuál es el verdadero desafío para quienes gobiernan? ¿Cómo reconocer lo que es justo? ¿Cómo poder distinguir entre el bien y el mal, entre el derecho verdadero y el derecho sólo aparente?
¿Tiene algo que ver el deseo, la felicidad, con la política? Lo insinúa la Tercera Sección.
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