Damien Hirst es el artista viviente “más” del mundo: más pagado, más famoso, más listo… y más emblemático del sistema del arte contemporáneo. Incluso los que creen no conocerle a menudo recapacitan cuando alguien cita dos o tres de sus obras más célebres: el gran tiburón tigre, la vaca cortada en lonchas o la calavera de dimensiones naturales toda ella incrustada de diamantes. Bajo muchos aspectos, Hirst, inglés de la generación 1965, es el punto de llegada y de encuentro del arte de los últimos cincuenta años, porque supo condensar en su obra y en su persona corrientes artísticas al parecer opuestas, poniéndose al mismo tiempo en los zapatos del nieto de Andy Warhol y de Francis Bacon y cosechando los frutos de corrientes artísticas también opuestas como el expresionismo, el minimalismo y el arte conceptual. A los que juzgan excesiva una asignación tan crucial para un artista que ni siquiera llega a los 50, que arregle sus cuentas con los veinte años de obras (1989-2009) que, guste o no guste, marcaron la historia del arte y con las que se ganó, entre los 24 y los 44 años, la gran retrospectiva en la Tate Modern de Londres, abierta este año hasta septiembre. Es una producción organizada en ciclos muy diferentes entre sí por técnica y materiales, cada uno de los cuales, por sí solo, haría la fortuna de cualquier artista.
La dura fragilidad de la vida
1990. Una gran urna de cristal rectangular dividida en dos ambientes comunicantes entre ellos. A la derecha, un bloque blanco esconde unas larvas de moscas. A la izquierda, una cabeza de vaca dona su sangre para alimentar las moscas recién nacidas y ya destinadas a morirse, atraídas por una lámpara anti-mosquitos colgada justo encima. Es la obra A Thousand Years (Mil años), un ciclo vital cerrado que representa el nacimiento, la vida y la muerte. Hirst pretende darnos una imagen capaz de representar el drama de la existencia y de su inevitable fin e impone con prepotencia el tema del nacimiento, de la vida y de la muerte, como necesarios protagonistas del arte. El objetivo de la obra, como declara el autor, no es atemorizar al espectador, sino conseguir que se quede delante de una imagen convincente de lo que normalmente no se tiene el coraje de mirar. Hirst entonces atribuye al artista la tarea de enfrentarnos con aspectos incómodos e inevitables de la realidad, como la brevedad de la vida.
No es una casualidad que, dos años después, otra urna muy parecida a la primera encierre en una claustrofóbica prisión una silla de oficina y una mesa de despacho con un cenicero lleno, un paquete de cigarros y un mechero encima: modernos instrumentos de muerte de los que el hombre aprende a depender, hasta quedarse atrapado. El título, The Acquired Inability to Escape (La adquirida incapacidad de escapar).
La inevitabilidad de la muerte
Encerrar sus obras en una urna es un modo de concentrar la tensión, pero también un homenaje a las geometrías desarrolladas por Francis Bacon en sus cuadros, como en algunos de sus Papas gritando. Además, es también el medio empleado para llegar a esa limpieza formal que Hirst aprendió de los minimalistas: una manera de pensar al arte del siglo XX imprescindible para cualquier artista figurativo que, gracias a estos elementos abstractos hechos de líneas y espacios geométricos, puede transmitir de manera “moderna” contenidos que tienen muy poco de abstracto, sin por eso caer en el gore o en la dejadez, abriéndose así paso a las mansiones de los coleccionistas de todo el mundo. De esta manera el espacio delimitado se tensiona con elementos sobrecargados de vida y de muerte, capaces de traspasarlo sin destruirlo.
1991 es el año del éxito planetario de Hirst, el año del afamado tiburón: The Physical Impossibility of Death in the Mind of Someone Living (La imposibilidad física de la muerte en la mente de quien vive). La obra es el resultado de una estrategia de un publicitario de éxito mundial, Charles Saatchi, que prevé para el arte contemporáneo un futuro de fortuna global con muchos ceros. Saatchi encuentra en Hirst uno de los mejores talentos artísticos salidos de la Academia. De esta manera, con tan sólo 25 años, Hirst se encontró con cincuenta mil libras en la mano, y le dieron carta blanca para hacer lo que quisiera: tan sólo tenía que realizar la obra más sensacional que podía imaginar. De esa forma el artista inglés adquirió de un pescador australiano un tiburón tigre de más de tres metros y lo colocó en una de sus urnas repleta de formol. El tiburón se encuentra suspendido en el líquido incoloro. El resultado es una imagen de muerte y terror, pero a la vez de majestuosidad de la naturaleza: el monstruo queda eternizado, vivo y capaz para siempre de aterrorizar. La obra se convierte rápidamente en el símbolo de una generación y de los Young British Artists (YBAs), una afortunada etiqueta que consagra Londres y la eleva a centro propulsor de un sistema artístico que gobierna el mercado del arte contemporáneo desde Pekín hasta Nueva York. Sin embargo, es también la imagen más perturbadora de la presencia inevitable de la muerte en la vida de cada uno de nosotros. No parece posible explicar mejor, con palabras o mediante imágenes, la contradicción absoluta e intrínseca del hombre, que gasta día tras día sus energías en vivir y tiene que hacer cuentas con la muerte. Podrá, quizás, no hacerle caso, evitar pensar en ello, pero ella se impondrá.
La belleza de la creación
Si es cierto que la muerte es el elemento más recurrente en la obra de Hirst, no se puede reducir al artista a un mensajero de la figura con la guadaña. Lo que fascina el artista no es la muerte en sí, sino el resplandor de la vida, de la naturaleza y de la biología, y el momento en que esta belleza objetiva tiene que enfrentarse a su fin. El artista, entonces, está extasiado por la belleza de la naturaleza y su forma de presentarla es sólo en apariencia horrorosa. A la hora de realizar una serie de esculturas anatómicas nos muestra el cuerpo por mitad cubierto con la piel y por mitad con músculos, huesos y órganos internos a la vista. Un modelo anatómico humano, tomado prestado de cualquier laboratorio escolar de ciencias, se reproduce en bronce en una fundición de casi seis metros de altura. Así nace, entre 1999 y 2000, Hymn: un himno a la excepcionalidad del cuerpo. La corporeidad se convierte en elemento fundamental que hay que concretar e idealizar a la vez, gracias a las dimensiones y a los brillantes y vívidos colores tipo los de carrocería. Una fisicidad que Hirst necesita sacar también de los seres vivientes que, normalmente, no concebimos como corpóreos porque celestiales, como un ángel (The Anatomy of an Angel, 2008), o porque mitológicos, como el unicornio (Myth, 2010). El resultado es sólo en apariencia desacralizante, ya que lo que busca es una belleza más sólida y concreta de la que nos devuelve el aspecto estético y estetizante exterior.
De la muerte a la vida, ida y vuelta
De esta manera, entre sus obras más fascinantes aparecen algunas monumentales vidrieras o rosetones realizados, entre 2006 y 2008, con espléndidas mariposas multicolores puestas bajo cristal. Supuestamente son maravillosas composiciones inspiradas en la tradición cristiana de las vidrieras de las iglesias pero, como todas sus obras, éstas también tienen un carácter fuertemente ambivalente. El asombro y el entusiasmo iniciales frente semejante magnificencia de formas y de colores centelleantes deja espacio a la conciencia de que este espectáculo es fruto de un estrago de bellísimos cadáveres. Pero si leemos esta misma obra en sentido inverso, es decir, empezando por el horror, tenemos que admitir que estamos mirando la imagen de una belleza que gana sobre la muerte, de una belleza eternizada mucho más allá de la efímera vida de una mariposa, de una belleza eternizada justamente por la muerte de lo efímero.
¿Acaso no es grande la vida?
La obra de Hirst, claro está, presenta un fuerte carácter provocador, pero esta provocación no es últimamente gratuita. El artista aspira a poner a las personas frente a las “cuestiones fundamentales de la vida misma”, para abordar las cuales se siente tanto inadecuado para dar respuestas como obligado a mostrarlas tal y como son: preguntas siempre abiertas, “cuestiones eternas”. Y a la pregunta de cuáles son estas eternas cuestiones, Hirst, citando una obra de Gauguin, no deja lugar a dudas: « ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos? Pienso que son estas las grandes cuestiones del arte, y muchos artistas se hacen estas preguntas e intentan darles una respuesta o por lo menos alguna pista para encontrarla…». Plantearse estas preguntas le lleva a Hirst a amar aún más la vida y su trabajo: «Al final del día, también el arte no puede dejar de decir: “¿Acaso no es grande la vida?”. Esto es todo lo que se puede obtener del arte».
Intérprete de su tiempo, hasta el fondo
Claro que para entender el artista y su modernidad, tendríamos que hablar del “personaje” de Damien Hirst y de las ocurrencias clamorosas que jalonan su carrera. Como en 2008, cuando, embaucando a sus célebres galeristas, vendió en la subasta de Sothesby’s en Nueva York una performance titulada Beautiful Inside My Head Forever (Belleza en mi mente para siempre), 223 obras, cobrando 200 millones de dólares, mientras en esos mismos días los bancos americanos quebraban. O también tendríamos que enumerar las cifras de la obra de arte contemporáneo con los gastos de realización más altos del mundo: For The Love Of God (¡Por el amor de Dios!, 2007), una calavera de platino con dientes humanos, cubierta con 8.601 diamantes purísimos y un enorme diamante rosa con forma de gota colocado en el medio de la frente, por un total de 1.106,18 quilates. Se trata de dos pruebas de fuerzas que no se agotan en su astucia y denuncian la absurdidad de un sistema necesariamente efímero mientras se sigue en la cresta de la ola como protagonistas.
Hirst se hizo interprete de los electrizantes años Noventa, logró plasmar algunas intuiciones geniales en las obras de los primeros diez años de este milenio y de momento se está demostrando capaz de interpretar con todas las de la ley incluso la incertidumbre de este momento de paso de nuestra historia. Exceptuando algunas balas que hizo estallar tardíamente entre 2010 y 2011, desde 2008 Hirst sigue intentando abrir otro camino nuevo a través de la pintura al óleo. Pero esta es una historia que está todavía por escribir.
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