La tercera entrega de Huellas sobre el arte contemporáneo presenta la paradoja de Francis Bacon, escandalosa para muchos. Declaradamente antirreligioso, en 1945 le llevó al éxito una obra con un sujeto sagrado.
«¿Cómo se puede retratar la apariencia capturando su misterio dentro del enigma de su hechura?»
En abril de 1945, mientras Europa salía de la guerra, en una galería de Londres en New Bond Street se presentaba por primera vez a un pintor inglés ya entrado en años. Ese pintor se llamaba Francis Bacon. Hijo de una familia católica establecida en Irlanda, Francis nació el 28 de octubre de 1909. Muy pronto las relaciones con la familia, y sobre todo con su padre, se echaron a perder, tanto que en 1926 el muchacho ya había abandonado el hogar. En cambio, la evidencia de su destino como pintor emergió paulatinamente entre otros caminos empezados y nunca acabados. En 1944 destruyó todas las obras realizadas hasta entonces que seguían en su estudio. Una especie de borrón y cuenta nueva de la que salió con una obra totalmente desconcertante, escandalosa y dramática, estrenada en una galería londinense, la Lefevre Gallery: un tríptico de modestas dimensiones, titulado Tres estudios para figuras debajo de una crucifixión. Sobre un fondo de violento naranja que identifica un espacio cerrado, se alzan tres figuras deformadas por el dolor. La de la derecha tiene la boca monstruosamente dilatada en un grito inhumano; la del centro tiene los ojos vendados, como si se hubiese vuelto ciega por la aterradora experiencia vivida; la de la izquierda, en cambio, doblada sobre sí misma y envuelta en una capa, nos remite a la imagen de la Magdalena. La exposición dio mucho que hablar. Pero fue Graham Sutherland, famoso pintor convertido al catolicísimo y autor, al año siguiente, de una gran Crucifixión para la iglesia de St. Matthew en Northampton, el primero en fijarse en las obras de este debutante y en darse cuenta de su importancia.
«Un sentido más profundo de la imagen». Era el debut fulminante y rompedor de un artista que evidentemente se enfrentaba a la pintura como si jugara un partido crucial, que iba más allá de su ser artista («Nunca me imaginé que me ganaría la vida con la pintura; sólo quería aclarar ciertas cosas conmigo mismo»). Fue también un debut escandaloso, ya que Bacon no usaba medias tintas, no edulcoraba lo improcedente de sus imágenes. En esas tres figuras al pie de la Cruz no condensaba solamente la experiencia histórica de un continente aniquilado por la guerra, sino que anunciaba también otro tema, eco de una amenaza mucho más devastadora que acechaba al destino del hombre.
Ciertamente lo que movió Bacon hacia semejante sujeto no fue un motivo de carácter religioso. Siempre drástico, a veces fue incluso brutal al renegar cualquiera adhesión confesional. Pero, si no fue esto lo que le llevó repetidamente hacia el sujeto de la Crucifixión, ¿qué explicación podemos aventurar? Delante de Bacon no hay que quedarse en una mirada reactiva, obviamente abocada a bloquearse ante la apariencia blasfema de su obra. En contra de la intensidad cegadora de sus telas, Bacon necesita una mirada calmada y controlada de nuestra parte. Todo su proceso creativo obedece a una apuesta, a un desafío dramático afirmado varias veces y con lucidez en sus entrevistas: querer llegar a «un sentido más profundo de la imagen». Bacon quiere huir de la mera ilustración de la realidad para enganchar con un nivel más profundo y «agudo». Agudo porque pretender relacionar, en la imagen, la realidad y su sentido. «Para mí el misterio de la pintura reside hoy en cómo expresar la apariencia. Sé que puede ser ilustrada, sé que puede ser fotografiada. Pero, ¿cómo se puede retratar la apariencia capturando su misterio dentro del enigma de su hechura?».
Para recorrer este camino Bacon tenía una necesidad absoluta de puntos de apoyo. Él mismo lo reconoce abiertamente cuando explica que la imagen de su Crucifixión es como “una armadura” necesaria e irremplazable para representar ciertos sentimientos de lo humano. Uno de los críticos que más trato tuvo con él, Michel Piepatt, escribió que Francis tenía que encontrar “un punto de apoyo” en las grandes Crucifixiones del pasado para poder trabajar. Es conocido que tuvo siempre en su estudio una imagen de la gran Cruz de Arezzo de Cimabue. La tenía puesta boca abajo, para que destacara mejor la dramática torsión del cuerpo de Cristo. Una investigadora florentina demostró el vínculo afectivo del artista con esta obra maestra: en 1966, cuando otra célebre Cruz de Cimabue resultó dramáticamente dañada por el desbordamiento del Arno, Bacon resolvió devolver para su restauración todo el dinero ganado con el Premio Rubens. Un gesto que hizo con la máxima discreción, pidiendo a los mismos organizadores que devolvieran el importe al organismo competente de Florencia.
Un grito sin oponer resistencia. Por supuesto, hay una distancia estridente entre la poderosa dulzura de Cimabue y los cuerpos destrozados de Bacon. Si el “tema” de la representación en ambos casos es el drama de la crucifixión y muerte consumado sobre un cuerpo, Cimabue recompone este drama en un orden, mientras Bacon parece arrojarlo en un tétrico caos. Sin embargo, para entender el significado de su elección tenemos que volver a ese tríptico del que partimos. Bacon no se limita a hacer de la Crucifixión una metáfora de la terrible experiencia que había vivido Europa (como hizo, por ejemplo, Picasso). El artista inglés lleva su alerta más allá. En su Crucifixión se respira la presión de una amenaza mucho más radical. Como si estuviésemos en el umbral de una derrota de lo “humano”, de una violación radical de los cuerpos y de la carne: presagio de un hombre artificial y completamente manipulado por el poder. Para Bacon esto representa una pendiente peligrosa de la modernidad. Y para tomar plena conciencia de ello, suelta ese grito al borde de lo animalesco de sus figuras debajo de la Cruz. No quiere oponer resistencia ni con una ideología ni con un credo. Al contrario, se agarra a la belleza de la carne violada y herida, al misterio último que conserva su naturaleza de criatura, para proponer imágenes con las que todos debemos hacer cuentas.
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