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Indicios (sobre tela) del destino

Giuseppe Frangi
25/06/2012

Del 12 de junio al 16 de septiembre, en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid, una exposición dedicada a un artista que pinta instantáneas que dirigen la mirada «hacia lo que está a punto de suceder», suscitando la espera de algo que rescate lo cotidiano.

Edward Hopper es uno de esos artistas ante los cuales sobra añadir palabras. Sus cuadros son como declaraciones explícitas, sin zonas de sombra, sin puntos ambiguos. Son obras a las que sería incluso superfluo poner epígrafes por la evidencia de lo que representan. Para quienes, además, conocen esas esquinas de América en la Costa Este, de la que Hopper casi nunca se alejó (en particular el legendario promontorio de Cape Cod, cerca de Boston), no sería difícil reconocer los lugares exactos. En cuanto a la hora, siempre es absolutamente fácil de adivinar.
Quizás se deba a esta inmediatez la inmensa fortuna y popularidad que han conocido los cuadros de Hopper. Son imágenes que todos colgarían con gusto en las paredes de su casa, con los que es fácil familiarizarse. Hopper suscita una simpatía y una adhesión sin reservas. Es un pintor que, si el término no fuera algo desgastado, podríamos definir como “democrático”.
Hopper también es un pintor plenamente americano por su biografía, formación y elección de los sujetos. Su primer maestro en la New York School of Art, Robert Henri, daba indicaciones como ésta a los cientos de alumnos que pasaban por sus aulas: «Debemos apartar la mirada de París y Roma, y fijarla en nuestros territorios». Hopper, que entre 1907 y 1910, aún veinteañero, se había encaprichado tanto de París como para atravesar hasta tres veces el océano en pocos años, había terminado por convencerse él también de su completa “americanidad”: «No somos franceses – había escrito – y no lo seremos nunca, y cualquier intento por serlo significa negar nuestra herencia e intentar asumir una personalidad que es sólo un barniz superficial».

Un centro externo. Sentirse americanos significaba liberarse de todas esas complicaciones formales que, en cambio, borbotaban en el arte europeo. Significaba aceptar el reto de la sencillez, incluso a riesgo de parecer ingenuos: el arte americano era un arte niño, unidimensional, elemental. Hopper no se sustrae a este destino. La circunstancia que había querido hacerle nacer en América no le crea problemas, aunque de joven había acariciado los horizontes mucho más fascinantes, altos y rompedores del arte europeo.
Y sin embargo, si se comparan los cuadros de Hopper con los de otros protagonistas del orgullo norteamericano como Thomas Benton, Ben Shan o Grant Wood, es fácil darse cuenta de que tienen una clave distinta. Mientras sus compañeros sentían América como un refugio a pesar su inmensidad, es decir, como un ámbito protegido artísticamente de los complicados retos lanzados por la pintura europea de esos decenios de principios de siglo, Hopper siente América como una llamada hacia el destino.
América es para él el lugar destinado a un reencuentro decisivo: aquél con el sentido del tiempo y de la existencia. Es un lugar preciso, que se puede nombrar, identificar, como hemos dicho, topográfica y temporalmente. En fin, un lugar real.
Pero si esto es cierto, significa que la fascinación que ejercen las obras de Hopper no surge sólo de lo que aparece, sino de aquello a lo que tienden. Cuanto más claras son sus obras y manifiestos sus contenidos, más evocan el sentido de otro lugar. Cuanto más las miras, las escrutas e indagas, más te ves obligado a rendirte ante la evidencia de que su centro no está dentro de la composición. Es un centro externo, que no aparece, pero que es la razón de ser de esas imágenes tan icásticas, a pesar de que las podamos describir en sus más mínimos detalles.

Estar preparados. La pintura de Hopper es una pintura cinematográfica porque conlleva siempre un suspense que prepara la siguiente secuencia, la que sabemos con certeza que será la decisiva. Obviamente, a diferencia del cine, la solución no llega: aquí es donde Hopper apela genialmente al espectador, lo incomoda para sacarle de su papel simplemente pasivo.
De hecho, una de las características de los cuadros de Hopper es que no despiertan nunca la pregunta sobre qué representan (él mismo se irritó en una ocasión con los que leían sus cuadros como metáforas de la soledad) sino, más bien, la pregunta sobre lo que está ocurriendo. Fijándose en ellos, nace un impulso instintivo a indagar los detalles, como si fueran indicios de una historia que el pintor ha diseminado sobre el lienzo sin desvelar, obviamente, la solución.
Tomemos, por ejemplo, las dos mujeres que, sobre la terraza de su casa, parecen simplemente disfrutar del sol cegador de Cape Cod (Second story sunlight, 1952). En realidad, hay un silencio insólito alrededor. Y ellas parecen dejar pasar el tiempo a la espera de algo que tiene que ocurrir en breve. La chica del bikini, sentada sobre la barandilla, mira hacia abajo, donde podemos imaginar que haya una calle: por lo que alguien está por llegar. ¿Quién es? ¿Y qué trae? La anciana, sentada algo detrás, intenta atenuar la tensión de la espera con alguna charla informal. Sin embargo, es evidente que la clave de este cuadro no está en el presente, sino en aquel futuro inminente que determina la tensión.
A su vez, los clientes nocturnos de ese bar envuelto por un único e inmenso escaparate que no esconde nada, no están simplemente esperando la hora del cierre (es quizás su cuadro más famoso, Nighthawks, 1942). Hay un movimiento en acto, al que sólo se alude y se deja suspendido en el misterio. Sin duda, están tramando algo en la ciudad vacía y sumida en el silencio: quizá es una declaración de amor, quizás algo más prohibido. Pero, ciertamente, no están ahí por casualidad. Y nosotros, sobre todo, – como ellos – esperamos que algo ocurra; algo esperado inconscientemente, algo que desate los nudos, que desvele el destino. En fin, algo que rescate lo cotidiano.
Dentro del despacho donde la luz se ha quedado encendida hasta tarde no sólo se están despachando las últimas prácticas (la referencia es a otro famoso cuadro, Office at night, 1940). El jefe y su secretaria se han quedado ahí para gestionar asuntos reservados e importantes: hay un acuerdo, una complicidad que no necesita palabras, basta un gesto y una mirada. Se intuye que la noche será larga y trabajosa: la imaginación del observador puede accionar mil escenarios posibles. Pero el verdadero trabajo de esos dos parece que sea el de “estar preparados”. ¿Preparados para qué? De nuevo es material para la próxima secuencia.

Hasta la última secuencia. Los tres cuadros que hemos descrito representan imágenes fijas. Son instantes congelados, suspendidos hábilmente en el tiempo. Parecen realmente películas que han llegado a su penúltima secuencia, porque la última está en la cabeza y en el corazón de un director que sabe, sin embargo, que no puede poseer sus historias. Sabe que la imagen sucesiva es un punto de fuga que la cámara no puede enfocar. Hopper es este director magistral en el gobierno de la cámara, perfecto en la organización de la escena, absolutamente incomparable en el uso de las luces. Con esta habilidad, en esas escenas de aparente quietud, sabe encender cada vez una espera espasmódica: no ocurre nada y a la vez debe ocurrir todo. Pero es un director que nunca pretende escribir los finales. Como mucho, hace algunas alusiones. De esta forma, el que mira sabe a ciencia cierta que ahí no acaba la historia, y se ve obligado a hacer cuentas con aquel punto externo hacia el que todo tiende visiblemente.

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