¿Por qué Mario Schifano? Entre los artistas italianos de finales del siglo XX no es el más conocido a nivel internacional, ni el más cortejado por el mercado. La crítica le ha mostrado siempre simpatía, conservando a la vez cierto reparo ante su credibilidad como persona y como artista. Su producción siempre irregular y su biografía al borde de lo inusual (solía decir: «Siempre que en Roma buscan un titular para los periódicos, vienen a mi casa y me detienen por posesión de drogas. Todo el mundo sabe que no tengo nada que esconder»), le convirtieron en un personaje secundario respecto a lo que de verdad importa. Si tuviéramos que trazar un paralelismo, sin duda nos remitiríamos a Pasolini. Al igual que él, ajeno a cualquier clasificación cultural ortodoxa. Fue un personaje fuera de los esquemas.
Por eso, a la hora de elegir un artista italiano para incluir en este recorrido de grandes (y también discutidos) nombres del arte contemporáneo, que Huellas propone a sus lectores, no nos pareció banal elegirle. Schifano, además, se distingue por un carácter muy interesante: es un artista visceralmente italiano. Por mucho que hubiera asimilado y metabolizado, por ejemplo, el lenguaje del pop art, nunca quiso homologarse a esa u a otras visiones de importación. Al fin y al cabo, la cifra última para entenderle siempre está en él, incluso cuando nos resulta dudosa o indescifrable. Y es muy difícil encontrar otra definición de esa cifra, que representa el marco de toda su aventura artística, que no sea “la belleza”. Todo en Schifano nos lleva hasta allí, fruto de una hermosura que brota de sus manos y de sus colores.
Para empezar hay que decir que Schifano siempre fue pintor en el sentido más amplio y hasta vocacional del término. «Quiero pintar a la pintura», decía hablando de sí mismo, expresando con eso su conciencia de que la pintura puede ser portadora de una felicidad que no depende de lo que representa, sino de su misma naturaleza, hecha de gesto, color y aparición inimaginada. Nunca hubo presunción intelectual en su trabajo, sino confianza absoluta en un medio que sentía profundamente amigo. Mónica De Bei, su mujer (y también discípula suya) contó: «…pintaba muy rápido, sin retocar lo que hacía. Era maravilloso ver que, tras el primer despliegue de color de base sobre la tela, aparecía con claridad que saldría un cuadro limpio. Esa felicidad de ejecución resultaba peligrosa porque te hacía creer que tú también podías expresarte tan simplemente». Y añade: «Mario nunca leía lo que los críticos escribían sobre su pintura, y decía: “Espero siempre hacer cuadros sin inútil voluntad de explicaciones”… Vivir su trabajo era bien distinto que observarlo en un segundo momento en una galería o en un museo. Mario era su pintura».
Las palabras que Mónica subraya con cursiva son muy importantes. En primer lugar, «saldría»: indica que la pintura de Schifano brota desde dentro. No está estructurada, no es cálculo, casi como si quien la realizase no la poseyera, sino que sobre todo fuera poseído por ella. Es el albor de una fantasía, escribió acertadamente Sandro Parmiggiani. Y añade: «Su pintura es una entrega total de manos y cuerpo». «Limpio»: la segunda palabra sugiere ese contraste inexplicable entre la confusión y el desorden que reinaban en su estudio, y también en su vida, y la pureza que se iba generando en sus obras. Un contraste tan imprevisible como revelador. Por último, «vivir»: para Schifano pintar era igual que respirar. Esto explica la asombrosa cantidad de obras que dejó tras de sí, esa especie de voracidad de la mirada que le empujaba a llevarlo todo a la pintura. Hay un frenesí que casi desafía la misma capacidad del ojo de captar las cosas. «En cada obra suya hay tensión de movimiento, frémito de rebelión contra el riesgo de la decoración; hay vida, jamás inmovilidad, muerte», dice Parmiggiani. Y aun así se refleja esa ligereza de quien sabe que nunca podrá saciarse, que no existe un puerto donde atracar o donde detener la búsqueda. «La pintura es mi forma de existir», confiaba Schifano. Con su pintura no tenía más pretensión que vivir, que ser.
Por supuesto Schifano atravesó de lleno su época y sus etapas artísticas sufrieron continuas contaminaciones, a partir de los comienzos tan marcados por la idea de ir más allá de las imágenes, de crear con los cuadros situaciones y no simples representaciones de la realidad. Luego, vino la etapa del pop art al estilo italiano, contemporáneo al americano. También Schifano, más que oponerse al desbordarse del nuevo imaginario consumista, lo hace suyo, lo metaboliza. Luego están los complicados años Setenta, a cuya provocación no se sustrajo, como acredita ese célebre ciclo Compagni, Compagni, donde, con ligereza, intenta grabar lo mejor de esa experiencia, su ímpetu humano, su carga de libertad.
También los Ochenta ven a Schifano alinearse, esta vez con la amplia corriente del regreso a la pintura. Pero su acento tiene una franqueza, una frescura que lo aparta de cualquier espíritu revanchista, o de un arte que busca refugio en las alusiones o en las metáforas. El hecho clave de esos años fue el nacimiento de su hijo, que tanto había deseado. Marco nació en 1985 y para Schifano eso representará una fuente creativa impresionante. Y no solo eso. La llegada del hijo desnudará su corazón poético, lo descubre de forma definitiva, lo libera. En 1965 Schifano había pintado un famoso cuadro, preludio de esta etapa final. Io sono infantile era una declaración poética y humana a la vez. Algo parecido a un coming out, una admisión de su propia condición de pintor desarmado por lo que a instrumentos culturales se refiere. Schifano, sobre todo después del famoso 1985, es otra persona, que avanza por la vida con los ojos despejados de un niño. Su mente se abre a todas las cosas, pero sin encasillarlas. El mundo parece asombrarle siempre, por eso cuando lo transforma en pintura (porque todo lo que tocaba se volvía pintura), es como si representase un mundo jamás visto. Un mundo recién nacido.
Hay una gran ternura en toda su etapa final, una ternura que ni siquiera el desorden y los desastres de su vida consiguen resquebrajar. En los últimos años diversifica también los lenguajes, vive con la televisión siempre encendida, fotografiándola como para no dejar escapar fragmentos que querría guardar en su inmenso catálogo de la vida. Tapiza su existencia con imágenes, con la curiosidad de un niño y al mismo tiempo con la ansiedad de un enamorado que no quiere perderse nada y quiere abrazar todo lo que la vida le ofrece. Despliega colores sobre sus telas, en un ejercicio continuo de libertad y fantasía, anudando y asociando trozos de realidad. Resurge también la luz de su Edén perdido, esa Libia en la que había nacido en 1934 y donde había pasado toda su niñez. Reaparece el sol resplandeciente, la vitalidad de las palmas y la pureza de la arena. Pero no es un pasado vivido con nostalgia. «Yo vivo en el presente y en el futuro», decía. «No acepto los chantajes del pasado».
Así, Schifano trasborda de una generación a otra una mirada inocente y a la vez profunda: desde la del padre arqueólogo, pasando por la suya, hasta la de su hijo Marco. Le pide a la pintura que actúe como un enlace, como un inagotable acto de amor. Para él, la esencia de la pintura es la generosidad, mucho más decisiva que la coherencia o la corrección formal.
Cuando, una vez, le preguntaron por qué seguía pintando cuadros, su respuesta fue la más bella que se podría esperar de un pintor: «Porque es humano, demasiado humano».
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