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Escuela de comunidad con Lewis

Carmen Pérez
30/04/2012 - La Criba

C.S. Lewis fue amigo de Tolkien, el autor de El Señor de los anillos. Sobre su amistad se ha escrito mucho. Es el autor de Las crónicas de Narnia, Cartas del diablo a su sobrino, Los cuatro amores, El diablo propone un brindis, El gran divorcio, Mero Cristianismo y Cautivado por la alegría, el libro en el cuenta su conversión del ateísmo al cristianismo. Se alimenta uno con estos libros, dan una especie de “reciedumbre” que diría Teresa de Jesús, y ayudan a nuestra razón y a nuestro corazón.
Y como para muestra vale un botón, sintamos sus palabras para afirmar con toda certeza la realidad que supone la fe en la Resurrección de Jesucristo, que es nuestra verdadera felicidad y sentido de la vida: «Intento impedir que alguien diga esta solemne tontería, a veces tan frecuente sobre Cristo: no tengo inconveniente en aceptar a Jesús como un gran maestro moral, pero no acepto su pretensión de ser Dios. Esto es precisamente lo que no debemos decir. Un hombre que fuese simplemente un hombre y dijese la clase de cosas que Jesús dijo no sería un gran maestro de moral. Sería, o bien lunático – igual que el hombre que dice ser Napoleón –, o en caso contrario, el dominio del infierno. Es preciso escoger. O este hombre fue, y es, el Hijo de Dios: o fue un loco, o quizá algo peor. Podéis encerrarlo por loco, podéis escupirle a la cara y matarlo como a un demonio; o podéis caer a sus pies y llamarlo Señor y Dios. Pero no caigamos en la simpleza de decir que fue un gran maestro. No quiso dejar este problema sin resolver».
Y desde esta convicción y afirmación tan taxativa se comprende toda su obra y lo que fue su vida después de su conversión porque el encuentro con Jesucristo no es una filosofía, ni siquiera una simple religión, o es la verdad y certeza de la vida o no es nada.
Lewis establece un principio básico de vida: cuando se le da el primer lugar a la relación de uno con Dios, todo lo demás aumenta, incluidos nuestros amores y placeres terrestres. Escribe: «Cuando haya aprendido a amar a Dios más que a lo más quiera en la tierra, amaré, lo que me resulta más querido, mejor que lo he hecho hasta ahora. En la medida en que aprenda a amar lo que más quiero en la tierra a expensas de Dios y en lugar de Dios, me estaré moviendo hacia ese estado en que ni siquiera podré amar lo que más amo en la tierra. Cuando las primeras cosas se ponen lo primero, las segundas no quedan suprimidas sino aumentadas». Esto es el “ciento por uno” que nos presenta el Evangelio. Un día pregunté a una persona con un importante cargo de responsabilidad en el Iglesia, que tenía muchos problemas y dificultades, y de hecho estaba sufriendo intensamente y era fuertemente criticado por los medios, si podía decirme a pesar de todos los pesares, cuánto de bueno había recibido en su vida, y si por ejemplo, ya había recibido el ciento por uno que dice el Señor en el Evangelio. Y me contestó rápido, claro y sonriente: «no el ciento por uno sino el mil por uno, el mil por nada, porque todo se nos da, lo que hace falta es recibirlo, saber recibirlo». Ahí está nuestra felicidad: saber recibir el amor y saber vivir lo que es primero.
Ningún placer de la tierra puede substituir o satisfacer la necesidad y deseo profundo que tenemos de una relación con la Persona que nos hizo.
La siguiente propuesta de Lewis es de lo más rico y vital: cuando nos hagamos seres a los que Él pueda amar sin obstáculos, entonces seremos realmente felices. Amar sin obstáculos es algo tan relativamente fácil como que confiemos en Él. Como el hijo que confía en su padre. Quizá lo entendemos desde ser causa de alegría para los padres, para los amigos. El placer ante el elogio no es orgullo. El niño al que los padres felicitan por haber comprendido bien su lección, el marido que se enorgullece de la profesionalidad de su mujer, la mujer que se entusiasma con la manera de ser de su marido, el amigo que alaba la manera de ser de su amigo. Porque el verdadero placer reside no sólo en lo que somos, sino en el hecho concreto de que hemos complacido a alguien a quien queríamos complacer, y con razón.
Lo importante no es: «qué estupenda persona debo ser para haberlo hecho». Cuanto más nos deleitamos en nosotros mismos y menos en “el elogio”, peores nos hacemos. Es decir cuando nos deleitamos enteramente en nosotros mismos y el elogio no nos importa nada, hemos tocado fondo. Esto puede sorprendernos pero es la clave para entender la raíz del egoísmo y de la cicatería.
Estupendo programa para hoy, por el hecho concreto de todo lo que significa la resurrección de Cristo, el don de su Espíritu, vivir convencidos del amor de Dios Padre, como personas a las que Dios puede amar, a las que Dios puede querer porque confían. Sólo se nos pide eso: creer y confiar en el amor de un Dios que así ama y así nos redime. Lo de siempre si conocemos que recibimos nos despertaremos a amar.

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