En una clase de primaria hay una niña de seis años que no presta atención jamás excepto cuando se dibuja. Cuando llega el momento de pintar la niña es capaz de hacerse un ovillo entorno al folio dejando el resto del mundo fuera. La maestra le pregunta lo que está pintando y la niña, sin mirarla pero sin dejar de pintar, le responde: “Estoy dibujando un retrato de Dios”. La maestra sorprendida comenta: “Pero nadie sabe a qué se parece Dios”. La niña le responde: “Lo sabrá en un minuto”.
Esta historia me parece que representa magníficamente la introducción al recorrido sobre el sentido religioso. Esta niña busca a Dios y lo hace a través de su talento: el dibujo. El resto no le interesa. Y ella sabe que puede conseguir retratar a Dios con el desprecio del escepticismo de la maestra. El sentido religioso de esa niña está vivo y auténtico. Ella cree porque cree en el dibujar y el dibujar pone la pregunta última de cada corazón humano.
“Si os he dicho cosas de la tierra y no creéis, ¿cómo creeréis si os hablo de las cosas celestiales?” ( Jn 3, 12) Quizás no haya frase del evangelio que ame más que ésta. No hay frase del evangelio que explique mejor de qué otra cosa sea el sentido religioso. Como dice la misma palabra se trata de un verdadero y propio sentido, como los cinco sentidos, pero con el valor de reunificarlo en un espacio único: sentido, corazón, mente. Jesús se queja de sus interlocutores de su incapacidad de creer en la cosas de la tierra antes incluso de creer en las del cielo y de la imposibilidad de explicar aquellas del cielo, sin haber creído primero en las de la tierra. ¿Cómo se puede hacer crecer la vida del espíritu si primero no se abraza con fe absoluta la tierra? En el fondo Cristo mismo es esta respuesta. Se hace carne para que aprendamos a creer en la carne. Se hace hombre para que aprendamos a creer en el hombre.
Con frecuencia mis alumnos se sorprenden cuando hablo de la fe en términos de conocimiento de un amigo, de un amor profundo por una persona. Si no se tiene “el sentido” de la relación con Dios la fe se reduce a moral, conducta, praxis. En el fondo es imposible creer porque no se ve, no se toca, no se “huele” a Dios. Tienen razón. Pero su punto de vista es restringido. Todavía no han descubierto que, para creer en Dios, se necesita primero creer en las cosas de la tierra. Si no crees en tus talentos, en tu capacidad de razonar, de amar, si no te apasionas por alguien o algo, ¿cómo puedes acceder a las preguntas últimas que son las que abren el camino a la vida del espíritu?
Con frecuencia vivimos la fe como una serie de prácticas que nos consiente ser buenos [yo pondría “que nos hacen buenos”. Ndt] Sin embargo, la vida del espíritu es mucho más real que la revista que tenéis en la mano. Es la presencia de la vida de la Trinidad en nosotros y nosotros dentro de esa vida. Sin esta realidad no tendrías en la mano esta revista porque no existirías. Todo esto es tan verdadero y radical que no lo vemos. Como el aire que respiramos: damos por descontando que exista pero sin él no podríamos vivir. Es justamente cuando las cosas se vuelven obvias cuando dejamos de hacernos preguntas sobre él.
La vida del espíritu tiene sus leyes, como las del cuerpo. Necesita ser nutrida y atendida. Pero esto, para nosotros seres corporales, con un cuerpo espiritualizado, o de un espíritu en la carne, solo es posible a través del cuerpo y la carne. Por eso necesitamos creer en las cosas de la tierra porque son la única vía de acceso al sentido religioso.
“Sentido” en italiano quiere decir no sólo “aparato sensorial” sino también “dirección” y “significado”. Quien no cree en las cosas de la tierra no llegará jamás a captar el significado de las cosas de la tierra y, ni mucho menos, a captar la dirección de dar a aquel y a la propia vida inmersa en él.
“Quiero encontrar un sentido a esta vida aunque esta vida no tenga sentido”. Así cantaba Vasco [Rossi. Ndt] hace algunos años. Encontrar el sentido de la vida es utilizar los sentidos para creer en la vida, sólo así las cosas de la vida, su ser adherido a mí de darlo por descontado, se abre al significado que aquella tiene y me catapultará a la pregunta de todo pastor errante de esta tierra: y yo, ¿qué soy? Sólo los sentidos abiertos al diálogo con la Luna, su creer en la Luna y en sus movimientos regulares, obligan a la pregunta por el sentido de las cosas. He aquí que el sentido religioso, una especie de oído, nariz, ojo, piel, lengua interior, captaran la respuesta de una creación que es don, de una carne que es templo de la Trinidad, la respuesta capaz de dar una dirección, un sentido a la vida.
La vida tiene sentido justamente porque no nos lo damos nosotros sino porque emerge de sí misma, del ADN que la Trinidad ha impreso en las cosas. Cada cosa, cada persona dice: yo soy don para ti. Cada cosa, cada persona dice: yo quiero ser amada. Pero, ¿conseguiremos no sospechar de las cosas, de las personas, de la realidad, de nosotros mismos? ¿Conseguiremos creer en nuestras cosas de la tierra? Solo esta fe accesible a todos nos llevará a creer en las cosas del cielo.
Por eso Giussani puede decir en la introducción del segundo volumen del recorrido: “Todos los impulsos con los que el hombre ha entrado en su naturaleza, todos los pasos del movimiento humano –movimiento consciente y libre-, todos estos pasos que el impulso original induce al hombre, están determinados, son posibles y realizables en virtud de ese impulso global y totalizante que es el sentido religioso…” y la vida humana “resulta por ello, proyecto revelado de ese ímpetu global, del sentido religioso”.
Somos llamados a las preguntas últimas como esa niña y encontraremos respuesta a través de nuestro pintar, a través de aquello que somos y amamos. A través de las cosas de la tierra creeremos y haremos el retrato de Dios. Y descubriremos que era un autorretrato.
(Traducción: Pilar Viedma Pozo. No revisada por el autor)
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