Premio Nobel en 1996, ha sido uno de los «mejores frutos» de la tradición poética polaca. Irónica y profunda, rasgando la apariencia, «volvió a acercar a los versos a muchos que se sentían excluidos»
Un vino amable de la poesía contemporánea. Cargada de años y de honores se ha ido Wiszlawa Szymborska, la poetisa del nombre difícil y de poesía aparentemente fácil que llamó la atención de todo el mundo, especialmente después de recibir el Nobel.
Su voz poética, atenta a no sobrepasar el umbral de un coloquio cordial y cómplice con el lector – con un lector a menudo alejado de los ruidos inútiles o de la opacidad del lenguaje de ciertos poetas contemporáneos –, ha ofrecido epifanías de sentido a una cotidianidad vivida con atención irónica y profunda. Un vino amable, en el sentido de un gesto que no pide al lector ser un “literato” ni molestarse demasiado. Pero su trascender las apariencias roza un nivel verdaderamente inquietante. Se trata, por decirlo así, de una primera toma, de un despertar de la conciencia. Precisamente, dedicó a la muerte una de sus poesías más irónicas y profundas, Sobre la muerte, sin exagerar.
No sabe nada de bromas,
estrellas, puentes,
tejidos, minas, trabajos del campo,
de construir barcos, ni de pastelería.
Cuando hablamos sobre el día de mañana
mete su última palabra
sin venir nunca al caso.
Ni siquiera sabe hacer
las funciones propias de su oficio:
ni cavar fosas,
ni clavar ataúdes,
ni limpiar los despojos que su paso deja.
Ajetreada con tanto matar,
lo hace de cualquier modo,
sin método ni destreza.
Como si se estrenara con cada uno de nosotros.
De acuerdo, tiene éxitos,
pero, ¡cuántos fracasos,
cuántos golpes fallidos
e intentonas estériles!
A veces le faltan fuerzas
para fulminar a una mosca al vuelo.
Y más de una oruga la deja atrás
al arrastrarse en la carrera a más velocidad.
Todos esos tubérculos, vainas,
antenas, aletas y branquias,
plumajes nupciales y pieles de invierno
testimonian serios retrasos
en su penosa labor.
La mala voluntad no basta,
y nuestra ayuda a base de guerras y revueltas
no le resulta por ahora suficiente.
Los corazones laten en los huevos.
Crecen los esqueletos de los recién nacidos.
Las semillas se visten con sus primeras hojas
y a veces también con árboles en el horizonte.
Quien afirma que es todopoderosa
es, él mismo, prueba viviente
de que, de todopoderosa, nada.
No existe vida
que, aun por un instante,
no sea inmortal.
La muerte
siempre llega con ese instante de retraso.
En vano golpea con la aldaba
en una puerta invisible.
A nadie puede quitarle
el tiempo que ya ha vivido.
Probablemente en este mundo distraído por tonterías y por una inundación de escritura poco interesada en las epifanías de los vivientes y en las inquietudes profundas, la poesía de Szymborska ha tenido la tarea de volver a acercar a la voz de la poesía a muchos que se sentían excluidos o lejanos. Dejando a un lado las polémicas de quienes han querido someter a los “rayos x” su mayor o menor distancia de los regímenes totalitarios que marcaron trágicamente la vida de su país, queda el hecho de que la inteligencia ingeniosa y amable de esta señora de las letras es uno de los mejores frutos de la tradición reciente de la poesía polaca. Los frutos más altos y fascinantes de esta historia se dan tal vez en otras páginas, en otras voces: basta pensar en grandes poetas como Zbigniew Herbert o Jan Twardoski. Menos conocidos, porque no recibieron el beso de los afortunados y ambiguos labios de las comisiones del Nobel, pero sin duda más fuertes y peligrosos. Y menos “cómodos” respecto a la mentalidad dominante de nuestro tiempo. La polaca es de hecho una de las tradiciones más vivas del siglo XX, como ponen de manifiesto los más conocidos Czeslaw Milosz así como la obra poética de gran valor de un ex obrero que se hizo muy famoso después por dedicarse a otro oficio, Karol Wojtyla.
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