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Una chispa de luz en el icono “industrial”

Giuseppe Frangi
31/01/2012 - El pintor de los símbolos de la "american way of life". Marilyn, Elvis y la sopa Campbell: ¿simples prototipos en serie o algo más?
Elvis Presley, Andy Warhol (1963).
Elvis Presley, Andy Warhol (1963).

¿Es posible interpretar en profundidad al artista más programadamente superficial del siglo XX? El mundo de Andy Warhol se ha mirado siempre en un sentido único, horizontal, también porque él mismo nunca sugirió otras posibles miradas sobre su obra. Pero estamos hablando del personaje que seguramente más influyó no solo sobre otros artistas, sino también sobre el imaginario común en la segunda mitad del siglo XX, por lo que conviene sospechar de cualquier simplificación. Pier Paolo Pasolini, alguien que nunca daba por descontado lo que miraba, es quien introdujo la pregunta de “¿quién anda ahí?” al describir la famosa Golden Marilyn de 1962. Pasolini hizo así una comparación totalmente inesperada. Dijo que Warhol producía imágenes como los bizantinos: frontales y seriales. Y, además, añadió una anotación estupenda: que el ábside de Warhol era el mundo.
Intentemos seguir estas huellas que nos dejó Pasolini. Warhol, en efecto, tiene siempre una visión frontal de la realidad. En el sentido de que nunca hay segundos planos, solo primeros. La limpieza de su mirada es el factor que lo distingue, una limpieza formal que recuerda a la linealidad de las figuras hieráticas de la cultura bizantina. Es un indicio más, suficiente para no resolver la horizontalidad de sus obras como un simple aplanamiento, como una venta del arte a la lógica consumista. Marilyn, al igual que Liz Taylor o Jackie Kennedy o Elvis Presley, fueron captados una y otra vez, y “fijados” en su esencia, determinada por ese factor en último término insondable que transforma a una persona en mito. Warhol no quiere explicar, no quiere interpretar, solo quiere restituir esa quintaesencia creadora de sueños en millones de personas y preservar su belleza de los efectos del tiempo.

La segunda característica señalada por Pasolini es la serialidad. Warhol siempre se revindicó como un artista-máquina, que tomaba prestados los métodos de producción “industrial”, desmitificando la imagen del artista superhombre capaz de realizar obras únicas. Warhol elige la imagen múltiple a partir de un prototipo que, éste sí, creaba por intuición. Sorprendentemente, el artista star se comporta como el artista anónimo de los grandes mosaicos: elimina cualquier subjetivismo, cualquier signo que caracterice su propia impronta personal. Su tarea consiste en hacer emerger la chispa que ha captado en esos personajes y en multiplicar sus iconos.
La repetición de la obra tiene otro precedente en la historia de la producción artística. Se trata de los iconos, cuyo proceso productivo preveía la réplica de imágenes predefinidas, dejando un mínimo espacio para las variantes del artista. No es casual que las imágenes de los iconos hayan superado el paso de los siglos, sin que les afectara el cambio de estilos.

De Warhol suele decirse que fue un gran creador de iconos. Evidentemente, el sentido de icono en la cultura consumista ha cambiado profundamente. Pero si miramos la Golden Marilyn o su correlativo masculino, la obra dedicada a Elvis Presley en el papel de vaquero, nos damos cuenta de que Warhol introduce en las imágenes una fuerza de evocación que va más allá de la simple mitología de los divos. No se puede explicar seriamente el éxito de estas imágenes sin reconocer la capacidad para ilustrar gráficamente un profundo deseo colectivo: el de no perder, con el tiempo, esa chispa de belleza captada en los personajes. Warhol intenta dar una respuesta a este deseo de un “para siempre”, poniendo una imagen actual dentro de una jaula iconográfica atemporal. Lo hace sin darle ningún significado, pero cargándola sencillamente con una chispa creíble: creíble precisamente porque parte de esos personajes que fueron iconos tan familiares de nuestra juventud.

Obviamente, podríamos reforzar esta lectura con un aspecto de la biografía de Warhol que él mantuvo absolutamente reservado, es decir, su vínculo con la Iglesia. Se podría profundizar en la relación decisiva con su madre, Julia, que lo acompañó a Nueva York, aunque se mantuvo muy apegada a su tradición, como emigrante y como creyente (nunca aprendió bien el inglés...). Podríamos recordar cómo el último gran ciclo que realizó el artista americano fue el dedicado a la Última Cena de Leonardo… Pero la cuestión no es mover a Warhol del nicho cultural que ocupó en cuanto intérprete de un imaginario americano que conquistó el mundo. No se trata de colocarlo dentro de otra pertenencia cultural distinta. Como intuyó Pasolini (la tercera intuición que le debemos), el ábside del Warhol bizantino es el mundo.
El desafío es mirar su obra sin darla por supuesto, como nos han acostumbrado a hacer. Tratar de ir al fondo allí donde todo anima a quedarse en la superficie. Entender cuál es la clave que hace siempre jóvenes, vitales y atemporales las imágenes que la creatividad de Warhol supo reinventar. Conocer sobre qué apoyaba esta gran capacidad suya para no demonizar nunca el mundo ni la realidad (mientras que casi todo el arte contemporáneo a él estaba en conflicto con el mundo y con la realidad). No sentir nada como enemigo, hasta el punto de celebrar y ennoblecer desde los símbolos menos apreciados a los aspectos más banales, como los botes de sopa Campbell que cada día llegaban a la mesa de millones de americanos. Se trata de mirar las obras de un artista que marcó nuestro tiempo y que todavía sabe abrirse paso en nuestra mirada, haciéndose preguntas, sin quedar anclado en sus esquemas. Con toda probabilidad, nos llevaremos muchas sorpresas.

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