El problema del hombre en la actual cultura secularizada
«¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?» (Salmo 8)
Una antigua leyenda china cuenta que cuando el emperador quería saber cómo iban las cosas en el Imperio Celeste, mandaba venir a los músicos y les pedía que le cantaran las canciones que más sonaban en el país en aquel momento. Según el tono, la melodía y la armonía de la música, se hacía una idea muy clara de lo que estaba sucediendo, y por tanto lo que podía esperar en el futuro más inmediato. Este sistema no tenía nada que ver con la adivinación o con cualquier otra forma de magia. Era más parecido a una especia de informe médico. La música (el arte en general) es un instrumento diagnóstico extremadamente preciso, una especie de detector que describe el electrocardiograma de una época. La cuestión es cómo leerlo.
Si intentáramos utilizar este antiguo método diagnóstico, nos encontraríamos inmediatamente con obstáculos antes desconocidos. Nuestro mundo, a diferencia de las culturas tradicionales, parece no poseer un lenguaje simbólico estable y común a todos, de tal modo que una cierta tonalidad, una cierta gama cromática, el carácter de una línea, pueda significar algo preciso. De todas formas, el arte contemporáneo («actual») insiste en el hecho de que no existe ninguna simbología universal, en que todos los sistemas simbólicos son convencionales, vienen impuestos (son «represivos») y por tanto están condenados a la «deconstrucción». Cualquier intento de leer el arte con un sesgo «médico» (es decir, ético, valorativo) resulta absolutamente inaceptable en nuestra época. ¡Y no es algo casual! La experiencia del siglo XX nos enseña a ser cautos. Para evitar posibles equívocos, diré que no estoy condenando el arte de masas o experimental, lo que trato de hacer es captar lo que comunica, intento leer el electrocardiograma de nuestro mundo contemporáneo, lo que canta nuestro Imperio Celeste.
Imaginemos por un instante la suma de todo lo que hoy se canta, se oye, se muestra, todo lo que hoy entra por nuestros ojos y oídos. No podemos dejar de reconocer que algo va mal. ¿Por qué a los hombres les gustan estas cosas? ¿Qué buscan en todo esto? ¿Qué les hace tan infelices como para valorar algo así? Uno de los últimos filósofos clásicos de Europa, discípulo de Wittgenstein, después de escuchar la enésica canción de moda, afirmó: «¡Qué interesante una sociedad que produce bajo el nombre de arte lo que sólo es una sátira contra sí misma!». Sátira, parodia, grotesco, un remake desvirtuado hasta el extremo... Imágenes de decadencia general, de demencia total, pesadillas confusas que, entre otras cosas, hace tiempo que ya no asustan a nadie y que se han convertido en mercancía comercial. ¿Por qué puede alguien comprar algo de este género? El trauma es uno de los elementos centrales de este tipo de arte: trauma de los sentidos, de la mente, de todos los «conceptos normales» del lector-oyente-espectador. Parece que el artista y su público no ven en este mundo nada más que traumas, que están en el origen mismo del vivir humano, según el parecer de los psicólogos: «traumas infantiles» que determinan toda nuestra vida. Psicólogos y sociólogos que se han convertido en los principales intérpretes de la actualidad. Todas las demás esferas humanísticas se planifican a partir de la psicología y la sociología, en las que se encuentra la explicación última y «objetiva» de todo.
«En el principio eran las ruinas», así describe este estado de ánimo una de las voces más autorizadas del mundo contemporáneo, Jacques Derrida. Si reflexionamos por un segundo sobre esta afirmación, nos daremos cuenta de que (como gran parte de las citas más conocidas) no es en absoluto realista, por el sencillo motivo de que de las ruinas no puede comenzar nada; «al inicio» debía existir algo que luego haya decaído y quedado en ruinas. Del mismo modo, antes de los traumas infantiles hay un sujeto que no nació traumatizado. Igualmente, la «decadencia» de la que tanto se habla; antes de decaer tenía que estar en otra posición para luego venirse abajo. Sin embargo, el hombre de hoy recuerda haber empezado a partir de traumas y ruinas. Probablemente, el inicio nunca se había olvidado antes de una manera tan drástica. Es de esto, creo, de lo que hablan las canciones que hoy se cantan en nuestro Imperio Celeste. Y bien mirado, tampoco recuerdan la meta. Allí donde se ignora el principio auténtico, se ignora también el fin. La finitud del hombre, su mortalidad, es un tema popular en nuestros días, pero resulta extraña esta finitud que no mira a su vez al infinito, esta mortalidad que no mira a la muerte ni a la inmortalidad.
Junto con el Principio, ha desaparecido del campo de la experiencia humana todo lo que deriva de él: la atención, la profundidad, la concentración, el reconocimiento, el estupor, la gracia, la alabanza, el respeto, la inspiración, el don, la esperanza en lo que parece imposible, la confianza, la tristeza... Todo eso de lo que siempre ha hablado el arte y que sería absurdo buscar en las canciones de hoy (me refiero siempre a lo más típicamente actual). En este espacio separado de un principio y de un fin («nosotros vivimos después del fin», dicen, pero en la vida algo así sencillamente no puede ser, ¡la vida es todo lo que hay antes del fin!) no hay sitio para todo lo que hemos nombrado, ni para muchas otras cosas. Este espacio sin principio ni fin, sin perdición ni salvación, sin sentido ni sinsentido, este espacio anti-escatológico y anti-ascético, es lo que se llama la banalidad cotidiana. El hombre de hoy vive inmerso en la banalidad cotidiana como nunca antes y esta banalidad está herméticamente cerrada: todo lo demás parece imposible.
Sobre el imposible no hay nada que decir y es estúpido esperarlo. Al hablar de antropología en la actual sociedad secularizada (o post-secularizada, como se suele decir), pienso sobre todo en el mundo europeo, pero no para contraponerlo al ruso. Al menos por lo que se canta, estos dos mundos no son tan distintos. La única diferencia puede ser que lo que en el contexto occidental se ha convertido en rutina para la vida artística pública, en el contexto ruso se percibe como un ultraje escandaloso. No se trata de una imitación pueril de Occidente, es el ambiente de una época que nos ha llegado con cierto retraso.
Así, cuando hablamos de la sociedad actual y de su electrocardiograma, que es el arte, no podemos dejar de sorprendernos por el contraste, aparentemente extraordinario. La sociedad actual, que se define como terapéutica o permisiva, es más humana que nunca. La dignidad del hombre, del individuo, independientemente de su clase social, raza o género, nunca ha sido tan estimada. Por sí misma, esta idea de la dignidad del hombre, la dignitas, eslogan central del humanismo que dio origen a la edad moderna, tiene un origen indiscutiblemente cristiano. Ninguna otra tradición ha puesto nunca por encima de los demás valores el alma humana, su perdición o su salvación. El cristianismo ha continuado y reforzado la intuición veterotestamentaria de una dignidad del hombre de algún modo «no humana», sobre la que los salmos se preguntan con estupor. Sin esta afirmación del hombre, el humanismo clásico no tendría dónde apoyarse ni por dónde empezar.
El humanismo y el sentido de culpa
En nuestros días, es preferible hablar no tanto de la «dignidad» como de los «derechos» del hombre, pero el sentido de tales «derechos», sustancialmente, es el mismo: defender la dignidiad del individuo frente a instancias impersonales. La afirmación definitiva de estos derechos como norma formal indiscutible y universal se ha cobrado la experiencia desastrosa del totalitarismo del siglo XX, que anuló institucionalmente el valor de la persona y de su vida. El problema de la persona en el mundo totalitario sonaba como algo totalmente opuesto a lo que dice el Salmo 8: «¿Qué es el hombre para pensar en él, frente a nuestros proyectos, objetivos, ideas, frente a la “necesidad histórica”, el prometedor futuro del proletariado o el triunfo de la raza aria?». ¿Qué es frente a todo esto el hombre? Hay cosas más importantes. Casi todas las cosas son más importantes que el hombre. No sólo frente a cuestiones remotas, como un futuro prometedor o la única doctrina auténtica, ¿qué es el hombre frente a la necesidad de construir esta línea ferroviaria en el menor tiempo posible?
Respecto a la lección que debemos extraer de esta experiencia, el mundo ruso y el europeo occidental se sitúan de momento muy alejados entre sí. Nosotros vivimos, hay que reconocerlo, en una sociedad que no ha revisado ni superado la ferocidad cínica que se ha inculcado a nuestra gente generación tras generación (basta recordar que la palabra «despiadado» se usaba, y se sigue usando, en sentido positivo). Ser despiadados, la «santa crueldad» hacia el enemigo aún no derribado, se consideraba algo elevado, heroico e incluso trágico. Lo llamaban «humanismo socialista».
El mundo occidental respondió a su ruinosa experiencia con un arrepentimiento que tomó la forma de un «nuevo humanismo»; cuya máxima expresión consiste en poner los «derechos humanos» en la cima de la escala de valores, con una actitud generalmente «terapéutica» y «permisiva» que define a la sociedad actual. «Nadie podrá nunca decir: esto no es un hombre». Podremos expresar así la lección que la cultura europea ha aprendido de los campos de exterminio, de la aventura del «superhombre». Y nadie podrá decir que esto se contradice con el precepto evangélico. Tal vez, después de tantos siglos de civilización cristiana, sea la primera vez que se tome en serio la palabra sobre el gran valor del pobre. ¿Y entonces? Entonces, ¡ay!… Para construir un mundo en el que ya no haya que condenar a nadie, para salvaguardar la dignidad humana de la persona enferma, del lisiado, del demente, del depravado, del discapacitado, del ignorante, debemos dejar a un lado nuestros viejos conceptos de salud, belleza, racionalidad, virtud, capacidad, educación. Debemos abandonar las grandes ideas y proyectos porque producen grandes carnicerías, las religiones porque generan fanatismos que dividen a todos en «amigos» y «enemigos», etcétera. Renunciar a todo lo que tenga fuerza, porque fuerza y violencia ya no se distinguen entre sí, como tampoco se distingue entre fe y fanatismo, certeza y dogmatismo.
En esto consiste la antropología del nuevo humanismo. «¿Qué es el hombre? Un ser traumatizado, herido, miserable, enfermo, sin historia. En él no hay nada bueno, sólo puede transformarse en carnicero, pero a este ser hay que protegerlo y, si es posible, no pedirle nada extraordinario». La imagen del hombre en todo su esplendor, como un cosmos, casi omnipotente, libre, con una capacidad de conocer casi ilimitada, esa imagen que inspiró el primer humanismo clásico, ha dejado paso a su contrario. La dignidad del hombre queda reducida al hecho de que, sea como sea, existe, la dignidad del viviente radica en el mero hecho de que está vivo. El Señor también se acuerda de él, añadimos nosotros. Pero el nuevo humanismo no lo dice, tal como lo expresa el influyente filósofo francés André Glucksmann, al hablar de su undécimo mandamiento: «¡Recuerda que en ti habita el mal!». Este esplendor también nos lo ha enseñado durante siglos la pedagogía monástica, pero es algo que se ha olvidado de forma drástica: «Recuerda que en ti habita algo bueno».
Esta curiosa kenosis es la parte más poética y seria del nuevo humanismo, de la que puede nacer un nuevo pensamiento, un nuevo arte, pobre, sumiso, casi sin sonido ni color, casi nada más que el fracaso estrepitoso de una época. Una pobreza de la que nace una nueva intensidad. Mientras que lo que se percibe por todas partes es el arte de la banalidad cotidiana del que hemos hablado y que he llamado realidad anti-escatológica y anti-estética. Anti-escatológica porque quiere «existir y basta», sin principio ni final, sin preguntarse sobre el sentido o no. Anti-estética, entendiendo la ascesis no como un sistema de limitaciones voluntarias o renuncias, sino como una realidad abierta, dinámica, una voluntad humana en tensión hacia otra cosa, algo que parecería absurdo e imposible y que Pasternak calificó como «el esfuerzo de la resurrección».
El hombre actual debe recordar su condición mísera y pobre, la de ser un siervo débil, algo que el humanismo clásico olvidó, igual que la Ilustración. Pero esta memoria no será completa si no llega hasta el fondo, es decir, hasta el principio: «Me recordarás que soy hijo de rey». Algo de lo que no deja de sorprenderse el salmista.
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