Había una vez un escritor que nos dio el gusto de leer a Ariosto, de contar un cuento de hadas, de soñar toda una vida en un árbol. Pero también de escribir la prosa en endecasílabos. Se llamaba Italo Calvino, un nombre fascinante y auténtico a pesar de las apariencias. Murió hace 25 años en un hospital de Siena y nos dejó con la sensación de no haber leído bien su ingeniosa literatura. Ni su crítica literaria, ni su narrativa. No se trata de dar un juicio de valor, que durante todo este tiempo ha dividido a los críticos.
Como lector apasionado, me parece que Calvino es sobre todo un amante de la palabra y del mecanismo narrativo. Un autor racional e ilustrado, siempre en busca de la verdad casi científica. Un empirista, alguien para quien los sentidos son importantes cuando abren la imaginación. Igual que sus padres amaron la naguraleza a través de la botánica, él descubre en el lenguaje y en la narración la clave, casi científica, para redimir la realidad, para suavizar el dolor y evitar el engaño. Para buscar, en nuestra vida laberíntica y objetivamente irónica, el camino hacia la plenitud. Pasando a través del neorrealismo, desde El sendero de los nidos de araña hasta la fábula urbana de Marcovaldo. Con Calvino se puede llegar a la luna, como sucede con Ariosto, pero atravesando la historia, como pasa con Manzoni.
Mucha de su literatura parece alejada de la vida de todos los días, pero no es así. De la fría apariencia, de la ligereza de Ariosto, pasa a veces a un registro verdaderamente conmovedor y emotivo que centra la cuestión. Escribe en La jornada de un interventor electoral: “Lo humano llega adonde llega el amor”. Y es realmente así. Su acercamiento racional, científico, a la realidad, convive con una fantasía poderosa, se resuelve en la imaginación. Su distancia de lo emotivo no anula el corazón, sino que lo presenta como el punto último al término de un viaje. Como sucede con todos los genios (Calvino, junto a Primo Levi, es el escritor italiano del siglo XX más conocido en el mundo), su obra plantea una pregunta sobre la verdad. Su búsqueda, basta pensar en su maravillosa colección de Cuentos populares italianos, llega a plantear la cuestión de la identidad del hombre y su parangón con el destino.
Su vaivén entre la prosa y la poesía, como en Si una noche de invierno un viajero, llega al núcleo duro de la narración y de la lengua. En el fondo, como en los primeros versos del Génesis y del Evangelio de Juan, hay una profundidad y una luz que ilumina la relación misteriosa y la vez histórica entre el ser humano y Dios.
Como sucede con Primo Levi, nos queda el lamento por no haberle podido comunicar la única historia que cuenta, la gran narración que nos salva. Pero esto vale para todos, todos los días. También para nosotros y para el que se sienta a nuestro lado en el metro, al que sentimos extraño y al que no tenemos el valor de decir: ven y ve, la alegría está en este mundo.
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