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“¿La necesidad de Dios? Existe, pero es algo que no me explico”

Fabrizio Rossi
21/09/2010

Se define como ateo, pero le encanta leer y releer la Biblia (“y le aseguro que me disgusta no saber hebreo”). Prefiere la mística de Giovanni della Croce al positivismo de Auguste Comte y no soporta a los anticlericales. Por parte de padre tiene “lejanos orígenes calvinistas”, pero de pequeño no quiso librarse de la clase de religión. “Y así fue como me encontré en el Berchet con don Giussani”.
Giulio Giorello, profesor de Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Milán, acaba de publicar Senza Dio. Del buon uso dell’ateismo (Sin Dios. Del buen uso del ateísmo), donde no trata de demostrar que Dios no existe sino que el hombre puede vivir sin él. Es más, que debe hacerlo si quiere ser libre. Lo que ejerce Giorello es un ateísmo práctico, no dogmático. Rechaza cualquier autoridad. “Borrachera de autonomía total”, se lee en su libro. El drama de la dependencia, objeto de literatura y de análisis, representa la batalla de la “nueva ilustración” contra toda forma de sumisión y, por tanto, también contra esa “necesidad de amor llamada Dios”.

¿De dónde nace esta pretensión de autonomía?
Todas las pruebas de la existencia de Dios implican una especie de sumisión. Pascal, después de exponer su famosa apuesta, dice al ateo: “Si no te convenzo con este argumento, arrodíllate y encontrarás la fe”. Yo no tengo ninguna intención de arrodillarme ante Dios, y mucho menos ante el progreso, la lucha de clases, la ciencia, el líder de un partido… Ésta es la idea de autonomía y dependencia del libro.

Esos ejemplos (el progreso, la ciencia, la lucha de clases…) son justamente lo que la Biblia llama “ídolos”. ¿Qué opina de esta tradición?
Me reconozco completamente a favor de esta corriente anti-idolatría del cristianismo que leo a menudo en los Evangelios, en algunos pasajes de San Pablo, y en el Antiguo Testamento. Por eso no querría que se me confundiera con otros ateos que piensan que nos debemos liberar de esta tradición que nació con Abraham. Éste es un ateísmo de Estado a la soviética, una de las peores caricaturas que se pueden hacer de la religión.

¿Entonces cómo se define usted?
El mío es un ateísmo metodológico. No es una cuestión de odio hacia el Dios de las religiones monoteístas, sino el rechazo a ponerme de rodillas. Me apasionan la física, la matemática y la biología, pero no me imagino nunca diciendo que son los tres dioses de la religión científica. Del mismo modo que no me veo en un ateísmo contemporáneo que dice: “Si Dios ha muerto, es el momento de divinizar al hombre”. No es un paso legítimo.

Su obra se propone demostrar que el hombre puede vivir sin Dios. ¿Por qué, entonces, todos los hombres de todas las épocas nacen con esta necesidad de Dios?
Buena pregunta. En efecto, es la objeción más seria que se puede plantear a lo que he escrito. Se me ocurren muchas explicaciones, pero prefiero no adentrarme en el argumento. Eso sí, constato un hecho: en todas las culturas existe una necesidad de lo divino, más que de amor, y por eso digo: “No quitéis las iglesias –y pensaba en las románicas que hay cerca de mi casa-, ni las sinagogas, ni las mezquitas”. Pero pongamos fin al fundamentalismo.

¿Dónde ve este peligro?
En la religión que engloba la política y en la política que usa la religión para sus propios fines. La ciencia, sin embargo, tiene algunos anticuerpos más y no lleva intrínseca esta violencia. Difícilmente estallará una guerra entre diferentes interpretaciones de una teoría científica. Pero también la ciencia puede convertirse en ídolo… Los científicos se equivocan cuando, frente a una parte de realidad que no se corresponde con su teoría, tratan de eliminar esa realidad antes de modificar la teoría. El punto es que van siempre a tientas, no aspiran a alcanzar la totalidad: ésta sería la muerte de la ciencia.

Un hombre que conoce la falsedad de los ídolos, pero que –como usted- se niega a “arrodillarse ante Dios”, ¿en qué apoya su vida?
Para mí, el único fundamento es reconocer mi fragilidad y la de los demás. Ya lo decía Voltaire: somos cañas en el barro, y sería estúpido acusar a alguien porque no es como nosotros creíamos, o por sus errores. Vamos en la misma barca. Si el viento la sacude, en vez de pelear nos conviene repartir las tareas para mantenerla a flote. Porque yo me siento en búsqueda continuamente. Por eso me gusta discutir: aprendo siempre algo, es una ocasión para hacer un trabajo sobre mí, para tener la paciencia de escuchar al que tengo delante.

¿Cómo se llevaba en el liceo con aquel profesor de religión?
Con don Giussani teníamos discusiones épicas, me enfadaba muchísimo. Hoy, con el pelo casi blanco, puedo decir que siento nostalgia, porque lo más bonito es discutir con gente que está segura de lo que dice, que es apasionada. Y en esto Giussani era un verdadero maestro.

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